domingo, 30 de noviembre de 2014

Un cálido adiós a Paula

A sus 92 años, su corazón dejó de latir. Paula fue una superviviente que desafió retos difíciles en su vida. Ahora, abatida por la muerte, culmina su trayectoria dejándonos un enorme bagaje y experiencia.

Trabajadora incansable, se abrió camino en medio de un abismo que la rompió emocionalmente, su precoz viudedad. Venía de un pueblo extremeño, muy pobre, y se lanzó a la aventura de la gran ciudad. En Barcelona se sumergió como una pequeña mota anónima en el frenesí del laberinto urbano. Sin experiencia alguna, tuvo que sacar de sí el coraje de una madre que se esforzaba, en un medio hostil, por reconstruir su familia. No fue fácil para ella. Tuvo que dejar a sus hijos en Badajoz. Pero poco a poco, con su trabajo, fue dando estabilidad a la familia. Mujer atrevida, audaz y luchadora, de profesión cocinera, dirigió durante un tiempo la cocina de la clínica Teknon, centro sanitario referente en Barcelona. Corrían los años 60. Diez años después pudo realizar su sueño de reunir a todos sus hijos con ella en Barcelona.

Inició entonces otra aventura: fortalecer el frágil tejido familiar, algo que no fue sencillo y que supuso un profundo desgaste físico y emocional. Pero esta era Paula: nunca le faltó pasión, fuerza ni aliento. Exprimió la vida hasta el último segundo. De fuerte personalidad, no dejaba a nadie indiferente.

Ahora ya descansa en paz. Cuando la vi yaciendo en su cama, sin vida, quedé sobrecogido. La fuerza e intensidad que corrían por sus venas cuando vivían había desaparecido. Allí estaba, en aquella habitación del hospital, un cuerpo silencioso y yerto.

Hoy, contemplando el mar, veo las olas que barren la orilla, arrastrando la arena una tras otra. Miro hacia la inmensidad del horizonte y pienso que mi madre atisba ya otra frontera: la puerta de la eternidad.

Hoy, día 19 de noviembre, celebro la misa funeral en su memoria. Le pido a Dios que un día podamos reencontrarnos. Cuando decimos adiós a alguien siempre esperamos volverlo a ver. Los seres a quien amas de verdad nunca acaban de morir en el corazón. Ya no solo viven en el recuerdo: la fuerza del amor es poderosa y capaz de franquear el muro de la muerte. Por la providencia de Dios, que desde su infinita misericordia nos prepara una vida más allá.

Este es el sentido más genuino del misterio de la celebración eucarística: una misa es la celebración de la vida sobre la muerte. Cristo resucitado, pasando por su pasión, muerte y resurrección, es el centro de la eucaristía. Él nos ha abierto el camino de una nueva vida. Él abrirá las puertas del cielo a Paula. Hoy no celebramos su muerte, sino el paso de la muerte a la Vida con mayúsculas. Celebramos el triunfo de su combate terreno. Junto a Dios, ya disfruta de una existencia plena.

Con emoción contenida, presido la celebración. El altar es la antesala, el puente entre el cielo y la tierra. Mientras elevo a Cristo, en la consagración, siento muy cerca a mi madre y pido al Señor que acoja su alma. Le has dado una larga vida, 92 años, y ahora vuelve a ti. Ya está contigo para siempre.

El 5 de noviembre una lluvia plateada caía sobre las acacias. Hoy, 19 de noviembre, un perfume de eternidad asciende sobre el altar del banquete eucarístico.

Me siento arropado por la comunidad, por mis familiares y muchos amigos. Al final de la celebración se lee el escrito que dirigí a mi madre, Gotas de plata bajo las acacias. Un torrente de gratitud atraviesa mi corazón y ya no puedo contener el llanto. Pero las cálidas y bellas miradas de todos los que me rodean, sus lágrimas, sus abrazos al terminar la misa, me llenan de ternura y me hacen sentir la cercanía de mi comunidad, de mis amigos, y la fuerza hermosa de la Iglesia. Todos unidos, vibrando emocionados, podemos sentir la maravilla de un Dios cuyo único deseo es la felicidad de su criatura. Esta es la grandeza de la Iglesia de Cristo: caminar juntos, fraternalmente, hacia él, que nos lleva al gozo del Padre.

