domingo, 17 de febrero de 2013

Un nuevo amanecer


Amanecía. El cielo se aclaraba y los primeros rayos de sol disiparon la oscuridad; un nuevo día nacía. El sol se deslizaba con rapidez en el firmamento para iluminar la ciudad. El viento empezaba a juguetear con las ramas desnudas de los árboles. Jardines, calles y casas estaban bañados de una intensa luz.

Todo era vida, color y música en ese domingo de principios de febrero. El corazón se ensanchaba ante el regalo de otro día apasionante. Es hermoso saborear tanta belleza matinal, cuando el mundo rezuma plenitud, cuando se puede sentir, tocar, ver y oler la vida; cuando se puede escuchar la suave melodía de algo que se nos da como un don. El Creador, cada mañana, vuelve a apostar por nosotros y su creación estalla en colores. Cada día se nos da la oportunidad de contemplar de nuevo toda su hermosura.

Era un día espléndido y radiante, el día que Carmen entró en el sueño eterno, quizás en el claroscuro del alba. El día nacía y su vida se apagaba. En esa hora, todavía oscura, se deslizó hacia el otro lado de la vida, poco a poco, atravesando el umbral del más allá, donde la luz brilla aún más fuerte que el sol, porque brota del corazón de Dios.

Lo supe a las diez y cuarto de la mañana, cuando ya el sol estaba alto y empezaba a calentar. Me dijeron que se había quedado como dormida, con la cara serena, calma, como si todavía estuviera entre aquí y allá, entre la luz y el abismo, entre el cielo y la tierra. Su dulce sueño tuvo otro dulce despertar. Fue un adiós dulce, una muerte dulce.

Días antes, todo era lucha, sufrimiento, inquietud y cansancio. Impotencia. Hoy, su rostro desprendía calma, quietud, serenidad. Su enfermedad fue muy larga, aunque tuvo temporadas de mejoría. Pero la calidad de su vida iba mermando. Fueron muchos años de dolor, una prolongada agonía que la iba consumiendo poco a poco. Durante esos años, en ella vi el rostro del dolor, el misterio insondable de la fragilidad humana. Presencié la batalla que la vida libra con la muerte. Sentí muy cerca nuestra pequeñez. Cuando la esperanza y la fe se pierden, la vida deja de tener sentido. Sentí como un zarpazo la impotencia de no poder hacer nada por cambiar el rumbo de su situación, viendo cómo se precipitaba hacia el abismo que se abría ante ella.

Muchas veces me he preguntado qué fue de aquella jovencita que corría calle abajo conmigo, desde la plaza Catalana hasta el final de la calle Amílcar, y luego hasta Cartellá, donde estaba nuestra casa. Con 16 años Carmen comenzó a trabajar en la Jovi. Pero los fines de semana le gustaba salir. Con ella solía ir al cine, las tardes del domingo, y muchas mañanas de verano nos íbamos a la playa. En casa y en el trabajo era ordenada y diligente. Con las personas era alegre, sociable, generosa. Respiraba vida por los cuatro costados. Fiel a sus amigos, saboreaba la vida hasta la última gota. Su mirada era limpia y vivaz. Qué fácil era conectar con ella. Todo esto se vino abajo años más tarde, cuando una inesperada enfermedad se apoderó de ella y la fue consumiendo. Y terminó, en sus últimos años, quitándole hasta el oxígeno. Ella, que amaba la vida y que respiraba  pleno pulmón, murió sin aire.

Hoy ya no estás aquí, con tu madre, con tus hermanos y tu familia. La vida fue una auténtica pasión para ti, la viviste minuto a minuto, aliada de la existencia. Todo para ti era motivo de admiración. Amabas salir al sol, dejar que el aire acariciara tu cara, pasear por la plaza, escuchar a los pájaros y saludar a la gente. Aún en los momentos de mayor debilidad, ansiabas saborear esos pedacitos de vida que todavía te era permitido arrebatar. La progresiva incapacitación que padecías te hacía muy consciente de que estabas dejando de paladear ese trato amable, cómplice, quizás un poco ingenuo con la gente que te rodeaba.

En los últimos días ya nos hacías ver que el fin estaba muy cerca. Te ibas y volvías. Quizás más de alguna noche rozabas, con los dedos, esa claridad de luna, esas estrellas inalcanzables del más allá. Pero de inmediato volvías a la vida, volvías a respirar con fuerza, para llamar a tu madre.

La llamaste por última vez, fue como un adiós. Quizás querías celebrar un festín antes de tu salto definitivo. Ya estabas a punto de pasar al otro lado.

Alguien te espera en la otra orilla. Te esperan los brazos abiertos de tu padre, Joaquín, que tantas veces te mecía cuando eras pequeña, llamándote con inmenso cariño. Sí, allí volverás a estar en sus brazos y los dos estaréis en brazos de Dios.

Sin ruido y de puntitas, durmiendo plácidamente, te vas al encuentro de tus hermanos mayores, que solo pudieron saborear la vida unos pocos días. La luz de ayer era la luz del día eterno que se abría para acogerte y volverte a llevar al regazo del papá, bajo la mirada amorosa de Dios, nuestro Padre que está en el cielo.

