domingo, 29 de junio de 2014

El tesoro de un pobre

El Cristo que no se quemó

Lo conocí un verano. Fue un tiempo en que se produjeron muchos incendios por toda la Península. Montañas y bosques enteros quedaron arrasados por los fuegos que dejaron desnudos y desolados muchos paisajes.

Él era carpintero, un gran artesano, activo y trabajador, apasionado por su oficio. De manos fuertes, erosionadas por el trabajo, la alegría formaba parte de su talante natural. Era un hombre enamorado de la vida. Recuerdo que una noche calurosa de verano me explicó una curiosa historia.

Una vez, siendo niño, su padre le regaló un crucifijo de madera que guardaba como una auténtica reliquia. Cuando fue adolescente, el padre le contó la historia de esa cruz. Había quedado intacta después de haber sido metida en un horno. El intenso fuego del horno tenía que haber reducido a cenizas aquella cruz de madera, pero no fue así. El padre quedó tan impactado ante el hecho que no se lo podía creer. Lo sacó, lo limpió, lo barnizó y lo guardó durante mucho tiempo, hasta que se lo regaló a su hijo y le explicó la historia. Como creyente que era, él colgó la cruz en una pared. Pero, además, la llevaba prendida en su corazón.

Sus ojos se humedecieron mientras me hablaba, lleno de emoción. Estaba revelando su secreto a un padre, un hombre en cuyo horizonte siempre está la cruz, como gesto sublime de donación a los demás.
Aquella noche recé con fervor ante el crucifijo de mi parroquia. Le dije a Jesús que ni el abismo, ni la noche, ni la muerte, ni el dolor, podrán impedir que la cruz sobreviva al horno del pecado. La cruz inicia una vida nueva, libre del fuego del orgullo humano, que nos lleva a unirnos para siempre en el fuego vivificante de Dios. La cruz no solo no lo mató, sino que hoy sigue colgando del pecho de millones de personas que esperan en él.

Así empezó mi amistad con Antonio, un hombre de piedad muy sencilla, pero con una bondad enorme. Nuestras vidas se cruzaron hace casi quince años. Desde entonces, se ocupó de la carpintería y los apaños de mi anterior parroquia. Fuimos mejorando y ampliando el equipamiento parroquial: atriles, mesas, ventanas, puertas… Era mi san José, siempre atento, disponible, servicial.

Una mirada en la madrugada

Otra historia que me explicó Antonio fue algo que le sucedió siendo niño. Iba con su padre, de madrugada, a buscar cartones por las calles de Barcelona. Era una noche de invierno y el aire cortaba la piel. Pero aquel día tenían que comer, y ni la soledad ni el frío los detenían. De pronto, el niño vio a alguien que se asomaba a una portería. Se giró y se quedó absorto mirando a una bella mujer que también se protegía del frío. Sus ojos brillaban y le dirigió una cálida sonrisa que le iluminó el alma. Era la mirada tierna de una madre hacia su hijo. En aquel momento, pese al desconcierto, le invadió un profundo bienestar. Quiso avisar a su padre para que la viera, pero al volverse de nuevo ya no la encontró en el portal, había desaparecido. Abrumado, se quedó preguntándose qué había pasado. No la olvidó jamás, y me dijo que era como si la Virgen María, bella e iluminada, se le hubiera aparecido para darle ánimos en aquella madrugada gélida.

La cruz sacada del fuego y la mirada dulce en la noche marcaron toda su vida. La última vez que hablé con él me dijo que seguía conservando la cruz, y que significaba todo lo que le había pasado.