21 noviembre 2014 

domingo, 16 de noviembre de 2014

Una mirada hacia el infinito

Paseo por la Villa Olímpica. Las ráfagas de viento fresco azotan mi rostro. El día es muy claro y el aire que va anunciando la llegada del invierno está calmado. En el horizonte azul el cielo abraza la inmensidad del mar. Surge en mi mente el recuerdo de mis padres; mi pensamiento navega más allá del horizonte. El abismo del mar con el cielo me evoca el abrazo de mi padre a mi madre, ambos fundiéndose en la eternidad.

Cuando se casaron llegaron a ser una sola carne. Ahora serán una sola alma, transparente a los ojos de Dios. Mis recuerdos ensanchan el horizonte, mi mente se abre y me dejo llevar, no solo por el viento que me azota el rostro, sino por un soplo interior que me empuja hacia el infinito. Allí donde ya no puedo verlos, Dios corona sus vidas.

Unas vidas azarosas, intensas, apasionadas. Eran dos esposos que se amaban, se entregaron y quisieron eternizar su aventura. Joaquín se fue antes, en busca de nuevas oportunidades. Y misteriosamente, antes de partir hacia Sevilla, donde trabajaba, quiso prolongar unos días su estancia en el pueblo. Algo lo hizo demorarse, como si quisiera apurar los últimos abrazos con su esposa. Quizás algo en su interior lo advertía de su trágico destino. Unos días más tarde, un infarto le arrancó la vida, desplomándolo al suelo junto al puerto del Guadalquivir. Quedó tendido de espaldas, con la mirada hacia el cielo y la mano en un panecillo que guardaba en el bolsillo de su chaqueta.

Lejos de su esposa Paula, así quedaron truncados dos sueños: el del padre muerto y el de la madre que estaba gestando en su vientre otra vida. Con el corazón roto y sin aliento, la joven esposa afrontó el golpe que marcaría el resto de su vida. El brillo de sus ojos se apagó. Con cuatro hijos pequeños tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para luchar contra el desánimo y no rendirse. Él quedó yaciendo en tierra, con la mirada perdida en el cielo; ella tuvo que mirar hacia el frente para no eclipsar su futuro y el de sus hijos. Dos corazones dejaron de vibrar juntos. La soledad de la joven esposa y la ausencia de cariño aumentaron en ella el instinto de supervivencia. Y se abrió camino, pese al vacío vital que le hacía sentir su  enorme fragilidad.

En el cielo, tres hijos, fallecidos apenas recién nacidos, abrazaban a su padre, aquel hombre de tez morena y frente ancha, y de corazón todavía más grande, que pudo reencontrarse con sus bebés. La tristeza en la tierra se mezclaba con la alegría en el cielo; la angustia de la joven madre sola con el sosiego del joven padre que volvía a contemplar la belleza de sus hijos convertidos en ángeles.

Medio siglo más tarde, cuando la vida de ella se iba apagando lentamente, él, desde el cielo, iba preparando el encuentro definitivo. Durante sesenta años Paula vivió sin ver a su esposo amado, intentando olvidar a sus hijos perdidos. El día de su muerte, el fulgor del sol presagiaba algo nuevo: un momento largamente esperado. Por fin los dos esposos volverían a estar juntos. Esta vez, para siempre.

En mi corazón siempre he tenido una certeza: de manera misteriosa, sin saber cómo, mi padre ha ejercido su paternidad sin las limitaciones humanas ni las barreras del tiempo. Y ahora, cuando cierro los ojos para respirar, sé que los dos estarán juntos en el cielo y recogerán mis anhelos. Serán dos buenos intercesores ante Dios. Me ayudarán a colmar mis deseos de plenitud sacerdotal y protegerán a los hijos que quedamos aquí.

