domingo, 19 de julio de 2015

Cuando a la noche le cuesta amanecer

Cuántas noches nos ha costado conciliar el sueño. La noche se nos hace interminable, los segundos se convierten en minutos y los minutos en horas. Largas noches en las que parece que la oscuridad se ha tragado la luz. Pienso en tantas personas que temen pasar la noche en vela. Dan vueltas y más vueltas, buscando una posición cómoda, pero no acaban de encontrarla y poco a poco el tiempo se les hace insoportable. El motivo puede ser un dolor, una preocupación, una enfermedad o un duelo, un vacío existencial, miedo a la oscuridad, o unos hábitos nocturnos no corregidos. Querríamos que la noche pasara en un abrir y cerrar de ojos, veloz, para volver a ver la luz.

Pero más allá del aspecto patológico del insomnio me refiero a ese agotamiento en la carrera de la vida que sufren muchas personas. Hoy podríamos decir que nuestra sociedad está enferma por la excesiva aceleración que la lleva a vivir a un ritmo estresante y se apodera de su paz y su descanso. Ansiolíticos y tranquilizantes provocan un sueño artificial a miles de personas. Pero esto va debilitando el sistema inmune y el cuerpo enferma por falta de descanso y de reparación. Así se da la contradicción de que muchos toman un medicamento para dormir y luego otro para estar despiertos. Al final, acaban viviendo entre el frenesí y el sonambulismo.

Todo esto me hace reflexionar. Cuando las drogas tóxicas se hacen necesarias para vivir hay algo muy serio que hemos de plantearnos: desde los padres y madres hasta los maestros, psicólogos, médicos, la sanidad pública y las instituciones hemos de responder a los desafíos más acuciantes de la persona. Una sociedad enferma y anestesiada es una sociedad manipulable, y una sociedad manipulada pierde la razón de ser. Estamos ante el imperio de la farmacología y la fragilidad del ser humano, que busca compensar la pérdida de identidad con medios artificiales. Nos encontramos ante un fenómeno alarmante: el de una civilización de zombies teledirigidos que han perdido el norte en sus vidas. Metidos en un laberinto sin salida, la droga, el alcohol, los juegos y las adicciones a cierto tipo de relaciones revelan una huída hacia adelante. Nos encontramos ante un hombre fragmentado, roto, con un corazón vacío y una mirada apagada, con una identidad perdida y una vida que transcurre entre la náusea y la trágica noche que intenta esquivar para no afrontar su miseria. Puede haber una razón última para el insomnio: el miedo a afrontar la propia realidad, cómo pienso, cómo siento, cómo vivo, cómo asumo las contrariedades de la vida, cómo me posiciono ante mí mismo y ante los demás.

¿Acepto con serenidad los problemas y desafíos que se me presentan? No dormir ni descansar desvela que tanto nuestro corazón como nuestro espíritu, nuestra energía y nuestra alma, están rotos. La presión y el dolor son tan hondos y graves que alertan al sistema nervioso y nos impiden el reposo. Cuando nos da vértigo enfrentarnos a los retos de cada día caemos en una crisis más honda que la falta de sueño. La crisis es no reconocer qué es estar sano y qué sentido tiene la vida. La oscuridad es temida por aquellos que no duermen. Las noches se les caen encima como una losa que oprime su corazón.

¿Cuál es el mejor ansiolítico? El antídoto ante una noche interminable es convertirla en un largo e intenso momento, en un viaje hacia el ser más profundo que hay en ti. Pregúntate con serenidad qué sentido tiene tu vida, hacia dónde vas. Mírate al espejo y coge con firmeza las riendas. Sé lúcido y convierte la noche en el preludio de un hermoso día. Así nunca más temerás al silencio y a la oscuridad. El recogimiento te invitará, con paz, a sacarle el jugo a la jornada y a reconciliarte contigo mismo y con los demás, perdonándote por los errores cometidos.

Aprender a gestionar tu propia realidad haciendo una tregua contigo mismo te ayudará a vivir la noche como una experiencia de crecimiento personal. Esta es la mejor medicina para inducir el sueño. Abraza tu realidad, solo así dormirás abandonado y en paz.

domingo, 5 de julio de 2015

Cuando la enfermedad se convierte en tiranía

Somos frágiles


Sabemos que la fragilidad es inherente a la persona. Nuestra naturaleza es limitada y como tal estamos sometidos a una tensión constante entre la salud y la enfermedad. Desde un punto de vista médico la enfermedad revela una situación de desequilibrio de nuestras constantes vitales. Este desajuste puede ser causado por lo que pensamos, sentimos, vivimos, comemos… y sobre todo por cómo nos relacionamos. Aunque no hay que negar la importancia de la genética y el entorno familiar, en la enfermedad es decisiva la capacidad de gestionar los conflictos y digerir nuestras contradicciones internas.

Un problema emocional se puede somatizar y convertir en un grave trastorno orgánico, hasta invalidarnos para las tareas cotidianas. Hemos de distinguir una enfermedad sobrevenida, como un accidente, una lesión vascular o una infección, en principio ajenas a uno mismo. Pero una experiencia mal vivida puede afectar al sistema inmunitario, debilitar el cuerpo y producir una enfermedad que afecte al funcionamiento de los órganos.  La neurociencia está revelando la íntima relación entre nuestras emociones y las patologías del cuerpo. El cómo afrontamos dichas enfermedades puede ser decisivo para nuestra mejoría.

La enfermedad puede ser una gran lección para crecer o una oportunidad para sacar partido del sufrimiento.

