lunes, 28 de abril de 2014

Ana, una brisa en el desierto

Ana era fuerte como una roca y suave como un lirio. Fresca, espontánea, de ojos vivos, alegre y simpática, así la conocí. Entusiasta y entregada, así la tendré siempre presente en mi memoria.

Cuando la conocí, recién nombrado rector de San Pancracio, no me dejó indiferente. Es de aquellas personas que se cruzan en tu camino dejando una huella profunda. Cariñosa y extrovertida, de trato cordial y amable, siempre corría de un sitio a otro, desviviéndose por ayudar. Su capacidad de trabajo, su coraje y su espíritu de servicio eran inagotables. Siempre dispuesta, siempre atenta al dolor de los demás, era responsable de Cáritas parroquial y ejerció su labor con generosidad. Recibía a las personas que venían a pedir alimentos con dulzura y una sonrisa en los labios. Resolutiva y eficaz, siempre buscaba la manera de solucionar cualquier problema y dificultad.

Conoció a seis sacerdotes que llevaron su comunidad. Ella les dio lo mejor de sí misma, apoyándolos y queriéndolos. «Mira qué te digo» era una de sus expresiones más frecuentes. No decía «escucha», sino mira. Para ella, la mirada era tan importante como la escucha. Porque es mirando como se establece una comunicación sincera, más allá de las palabras. Mirar, oír, palpar y sentir, todo es necesario para que se dé una auténtica sintonía. En Ana, la mirada era tan elocuente o más que sus palabras. La ternura que desprendían sus ojos bastaba.

Ana era un rayo de luz que despeja la niebla, una primavera siempre floreciente. Vivió intensamente su vida, exprimiéndole todo el jugo a la existencia. La enfermedad que la fue debilitando hizo que esa vida tan plena pasara a pender de un frágil hilo a punto de romperse.  Poco a poco, esa vida robusta se fue apagando como una vela bajo el soplo del viento.

Pero Ana amaba la vida y se aferraba a ella. Solo tras mucho sufrimiento fue cediendo. La lucha minó sus fuerzas hasta que todo se precipitó y el frágil hilo que aguantaba su vida se rompió. Recibió los últimos sacramentos de manos de Mn. Forcada, un sacerdote amigo que tanto había querido. Yacía apacible en su lecho cuando abrió sus ojos y, viéndolo, salió de ella una energía inusitada y lo abrazó con fuerza. La emoción y la alegría embargaron su corazón en esos últimos momentos, que se convirtieron en un precioso adiós, lleno de gratitud.

Dejó a su familia, comunidad y amigos en la madrugada del Domingo de Ramos. Como si quisiera apresurarse para terminar la pasión de su dolorosa enfermedad y celebrar la Pascua en el cielo. 

Cuando me dieron la noticia me dirigí al Santo Cristo del vestíbulo de mi parroquia. Allí, le pedí al Señor de la Vida que la acogiera en su seno. Ana sirvió a la Iglesia durante más de cincuenta años, en el grupo de fraternidad de su parroquia. Que Jesús resucitado le abra las puertas del cielo. Si esta vida mortal la vivió con intensidad, la nueva vida que estrenará la vivirá en brazos de Dios. Será aún más venturosa, más plena, porque en el centro de su caridad siempre estuvo Dios. Tuvo muy claras las palabras de Jesús: «Todo aquello que hacéis a uno de estos pequeñuelos, me lo hacéis a mí».

Se nos fue una discípula del Señor. En el cielo ya no tendrá que hacer más apostolado. Solo dejarse amar por Dios. Esta será su dicha final.

Gracias, Señor, por el don de su vida.

Joaquín Iglesias
14 abril 2014

domingo, 13 de abril de 2014

Un mendrugo en su bolsillo

Era un día de invierno; el frío azotaba la ciudad de Sevilla. Por la mañana, después de desayunar,  cayó desplomado al suelo.

Permaneció tendido en la calle. Los transeúntes vieron a aquel hombre joven de cabello oscuro y rizado, tez morena y manos ásperas y agrietadas, yaciendo sin vida. Poco después el juez decretó el levantamiento del cadáver. 

Alguien envió aviso a sus familiares, que vivían en un pueblo apartado en los montes. El fallecido, con treinta y dos años, dejaba a una viuda y cuatro hijos ante un futuro incierto. Había pasado el fin de semana con ellos y el lunes se desplazó desde el pueblo hasta la capital para incorporarse a su trabajo. Buscaba un futuro mejor para su familia, un conocido le dijo que en Sevilla había empleo y no lo pensó dos veces. Era la única forma de escapar a la hambruna de la postguerra. Fue a Sevilla esperando hacer realidad sus sueños sin imaginar que allí encontraría la muerte.

