domingo, 31 de agosto de 2014

A la conquista del viento

Estos días he tenido la oportunidad de pasar un tiempo de calma y de reflexión para poder organizar el nuevo curso, que se inicia en septiembre. Han sido unos días de sosiego y descanso, en medio de la naturaleza, saboreando cada instante. Largas caminatas por senderos de montaña y bellos parajes me han hecho ser más consciente del regalo de existir.

Contemplando montes, valles, bosques y pantanos, redescubro la vinculación del hombre con la naturaleza. Por las noches, el cielo salpicado de estrellas se convierte en un festín de luz. Caminar bajo miles de luceros suspendidos de la bóveda del cielo hace de la noche un momento inolvidable. Pensar que son cúmulos de gases incandescentes, a miles de años luz, sobrecoge y asombra. Allí estaba yo, diminuto ser ante la grandeza del cosmos, viendo y sintiendo cómo la alfombra luminosa del cielo me envolvía en un éxtasis silencioso.

En el campo, el día, la tarde y la noche se alternan en un ritmo lleno de belleza. Por la mañana se respira la suavidad del amanecer y el frescor del aire fragante. Los primeros rayos de sol acarician la cresta de las montañas, con su beso matinal que cubre de oro las plantas y resplandece en las gotas de rocío. El sol y la roca inician la aventura de un nuevo día. Más tarde, la luz inunda los valles y los bosques, jugando entre las ramas. La exuberancia de las plantas adquiere mil tonalidades de verde formando una sinfonía multicolor con el ocre de los campos segados, el gris de las peñas y el rojo de las bayas que maduran en los arbustos. En medio de esta explosión de vida, siento el aliento de Dios sobre su creación: todo está lleno de su Espíritu.

Un día fui a caminar por la vall d’Àger, recorriendo la falda del Montsec. De pronto, aparecieron en el cielo decenas de parapentes ascendiendo hacia las nubes. Como una bandada de gaviotas, se dejaban llevar por las corrientes de aire, girando y evolucionando en las alturas. Bajo las lonas de colores, hombres y mujeres se atrevían a conquistar el cielo, cabalgando a lomos del viento. Admiré su valor y la inteligencia humana, capaz de ingeniar medios para jugar en el cielo, desafiando la gravedad. Volando como pájaros dominan las corrientes aéreas, deslizándose con suavidad sin motor ni otra fuerza que la del mismo viento. Valentía, sagacidad y creatividad son los ingredientes necesarios para lograr cualquier hazaña. Sumados al compañerismo y al conocimiento adecuado, hacen posible que el hombre llegue hasta los límites de su libertad, alcanzando sus sueños más audaces. Aún sin alas, el hombre puede volar gracias a su ingenio y su voluntad.

Sí, el hombre se siente llamado a surcar las alturas, pero también a explorar sus profundidades más íntimas. Le gusta cruzar los cielos, pero también necesita bucear en su corazón. Solo así podrá acercarse cada vez más al misterio de su existencia y superar los valles, cimas y abismos que se le resisten, porque participa de la inteligencia y la libertad de Dios. Está hecho a su imagen y semejanza.

En la vida hemos de aprender a asumir riesgos si queremos volar alto. Pero hasta que no se llegue a la cima el aprendizaje es importante. Hay que asumir los errores con humildad y saber levantarse cada vez que nos caemos, alejando el vértigo y el desánimo. Vencer el miedo al vacío pide silencio y un abandono profundo, a la vez que confianza y certeza. Hasta en los desafíos más arriesgados de la vida el viento del Espíritu nos impulsa. Él nos lleva a surcar la inmensidad del cielo y nos da la fuerza para seguir, para vencer el miedo y el cansancio. Dios nunca permitirá que nos precipitemos al vacío si nos apoyamos en él y tenemos fe. Él es el único Señor de los vientos y las tempestades, el Señor de todo lo creado. Y la gran aventura y meta del hombre es amar. Solo quienes emprenden este viaje serán libres para sobrevolar el cielo de su existencia.