Joaquín Iglesias
3 febrero 2013
En memoria de Carmen Iglesias

domingo, 3 de febrero de 2013

Un inesperado adiós

Un amigo a quien aprecio me dio la noticia. El corazón me dio un vuelco cuando lo escuché. Tras un inesperado derrame cerebral, Jacinta, una feligresa muy querida de mi anterior parroquia de San Pablo, en Badalona, se debatía entre la vida y la muerte en el hospital. 

Fui a visitarla, aunque estaba inconsciente, en cama y con respiración asistida. Cuando pronuncié su nombre, ella se agitó y sus labios se movieron bajo la mascarilla de plástico. ¿Me escuchó? Quiero creer que sí, y que también oyó el resto, las pocas palabras que la emoción me dejó pronunciar ante ella.

Jadeaba y la piel de sus manos ardía, como si luchara con ahinco, desafiando la muerte que la acechaba. A diferencia de otros pacientes que parecen abandonarse cuando llegan sus últimas horas, ella respiraba con fuerza, como resistiéndose a marchar. 

Todo fue de golpe, rápido. Dejaba a mucha gente de la que no se pudo despedir. Muchos que la conocíamos nos quedamos desconcertados, pues era una mujer robusta. En pocas horas, su vida pendía de un hilo, como la de un trapecista luchando por no precipitarse en el abismo. 

El día que fui a verla estaba oscuro y nublado en Barcelona, era pasado el mediodía. Me apresuré para ir al hospital con el temor de que dejara de respirar antes de que llegara. Con el corazón compungido y paso firme caminé hasta la habitación 209. Y allí estaba ella, sola en aquellos momentos. 

Mientras estaba a su lado, contemplé en ella el misterio de la fragilidad humana. Allí, tendida en la cama, luchando por sobrevivir, expresaba su amor a la vida y a los amigos. Fue todo tan repentino... Quise detener el tiempo, y volver atrás, para poder mirarla a los ojos otra vez y agradecer su cálida y firme amistad, siempre fiel. 

Jacinta, tu fuerza interior era inquebrantable. Como una roca, y a la vez inteligente y sagaz, sabías descubrir lo que hay en el corazón de las personas. Pero eras discreta, sabías estar en tu sitio sin llamar la atención. Tus apretones de manos, tu mirada llena de complicidad, tu lealtad a los tuyos, eran la mejor prueba de tu profundo realismo y tu honestidad. Me trasladé a Barcelona y eso no impidió que la amistad continuara. Recuerdo con cariño tus agradables llamadas desde la residencia Meran. No querías desconectar, yo tampoco. Tu corazón vibraba y se alegraba y así pasaron tres años desde que dejé Badalona. 

Todo esto lo iba pensando mientras te miraba, deseando que mis pulmones pudieran dar oxígeno a los tuyos, que pudieras abrir tus ojos. Te murmuré al oído que estaba allí, contigo. En pocos segundos pasaron ante mí los quince años de nuestra amistad. Di gracias a Dios por haberte conocido y por todo lo que aprendí de ti. Era consciente de que eran los últimos minutos contigo, y quería que supieras que el alma se me rompía de verte así. Pero mi fe me decía que no, que esto no era el final, que solo era un paréntesis de nuestra vida mortal, y que una amistad tan bella no se puede morir. Me encontraba entre el desgarro de un adiós y la certeza de que no será la última vez que nos veamos; ante el misterio de la caducidad humana que nos lleva a experimentar el vértigo de saber que un día dejaremos de existir, pues llevamos la muerte en nuestros genes. 

No pude decir mucho más. Moviendo la cabeza, con un gesto tímido, intentabas decirme algo, como respondiéndome. Si mis palabras no llegaron a tu cerebro, sí llegaron al corazón. Todavía estabas allí. No podías hablarme, pero tu leve movimiento bastaba. No sabía si era tu momento de ir al Padre del cielo, pero le pedí que los ángeles te acogieran, porque ya estabas preparada para dar ese salto hacia los brazos de Dios. Recé un rato, invocando a Dios y pidiendo que, cuando fuera la hora, te recibiera con todo su amor en el paraíso. Y con un beso en la frente me despedí, conteniendo las lágrimas. En pocas horas, la distancia entre nosotros se convertiría en un abismo, pero no infranqueable, porque la fuerza del amor atraviesa ese abismo. 

Me fui pensativo, caminando mientras me alejaba de la habitación, y salí del hospital. Apenas salí a la calle, vi que el cielo en Badalona se había despejado: una luz intensa teñía de color los árboles, las casas y las calles. El sol brillaba con especial intensidad. ¿Por qué ese cambio de tiempo tan súbito? Caminando hacia el coche, sentí que tu corazón, como ese cielo claro de invierno, también empezaba a inundarse de la luz y la gracia de Dios. El cielo brillaba con una luminosidad especial y a ti se te comenzaban a abrir las puertas del cielo. Dios te esperaba para darte un abrazo, todo estaba a punto para el encuentro eterno con tu esposo, con el que viviste un breve pero feliz matrimonio. 

Ya en la autopista hacia Barcelona, dejaba atrás una bonita experiencia. Sentí en lo más hondo de mi ser que Jacinta estaba muy viva dentro de mí. La distancia ya no importaba; el abismo ya no era oscuridad. Algún día, lo sé, me reencontraré con esa gran mujer, en otra dimensión, más allá de las estrellas. Pero en ese momento la sentí más cercana que nunca, porque la distancia nunca es demasiado grande allí donde hay amor. 

Joaquín Iglesias
19 enero 2013 
En memoria de Jacinta Rabazo