La pobreza digna

De joven tuvo que marchar de casa para labrarse un futuro. Se desligó mucho de sus padres y emprendió una vida azarosa sin un rumbo determinado. Su objetivo era trabajar mucho para ganar dinero y luego poder disfrutar los fines de semana, apurando hasta la extenuación la búsqueda de placer. Se casó, tuvo varios hijos y profesionalmente llegó a ser un buen carpintero, al que no faltaba trabajo ni ingresos. Pero poco a poco la frivolidad y el alcohol lo arrastraron y su vida se fue derrumbando. Abandonó su hogar. Cuando el trabajo comenzó a escasear y se hizo mayor, empezó a vivir precariamente y cayó en la indigencia más absoluta. Cuando lo conocí vivía como okupa en una chabola de Badalona. Su única compañía era un perro ciego al que cuidaba. Dormía a su lado, en su tosca cama, un viejo somier desvencijado. Cuando me llevó a su casa, me dio un vuelco el corazón. Él me decía: este es mi palacio, y me contaba lo bien que se encontraba en aquel cuartucho de apenas doce metros cuadrados donde cocinaba, dormía y se lavaba. Me ofreció, abriendo su pequeña nevera, un poco de cocido de verduras que se había hecho con legumbres del tiempo y unos huesos de jamón. El hombre era feliz, en compañía de su perro, y compartía conmigo lo poco que tenía. Me miraba, con los mismos ojos brillantes de aquel niño que, una noche fría de invierno, contempló a la mujer luminosa en la portería; los mismos del adolescente que años después recibiría de su padre un crucifijo que no se quemó en un horno; los que ahora, con ternura, miraban al viejo perro. No pude evitar unas lágrimas cuando vi cómo lo acariciaba. Él hacía de lazarillo del animal que lo acompañó hasta su muerte. Cuando el perro murió, lo cargó a la espalda para darle digna sepultura en las montañas que rodean Badalona. Hizo una cruz de madera y la puso sobre la tumba del perro.

Me dije, Dios mío, cuánta dignidad hay, a pesar de todo, en esta persona. Aquella noche la pasé sin dormir. Dios me había permitido ver que la pobreza, con toda su crudeza, es igual de digna cuando hay un corazón bueno.

Una cruz, una aparición, un perro ciego y un anciano: forman parte de la historia de un hombre que llegué a querer con toda mi alma. No tenía nada, pero tenía una bondad y una generosidad rayando el derroche. De lo que le daba por sus trabajos, buena parte se la gastaba en regalos para sus hijos y amigos. Cuando le pedí algunos encargos, él dijo que a partir de entonces sus manos trabajarían para el Señor. Con sus pocas herramientas hacía maravillas y siempre se mostraba feliz, porque en su desolada vejez había encontrado la paz haciéndose útil en una parroquia.

Esta es una de las más bellas perlas que conservo de mi época de Badalona: un corazón que, no teniendo nada, amaba la vida y hacía el bien, compartiendo no tanto lo que tenía como lo que sentía.

Pierdo a un amigo

Murió la noche de San Juan en un hospital de Badalona. Su hijo Jordi me llamó al día siguiente para decirme que su padre había fallecido y que supiera que me apreciaba mucho. La noticia me golpeó. Desde hace un año le habían diagnosticado un cáncer de páncreas y, estando enfermo, todavía vino a verme algunas veces a mi nueva parroquia. Su enfermedad ya estaba haciendo estragos en su cuerpo y en su rostro. Se volvía lento y en los últimos tiempos pasó largos periodos en el hospital, donde lo mantenían con tratamientos que tan solo alargaron su agonía. La última vez que lo vi había perdido mucho. Su rostro vaticinaba ya el desenlace final. Hace cuatro semanas lo llamé al hospital. Quería ir a visitarle un día y darle un último abrazo. Pero no pudo ser. Aquel día se despidió con un enorme afecto.

Cerró sus ojos en una noche festiva, él que era tan amante de las fiestas. Subió al cielo, para celebrar una verbena eterna junto a Dios.

Ante la llamada del hijo enmudecí, con un nudo en la garganta. Sentí que un gran amigo se me había muerto sin que pudiera darle un abrazo. Lo sentí con toda mi alma.