Oportunidad o victimismo


A lo largo de mis años como sacerdote he tenido la ocasión de conocer a muchas personas y he aprendido a discernir con cuidado. Cuando la enfermedad te paraliza puede convertirse en un revulsivo excelente que sirve para plantearse el sentido de la vida. Pero también puede ocurrir al revés: hay quienes han encontrado en ella la gran excusa para no afrontar la realidad cara a cara.

En estos casos, el enfermo saca rédito de su dolencia, generando simpatía y solidaridad a su alrededor. Su condición se agrava y se complica hasta llegar a situaciones dolorosas y absurdas. Lo peor es cuando estas personas hacen de la enfermedad un espacio de confort. Se vuelven dependientes y utilizan todas sus armas para convertirse en el centro del mundo y reclamar la atención y la compasión de quienes les rodean. Acaban rindiéndose culto a sí mismos y obligan a los demás a estar pendientes de ellos: son diosecitos necesitados ante los que hay que hacer reverencia.

Los enfermos que hacen de su dolencia un modus vivendi atrapan a mucha gente abusando de su bondad. Emplean el chantaje emocional apelando a su soledad, llegando incluso a insinuar el suicidio ante una situación desesperada y precaria. Elaboran un discurso amenazador para que los demás estén por ellos. Cuando la enfermedad adquiere estas dimensiones es un signo de alerta: lo emocional se transforma en patológico, y de lo patológico se pasa a lo psiquiátrico. Cuánta gente vive atrapada en estas situaciones. No viven a gusto, y tampoco dejan vivir a los que están cerca.

A menudo nos encontramos con conocidos enfermos que, cuando les preguntamos cómo están, responden que cada vez peor. ¿Por qué están peor? ¿Qué hacen? ¿Cómo sienten? ¿Qué piensan? ¿Cómo se relacionan con los demás? ¿A quién le echan la culpa de sus males?

Nos cuesta reconocer que solo en nosotros está la decisión de estar bien o mal. Lo que es insensato es hacer culpable al resto del mundo de nuestra situación. ¡Cuánta humildad y gratitud nos falta! Creemos que somos el ombligo del mundo. Cuántos enfermos se han convertido en vampiros agarrados a la yugular de sus familiares.

Miedo a amar, miedo a vivir


¿Y si en el fondo hay en ellos un temor a la aceptación, un miedo a ser humildes y encajar su propia realidad? ¿Y si el problema más profundo es una incapacidad para amar y dejarse amar? Más allá de lo que pensamos y somos hemos de aprender a dar y a darnos. ¿Nos da vértigo tomarnos en serio la aventura del amor? Porque amar nos pide descentrarnos de nosotros mismos, purificar nuestras intenciones, alcanzar madurez y llegar a la entrega total e incondicional al otro, olvidándose de uno mismo. El ser humano está enfermo de amor  y cuando el amor le falta se rompe y se automutila, haciéndose pasto de todo tipo de enfermedades. Solo el amor puede llegar a transformar nuestro propio ADN, modificando nuestras redes neuronales y despertando la capacidad de autoregeneración de nuestro cuerpo.

Cuando la persona se pone a modo de amor y de gozo se desencadena una fiesta para las neuronas y todos los procesos químicos del cuerpo se ponen en marcha para producir bienestar, sosiego y recuperación. El cerebro que ama segrega neurotransmisores que nos hacen sentir alegría y calma, y nuestra salud mejora.

Uno es responsable y libre para decidir ser dueño de su vida o dejarse arrastrar hasta el precipicio. Jugar con la enfermedad denota, en el fondo, un terrible vacío interior. Negarse a ver ese abismo se convierte en una huida hacia adelante. Estos enfermos no se dan cuenta de que toda enfermedad, psicológica o física, puede llegar a superarse si uno, con valentía, sabe ponerse delante del toro. El gesto de levantarse y encarar la vida ya despierta los recursos suficientes para empezar a resolver el problema. Cuando uno se desinstala y sabe afrontar el miedo está dando el primer paso para cambiar. Si cuenta con amigos y familiares, personas que pueden ayudarle de verdad a salir de su pozo, comenzará a vivir la vida con más serenidad y armonía.

Atrévete a elegir la vida


Eliges sobrevolar sin miedo la tormenta o hundirte en tus propias arenas movedizas. Eliges el desafío de la libertad o el miedo paralizante. Eliges la valentía de lo desconocido o el aburrimiento de la rutina cotidiana. Eliges mirarte al espejo cada mañana y dibujar sobre él la hazaña de tu día o te rindes antes de luchar bajo la sombra de fantasmas virtuales. Eliges aceptar el sufrimiento que conlleva el amor o anestesiarte porque te da pánico respirar y entregarte. Eliges la inseguridad de un futuro mejor o la seguridad de un presente trivial. Finalmente, eliges amar o no amar. Si eliges amar vivirás con plenitud, aunque no te libres de contradicciones ni problemas. Si eliges no amar y encerrarte en tu cómoda celda la sombra irá oscureciendo tu corazón hasta enfermar tu alma y tu cuerpo.

Entre tu consciencia y tu yo completo hay mucha más distancia de lo que crees. Atrévete a surcar ese océano interior que te llevará al gran tesoro de tu corazón. Será entonces cuando la enfermedad no te postrará sino que encontrarás en ella una gran oportunidad para maravillarte de la grandeza de tu ser.

Cuánto oro se puede sacar de nuestras limitaciones. Podemos decir que hay “enfermos sanos”, porque lo físico y lo psicológico no han afectado a su alma ni a su vida espiritual. Es entonces cuando los ciegos verán, los sordos oirán y los cojos caminarán; los esclavos serán libres. Nada nos hará caer si sabemos que hay una fuerza más allá de nosotros mismos, que nos sostiene y nos anima. Atrévete a elegir la vida.