De vuelta a casa, dos rayos de sol atraviesan una espesa nube. Dos almas luminosas me saludan. El lenguaje de la belleza es el lenguaje de Dios. Con esa luz me dicen que están con él.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Gotas de plata sobre las acacias

Como cada mañana, el sol bañaba el patio, salpicado de hermosas flores que rompen la dureza del cemento. Entre la higuera, las macetas de margaritas y los helechos, el sol brillaba por encima de las acacias, iluminando el patio con un fulgor especial. Mientras estaba contemplando la maravilla de este jardín urbano recibí una llamada al móvil, comunicándome que mi madre acababa de morir.

En medio de la belleza exultante, la noticia oscureció mi corazón. Miré al cielo, compungido, buscando una respuesta al dolor de la muerte. Después de varios días grises e invernales, hoy lucía un sol matinal que irradiaba su calor con fuerza. Bajo las acacias recordé mi pasado, mi infancia y mi adolescencia, y me di cuenta de que ni todos los años transcurridos, con sus dificultades, ni la misma muerte podían romper los lazos tan profundos que me unen con mi familia, en especial con mi madre.

Con la mirada puesta en el pasado, recordé tantos momentos vividos con ella, algunos duros, exigentes, otros cálidos. Siempre con una lucha constante por reafirmar nuestros vínculos, pues el pasado configura la identidad personal. Ensimismado en el recuerdo, cuando salí de mi ensueño me percaté de que una capa de lluvia muy fina caía, en gotas plateadas, y bañaba mi rostro. Los rayos de sol atravesaban las gotas, resplandecientes como un nuevo rocío, y la frescura del agua empapaba mis manos. Llovía y hacía sol. El cielo me enviaba esa dulce lluvia para refrescar y embalsamar mi corazón dolorido. En el patio, las acacias reverdecían bajo la caricia del agua caída del cielo.

En aquel momento mi alma, mi mente y mi corazón fueron conscientes del regalo de mis padres: la existencia. He recibido este don inmenso por amor, y ni los defectos, ni los límites, ni los problemas son impedimento para que me dé cuenta de que sin los padres no sería, y que todo lo ocurrido, bueno y malo, ha sido causa necesaria para que yo naciera.

Abrazar la vida es abrazar los orígenes, el pasado, la historia y los acontecimientos que han hecho posible que seas lo que eres. Mirar con gratitud hacia atrás es la única manera de vivir el presente con plenitud y el futuro con esperanza. Vivir armonizado y reconciliado ayuda a afrontar todos los desafíos de la vida, por difíciles que sean, creando vínculos muy fuertes. Esta mañana, mirando al cielo entre las acacias me di cuenta de que los lazos son más poderosos de lo que creía. Cuando recibí la noticia empecé a sentir la ausencia de mi madre, como si algo muy arraigado se desprendiera de mí. Sentí el vacío en mi red emocional, el desgarro, la desconexión energética. En ese momento, una parte de mí se moría. Había muerto aquella que me había dado la vida.

Pero su mano protectora no se ha apartado del todo. Es a partir de ahora cuando puedo aprender a iniciar otro tipo de relación, que pese a la ausencia no es menos intensa. Es como si estuviera viva de otra manera.

Después de ese momento tan denso me desplacé en seguida al hospital donde había fallecido. En el trayecto mi imaginación seguía volando, surcando las profundidades del corazón humano y sus misterios, ahondando en sus pequeñeces y grandezas, entre los límites que nos hacen frágiles y el amor generoso que ensancha el corazón. Solo cuando llegas a la meta de la libertad orientada hacia los demás y hacia el amor es cuando reconoces, con humildad, el don maravilloso de la existencia. Aunque diminuto ante la grandiosidad del cosmos, el corazón humano posee más potencia que todo el universo.