Con las manos de su corazón había creado una obra de artesanía mucho mayor que con la madera: una amistad que iba más allá de todos los límites. Como un cuadro policromado, pintado con el alma, así era nuestra amistad. En el cielo nos veremos bajo el misterio de aquella mirada al descubierto, en completa compañía. Se le acabó la soledad. De su chabola saltó al paraíso para vivir en la eterna luz del corazón de Dios. Aunque aparentemente distante, estaba ya muy cerca de él. Me hizo descubrir como nadie que Dios está entre los pobres; vi el rostro de Dios en él, que todo lo había perdido menos la dignidad. Fue una experiencia dura y bella que Dios me regaló. A él le agradezco que me permitiera acercarme al misterio de la cueva de Belén: el misterio de un Dios que renuncia a su fuerza todopoderosa para hacerse pobre y mendigar nuestro amor. Se hace indigente para que le abracemos. ¡Qué misterio tan grande! Para comprenderlo es necesario pasar de la teología intelectual a la teología vital; del conocimiento a la vivencia personal, del saber al reconocer y estrechar la mano de Dios en la historia personal del ser humano.

domingo, 1 de junio de 2014

Bajo la morera

Antes de ir a dormir paseo por el patio, respiro y medito, dando gracias a Dios por el día. La brisa es suave, los colores se apagan. Los rayos de luna que atraviesan las nubes bañan el recinto de una suave luz, gris y plateada. El patio adquiere una belleza mágica, como de lugar encantado.

Estoy bajo la morera, el árbol custodio de la capilla de la Virgen de Chestojova. Sus ramas se multiplican, dando un cálido bienestar bajo la generosa sombra. Allí está, las veinticuatro horas del día, embelleciendo el patio, protegiéndonos del sol con sus hojas, firme en el suelo con su robusto tronco bien enraizado, sólido, fiel. Buscamos su sombra en las horas de sol, nos reunimos a su alrededor, rezamos, charlamos. El perfume de sus hojas hace de ese lugar un trocito de cielo en medio del patio. Muchas veces se convierte en cobijo para el calor del día. Su tupido follaje refresca y respirar bajo su sombra ensancha los pulmones y el alma.

Cada noche me gusta sentirla cerca. Es un trozo de bosque en medio de la ciudad. Los árboles dan vida a las ciudades, y también a este patio, remanso de paz que tantos buscamos durante el día. Cuántas personas, cuántas palabras, cuántos sueños, cuántos proyectos escucha la morera. Es testigo de una aventura amorosa de Dios con el hombre: la historia de una parroquia de barrio, con su pasado y sus vaivenes, y con un presente abierto al futuro, con enorme ilusión.

La contemplo en las diferentes estaciones. En mayo estalla de alegría con el verdor intenso de sus hojas. En verano, el color pierde intensidad, pero no el frescor de su sombra, que tanto buscamos. En otoño empiezan a amarillear las hojas, pero sigue cautivando con su vestido ocre que se vuelve dorado. En invierno queda totalmente desnuda. El corazón se estremece al contemplar el tronco y las ramas erectas, que se alargan hacia el cielo despojadas de sus hojas.

Le pido al jardinero que la pode con delicadeza. Es un hombre a quien le gustan las plantas, los árboles, la naturaleza. Lo hace con mimo. Contemplo cada corte de sierra. El árbol queda como desvalido, mutilado sin sus ramas. Parece que se muere, como si se le secara el corazón. Pero no está muerto, sino que duerme. La fuerza la tiene adentro. La savia, aunque lenta, sigue latiendo bajo su corteza, en ese tronco aparentemente seco. Soportará el frío invierno y sus raíces fuertes esperarán la próxima primavera para hacer brotar nuevos tallos y hojas. En abril, como un chiquillo que se despierta, volverá a estar viva y estallará con su máximo esplendor.


Hoy, esta noche, abrazo a la hermana morera, que tanta vida y tanto frescor me ofrece en mi lucha diaria. Ella contribuye a hacer de este patio una antesala del cielo. Con su silencio, también ayuda a acercar a Dios a quienes lo buscan. Su sombra es un espacio de encuentro del hombre con Dios.