Joaquín Iglesias - 29 agosto 2014

domingo, 24 de agosto de 2014

La solidez de un amor

Seguros, firmes, serenos, con pasos suaves, se acercan hacia el altar para renovar el sí que se dieron ante el Señor, hace 50 años.

La música de la marcha nupcial recuerda aquel primer sí que se dieron Pilar y Adolfo, un sí quizás tembloroso, pero firme. Un sí que la fuerza de su amor ha consolidado con el tiempo, aunque con la incerteza de un futuro que se abría ante ellos. Un sí que los llevó a desafiar toda clase de tormentas, un sí tan fuerte que superó el miedo al compromiso de por vida. Un sí que logró vencer al tiempo, la apatía, el cansancio y la desesperanza. Un sí que pronunciaron en un terreno sagrado, donde Dios se convertía en el gran aliado de su matrimonio.

Este ha sido el fundamento de su relación. 50 años más tarde, el brillo de sus ojos no se ha apagado y la sonrisa de Pilar sigue manando, como una fuente de aguas cristalinas. 50 años después se han convertido en auténticos guerreros del amor. Ni el calor asfixiante del verano ni el frío del invierno de su existencia, ni el fuego ni el hielo han derribado la fortaleza de su amor. El corazón de Pilar es rocío del amanecer, y el corazón de Adolfo es cálido como los rayos de sol en el ocaso. Serenidad, hondura, calma y pasión. Dos corazones latiendo al unísono mueven más energía que todo el universo.

50 años más tarde, en un día como hoy, fiesta de santa Rosa de Lima, ese amor sigue tan vivo como una rosa fresca y lozana. El tiempo ha dejado su huella en la piel, en los rostros, en algún que otro achaque. El deterioro físico aparece inevitablemente. Pero hoy, el sí de ellos es un sí rotundo, seguro, decidido. Sus voces suenan claras y firmes. Sus ojos son limpios, sus miradas dulces. La piel de su corazón no ha envejecido, por sus corazones no ha pasado el tiempo. Al dar ese sí, espontáneo y fresco, no solo es como si no hubiera pasado el tiempo, es como si ambos hubieran rejuvenecido. Cruzan miradas de complicidad, se sonríen.

En la comunión, Pilar alza la voz para cantar «Si me falta el amor, nada soy», el himno a la caridad de San Pablo. Sin el amor se apaga la luz, la vida envejece, la suave brisa da paso a una ráfaga de invierno flagelador. Solo el amor puede convertir una noche oscura en un día luminoso; un desierto árido en un vergel, el corazón de piedra en un corazón de carne, el abismo en claridad, una pesadilla en un canto gozoso, el abatimiento en libertad y alegría. Con la espontaneidad, que le salía del rostro y del corazón, Pilar miraba a su esposo con dulzura mientras cantaba. En aquellos momentos, se estaba convirtiendo en faro luminoso para toda la comunidad celebrante. La hondura y la solidez de dos esposos que han sabido permanecer juntos, fuertes como dos palmeras y flexibles como dos bambúes, que ni la sequía ni los vientos huracanados han podido tumbar. Sus corazones están elevados y enraizados en Dios.

Su familia ―hijos, hermanos, nietos―, sus amigos y la comunidad fuimos testigo de un amor impresionante. En la liturgia de la renovación el cielo se abrió, y el perfume de su nuevo sí, reafirmado con intensidad, dio un aire de trascendencia al templo. Porque en cada eucaristía Dios en Jesús nos está diciendo que sí. Se renueva un pacto, una alianza de Dios con cada uno de nosotros. La eucaristía es el signo más claro de su sí. Su muerte en cruz selló este sí y lo hizo estallar en la resurrección. Es tan grande su amor, que ni la muerte puede matar su proyecto.