Llegué a la habitación donde yacía mi madre. La encontré inmóvil, serena, envuelta en la sábana. Su cuerpo estaba presente pero el vacío me invadió. ¿Está, no está? Recé por su alma y mientras lo hacía sentí una reconexión, un diálogo interior fluyendo en mi mente. Pedí a Dios que abriera sus entrañas y que la acogiera en el banquete celestial. Que le abriera sus moradas para que pudiera reencontrarse con los suyos: su esposo Joaquín, sus hijitos fallecidos a edades muy tempranas, cuando la hambruna y la miseria azotaban los pueblos, durante la posguerra.  La abuela Araceli y la tita Carmen, dos pilares que aguantaron fuerte los reveses de la vida, dando estabilidad a la familia. El nieto, Raúl, que como un destello de luz brilló y se fue apagando en su adolescencia. Sus hermanos Manolo y José, auténticos supervivientes que sortearon toda clase de dificultades para superar la carencia y el sufrimiento y llegar a fundar una familia.

Volverás a respirar con ellos el aroma seco del trigo y la cebada, el olor rancio de la piel de oveja. Allí estarás, una invitada más, con el traje de fiesta en el ágape donde la alegría es eterna.

No más luchas, no más dolores ni soledad. Ahora solo te queda acurrucarte en los  brazos de un Dios Padre que solo quiere el disfrute y el gozo de sus criaturas. Antes de morir te agarrabas a las manos de José, tu yerno, como sintiendo vértigo de pasar al otro lado. No querías irte, no querías sentirte sola en el viaje hacia la otra orilla. Ese salto abismal te asustaba.

Pero en pocos segundos te fuiste. Tu cuerpo seguía allí, en la cama del hospital, pero tu alma cruzó el abismo para encontrarse con la luz, con el corazón ardiente de Dios.

Cuando te vi, muerta, ya estabas fuera de allí. Seguiste el itinerario que toda criatura ha de seguir, pasando muchas veces por intrincados laberintos hasta llegar al culmen, a la razón de su existencia, que no es la muerte sino el encuentro con Dios. Este es el final de todo hombre: el abrazo eterno con su Creador.

Antes de dormir salgo al patio. Una luna llena resplandece en el firmamento claro, sembrado de estrellas. El sol radiante de esta mañana, las gotas de plata cayendo sobre las acacias, la luna y las estrellas de noche… El cielo está de fiesta. 

sábado, 1 de noviembre de 2014

La muerte, un viaje a la eternidad

Celebramos el día los Fieles Difuntos y es inevitable pensar en aquellas personas que han marcado nuestra vida: abuelos, padres, hijos, amigos, personas que se convirtieron en referencia ética, religiosa y humana. En ellos reconocemos que la vida ha desplegado todas sus potencias. Han sido maestros, modelos, ejemplos que han modelado su alma hasta llegar a vivir de una manera plena y agradecida.

He tenido la suerte de haber encontrado, en mi vida, personas de una talla humana extraordinaria. Se convirtieron en entrenadores espirituales que me ayudaron a sacar lo mejor de mí; personas con enorme sensibilidad que lo dieron todo, un legado de valores más valioso que un cofre lleno de perlas, corazones vibrantes más preciosos que el oro. Una mente, un corazón y un alma armonizados valen más que todos los tesoros. Cuánto bien nos hacen las personas así.

Hoy podemos mirar la vida de frente, podemos soñar, tener experiencias, proyectos, incluso podemos permitirnos volar sin miedo hacia rumbos desconocidos gracias a que ellos se atrevieron a mirar la vida con pasión. La última razón que da sentido a la vida es haber llegado hasta el final amando, dejando que el amor sea el eje y el centro. Lo único que nos hace trascender de nuestras pequeñeces y aprender a amar es el otro, que te ayuda a descubrir que solo dando y viviendo para los demás uno puede crecer como persona.