Aquel día trágico se llevó las esperanzas de la familia. El sueño se desplomó como el cuerpo del padre, herido por un infarto. Él caía hacia el abismo; el futuro de su familia se oscureció. La joven viuda, profundamente afectada, quedó rota por dentro. Acudió a Sevilla en una noche lluviosa, acompañada de su suegro, para dar el último adiós al esposo con el que terminaba una historia apenas acabada de florecer. Sola, desorientada, y esperando otro bebé que nunca conocería a su padre, se enfrentó a un penoso duelo que le costaría muchos años superar. El peso del vacío caló en su corazón. Tenía que empezar de nuevo.

En el pueblo, un niño de dos años y dos niñas, de cuatro y de seis, lloraron la muerte de su padre. Desconsolados, intentaban buscar razones para explicar aquella ausencia. La mayor era más consciente y sentía con dolor la falta del padre. Sin él, perdían un referente, un pilar insustituible para su educación y su vida.

Aquella fría mañana de finales de invierno, cuando la primavera estaba a punto de estallar, los ojos de una madre se apagaron y los de tres niños dejaron de brillar. Perdían el amor de un padre, y este vacío cambiaría radicalmente el futuro de la familia.

El difunto llevaba un mendrugo de pan en el bolsillo de su chaqueta. La joven viuda lo recogió y lo guardó, envuelto en un pañuelo, durante cuarenta años. Aquel panecillo seco, oculto en un cajón, se convirtió en la única herencia de su marido. Encerraba el coraje de un hombre que tuvo que dejar a los suyos para poder alimentarlos. Contenía el sueño de un futuro, una esperanza, un horizonte nuevo, lleno de ilusiones. Aquel pan era el anticipo de una mejor vida, un deseo de crecimiento. La harina triturada era el símbolo de un trabajo convertido en alimento.

El sueño se congeló y se endureció como aquel trocito de pan. ¿Qué pasó por la mente de la mujer? El pan seco deja de ser alimento. También a ella le faltó el aire y el afecto de un marido apasionado. Le faltó el alimento de la ternura, de una mano recia que la acariciara. La falta de calor secó su alma. Huyendo de esta ausencia insoportable, buscó el anonimato de una gran ciudad. Renunció a ver crecer a sus hijos y se volcó en su trabajo, alejándose del pueblo, como si quisiera olvidar la aventura amorosa con su esposo, tan bruscamente truncada.


Qué difícil es acompañar a personas que han vivido estas experiencias. Qué difícil es saber qué decir y aconsejar. Uno se encuentra desarmado ante un alma tan rota. Es duro encontrarse cara a cara con el rostro del dolor en toda su crudeza. A veces, lo único que se puede hacer es callar, llorar, rezar en silencio. Rezar insistentemente para que la tristeza no las siga arrastrando hacia el abismo. Intentar suavizar la herida que ha dejado una terrible cicatriz en el corazón. Echar una gotita de oxígeno en ese corazón falto de esperanza.

Un escalofrío recorre el cuerpo cuando se siente la impotencia ante un dolor tan grande. Con todo, uno se da cuenta de la propia fragilidad y aprende a ser humilde. ¡Somos tan poca cosa! La muerte nos enseña una profunda lección: no somos más que nadie, todos somos imperfectos y limitados. Encontrarnos con esta realidad es algo que nos depura espiritualmente.  Solo podemos acompañar con dulzura a estas familias heridas.

Le pido a Dios que la muerte injusta de Jesús, amor pisoteado por los hombres, me ayude a vivir desde la trascendencia el dolor humano. Porque a él, siendo Dios, también le fue arrebatada la vida.

Cuando nos abrimos, en medio del dolor, y dejamos que la luz de una vida nueva entre en nuestro corazón, la paz y la serenidad nos van sosegando. Aprendemos a abandonarnos. Esa terrible experiencia se convierte en trampolín para dar un salto hacia la madurez espiritual. La tristeza deja de arrastrarnos hacia el abismo. La humildad y la aceptación nos llevan a reconciliarnos con el pasado. Las cicatrices ya no son grietas, sino señales de una lucha y de un triunfo ante el ensimismamiento y el hastío. El dolor nos ayuda a doctorarnos en humanidad y la humildad nos ayuda a doctorarnos en espiritualidad. Entonces ya no solo nos liberamos del pasado, sino que somos lanzados a la plenitud de la libertad humana y espiritual.

Joaquín Iglesias
Viernes de Dolor – 11 abril 2014

viernes, 4 de abril de 2014

Un suspiro suave

De semblante cordial, mirada clara y transparente, cálido en sus palabras y en su gesto, así era José Cerro. Siempre cortés y amable en su trato con los demás, participaba activamente en el grupo de tertulias. En Vida Creixent aportaba penetrantes reflexiones al grupo. Lleno de acierto en sus planteos, y con un hondo sentido espiritual, extraía consecuencias para su propia vida, con el deseo de madurar y abrirse a la palabra de Dios. Sabía captar y expresar con agudeza el núcleo de su mensaje.