El profetismo bíblico revela el amor de Dios hacia su pueblo en alegorías conyugales, como signo de fidelidad. ¡Qué experiencia y qué lección para todos! Pilar y Adolfo nos enseñan que Dios se vale del matrimonio para que nunca olvidemos que él es fiel a su comunidad, a su familia, y que la eucaristía es un memorial en el que se hace presente, de nuevo. La Iglesia es nuestro hogar; la eucaristía es su gesto sublime de amor.


Ojalá, Pilar y Adolfo, sigáis brillando. No dejéis que el fuego de vuestras antorchas se apague. Porque hoy, más que nunca, la Iglesia necesita faros luminosos que orienten a tantos corazones perdidos en el mar de su existencia. Y que seáis puerto de acogida de muchos que están sufriendo en la orilla de sus vidas. No os canséis, con vuestras manos firmes, de ayudar a salir del lodo de la desesperación a otras gentes que han perdido el rumbo. Toda vocación tiene como fundamento el amor. Gracias por dejarnos saborear la dulzura de vuestro amor.

viernes, 15 de agosto de 2014

El abrazo de la morera y la luna

En una silenciosa noche de agosto la luna, sin prisa, asciende sobre el mar, cruzando en su recorrido por encima de calles y plazas. Llega hasta los plataneros que custodian el campanario de la parroquia y se desliza entre las ramas. La luna está llena, resplandeciente, y el cielo empalidece, aterciopelado bajo la brillante luz. Entre la brisa suave de esta cálida noche pasa por encima de las copas de los árboles y se posa suavemente encima de la morera del patio.

Las hojas de la morera se perfilan sobre la faz de la luna. Es como si quisieran jugar. Emocionado, intento retener esos bellos y efímeros instantes, imposibles de plasmar en el cuadro más hermoso. Nunca había visto la morera tan iluminada, de noche. La luz  de la luna proyecta su sombra en el patio, moteando el gris del asfalto. Admirando tanta belleza, me pregunto por qué precisamente esta noche, vigilia de santa Clara, la morera y la luna se abrazan. Me quedo largo rato contemplando ese encuentro, ese diálogo silencioso que asciende desde la raíz del árbol frondoso hasta la altura inaccesible de la luna. Árbol y astro se entrelazan en la dulzura de una sorprendente amistad. El patio entero parece transfigurado, todo reluce bajo la claridad matizada del cielo.

Estremecido por tanta belleza, me voy a descansar. Desde la ventana, les deseo una feliz noche a estas dos amigas insólitas. Poco a poco la luna se desplaza para seguir su curso en el cielo; la morera continúa en su lugar. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que vuelvan a encontrarse? La brisa de la noche parece entonar una melodía, un canto de amistad entre el cielo y la tierra, un canto entre la naturaleza viva y la bóveda celeste, entre el creador y su creación, entre la belleza y el hombre que la contempla.
Esta noche, la luna es algo más que una esfera de roca y la morera más que un árbol erguido. Más allá de dar luz la una, y sombra la otra, más allá de orbitar por el cielo o de crecer siguiendo su impulso vital, luna y árbol resplandecen, como respirando una alegría profunda.

Me viene a la memoria mi niñez, cuando, en las noches de verano, me asomaba a la ventana de mi habitación, siempre fiel a mi cita con la luna, que contemplaba hasta quedarme dormido, mecido en su luz. Miro por última vez hacia el patio y siento que mi corazón late con ellas. Luna y morera, cielo y tierra, ser humano. Entre las criaturas nace una hermosa complicidad porque todo, firmamento, tierra y ser humano, está llamado por el creador a convivir armónicamente. Todas las criaturas somos polvo celeste insuflado por el Espíritu Santo, creadas con amor y por el amor divino. La belleza es imagen de Dios. Y Dios ha creado las cosas para que el hombre se enamore de la inagotable belleza del universo.