Hoy es un día muy especial para tener un recuerdo agradecido hacia aquellas personas sin las que tu vida no sería la misma. Abrazar el pasado, los tuyos, con profunda paz, es la mejor manera de agradecer ese legado de humanidad y espiritualidad que has heredado de ellos.

Estoy a punto de irme a descansar, cierro los ojos e intento sentir la complicidad de sus miradas. El corazón late con más intensidad. Quisiera atravesar la oscuridad de mis párpados cerrados, ese muro que separa la barrera del otro lado, tan misterioso e inaccesible, pero tan cercano. Tan solo hay un velo finísimo, casi puedo sentir el aliento de esas personas. Estoy descansando y el sueño va arrastrándome a esa casi muerte. Todo se ralentiza: el corazón, la respiración, la realidad que se aleja… Cada noche es como un entrenamiento para el morir, ese momento que se acerca lentamente. Es un ejercicio para aprender a ir desconectando.

Es verdad que soñar indica que estamos vivos, pero aún y así estamos fuera de nuestro control. Es como si cada día nos fuéramos acostumbrando a ver cara a cara a la muerte, y podemos irla incorporando como algo natural a nuestras vidas. Nunca sabemos si vamos a despertarnos vivos. Solo Dios lo sabe.

Por eso, ¡qué importante es ir a dormir en paz, reconciliado, abandonado! Qué importante dar el último beso a la persona amada. Solo así el sueño será dulce y sereno, hasta mañana… o hasta la eternidad.

Cuánto miedo nos da la muerte. Nos asusta la enfermedad, vivir con incertidumbre el mañana, que el final poco a poco se vaya aproximando. Nos produce inquietud el cómo llegará: un ataque, un accidente, un largo sufrimiento que nos ha mantenido mucho tiempo yaciendo en cama, o quizás será una muerte inesperada y dulce, mientras descansamos en un sofá.

Todos deseamos una muerte plácida. Desearíamos evitar el sufrimiento. Pero podemos ver la muerte como un final del recorrido de la vida, en el cual nos transformamos; un cambio energético donde somos asumidos por una frecuencia amorosa; un salto cuántico a otra dimensión fuera del tiempo y del espacio, pues justamente la eternidad está fuera de estas dimensiones terrenas. Más allá de la física cuántica estamos hablando de entrar en el tiempo de Dios, que es atemporal y solo se puede entrar en el corazón de Dios cuando él, por su inmensa misericordia, nos resucita.

Resucitar es comenzar a vivir en cuerpo y alma en la eterna presencia de Dios. Se podría decir que participamos de la misma cualidad de Dios: nos volvemos atemporales y el espíritu ya regirá para siempre el cuerpo. El cielo es la máxima energía amorosa de Dios. Por eso no debemos sentir miedo: la muerte es un encuentro con la Luz, con la Vida en mayúsculas, la segunda parte de una aventura que culmina en brazos de Dios, donde el miedo, el dolor, la soledad, el sentimiento de fragilidad darán paso a un estado de gozo incesante.

El miedo se convertirá en alegría, el dolor en placer, la soledad en permanente compañía festiva y la fragilidad en plenitud y en bienestar. Del sentimiento de indigencia pasaremos a ser una criatura mimada y acariciada por las cálidas manos divinas. La muerte no es otra cosa que el reencuentro para siempre del hombre con Dios, es decir, el pasaje definitivo hacia la eternidad. No es la angustia de un camino hacia el abismo o la oscuridad, sino hacia la Paz definitiva. Ojalá aprendamos, cada noche, la sabia lección de dejarnos abrazar y mecer por una mano amorosa que entra en nuestro tiempo y espacio para velar nuestro sueño. Abrazar la muerte es abrazar cómo Dios nos ha hecho: hombres mortales. Así es como Dios ha querido crearnos. Pero nos ama tanto que, para seguir amándonos, nos ha dado una vida que es eterna.