Dos años fueron suficientes para darme cuenta de su exquisita sensibilidad religiosa. Luchador incansable, tuvo que reponerse ante los reveses que le dio la vida, con un corazón que siempre sabía perdonar. Se unió a su esposa, Guillermina, hace 40 años. Se conocieron el día de Santiago Apóstol, cuando ambos ya eran maduros. Una broma y una llamada cada día, a las diez de la noche, fueron el inicio de su romance, que culminó al cabo de un año y medio en matrimonio. Él era administrativo de profesión, le gustaban el deporte y la música y siempre fue un hombre sano y fuerte, muy creyente y devoto del Cristo de Medinaceli.

Varias experiencias muy duras lo fueron curtiendo y preparando para el gran reto de su vida. Hace un año, le diagnosticaron una enfermedad que lo llevó a una intervención quirúrgica de alto riesgo. Durante tres meses fue notando una ligera mejoría, pero en otoño, un día de viento y frío, recayó, y las cosas se fueron complicando. Su dolencia fue haciendo estragos. Mientras iniciaba su lento declive, hacía un enorme esfuerzo por estar en función de los demás. Conservaba su delicada cortesía, aunque el brillo de sus ojos se iba apagando. Finalmente, dejó de acudir al grupo de tertulias. Dejó un hueco muy profundo y su ausencia se hizo notar.

Tuvo la suerte de poder pasar las pruebas y el tratamiento en casa, donde contó con la discreta y dulce compañía de su esposa. Subidas y bajadas al hospital, constante seguimiento y control, análisis… Había momentos en que parecía mejorar, luego decaía. Eran las fluctuaciones, normales en este tipo de procesos, hasta que se todo se precipitó.

José, abandonado en manos de Dios, entró en una fase terminal asumiendo con paz esos momentos en los que la puerta del abismo se abría ante él. Sus convicciones religiosas no se tambaleaban, pese a su dolor. Yacía, pero no derrumbado. Permanecía lúcido en su fe; su frágil condición no le quitaba la fortaleza del alma. Desde su debilidad, una energía inusitada le hacía estar atento en medio de su agonía. Siempre preguntaba por los suyos.

José fue un testimonio de hombre fuerte y de fe que no se rindió. Supo ser señor, abrazando su muerte con la certeza de que no era un final, sino una puerta que se abría para el encuentro definitivo con Aquel que había sido la razón de su existencia: Dios.

Siempre a su lado, Guillermina, esposa fiel, que lo acompañó hasta el último aliento, hizo más llevadero el doloroso trance. Ella fue bálsamo y dulzura para su corazón. Después de 40 años juntos, soñando, compartiendo, amando, fueron fecundos en sus vidas, tanto en el plano humano como espiritual. Cuando el amor es tan fuerte, ni la muerte puede truncar la historia amorosa.

El 6 de marzo ingresó en el hospital y ya no pudo salir. Entre gemidos, sin fuerzas para abrir los ojos, era muy consciente de que se iba. Se apagaba y palidecía, pero no dejaba de rezar. Se abandonó totalmente en Dios en sus últimas horas de agonía. Dócil y humilde, se preparaba para dar el gran salto de su vida, atravesando el abismo que lo separaba de la eternidad. La luz del cielo ya invadía su corazón. Poco a poco, rezando en compañía de Guillermina, ambos cogidos de la mano, dio un suave suspiro y falleció. Eran las diez y media de la noche en el Hospital de la Esperanza.

Estos días, Guillermina me decía que le costaba mucho asumir su ausencia, pero que de alguna manera lo sentía muy presente y vivo en ella. Como toda historia, tiene una parte aquí, en la tierra, y la otra continuará en el cielo. Porque el amor nunca muere: la aventura sigue en la eternidad, en un nuevo escenario, el paraíso.

Como nos recuerda san Juan, Jesús dice: No os dejaré solos, os llevaré conmigo. Qué paz saber que al final de nuestra vida habrá un encuentro, un abrazo, una mirada de Dios Padre que con antelación nos ha preparado un lugar para gozar siempre del remanso de su corazón.


Diego, Julita, José… empiezan un nuevo camino gozoso. Son esos buenos cristianos que van a proteger, cuidar e interceder por la comunidad que tanto han querido y que ha alimentado su fe. Pidámosles que rueguen por nosotros para que la parroquia de San Félix sea cada vez más un cielo en la tierra, donde la caridad sea nuestra razón de ser.