domingo, 27 de septiembre de 2015

El poder sanador del perdón

Un camino sin rumbo


Estamos ante un boom de terapias alternativas que se proponen como solución de muchas patologías y trastornos. Algunas son muy serias y realmente pueden ayudar a resolver ciertos problemas. Pero también constato que un número creciente de personas van probando una terapia tras otra sin resultados.

Hoy, aparte de las disciplinas médicas convencionales, están surgiendo nuevas metodologías y planteos más allá de los fármacos y la tecnología. Lo fundamental para la mejora real del paciente pasa por el médico o el terapeuta: que realmente tenga tiempo suficiente y capacidad de escucharle, y así, juntos, puedan descubrir el camino hacia la sanación y la recuperación de la salud integral.

Pero más allá de la proliferación de técnicas y tratamientos, tanto convencionales como alternativos, la recuperación de la salud pasa por algo que está condicionando el mismo ADN de las personas. Son muchas las causas que generan patologías. Estas pueden tener su origen en la infancia, en experiencias nocivas, en patrones de comportamiento que se somatizan en forma dolencias físicas y psicológicas, en algunos casos psiquiátricas. Me atrevo a afirmar con rotundidad que nadie está al margen de los condicionamientos educativos que han podido marcar con su rigidez a la persona. Nadie es inmune al impacto de su entorno familiar y social, y de un pasado donde se han generado profundos agujeros existenciales. Somos fruto de una historia, de una familia, de unos errores y unos aciertos que han afectado a nuestra trayectoria, creando una personalidad concreta con sus límites y su grandeza. Somos lo que somos porque en nuestra vida ha convergido una serie de hechos que han posibilitado nuestra biografía, llena de luces y de oscuridad. Aunque no tengamos culpa de lo ocurrido anteriormente, todo ello ha configurado nuestra existencia.

Si estamos siempre pensando qué seríamos si nuestro pasado hubiera sido diferente caeremos en una constante queja, en un descontento de ser quienes somos porque no nos gustamos.

Y damos vueltas y vueltas sobre nosotros mismos, sin resolver el problema de identidad que nos aqueja. Buscamos miles de terapias sin conseguir la sanación. Nos arrastramos por el tobogán del victimismo y nuestra vida languidece, mientras intentamos inútilmente cambiar lo que es imposible cambiar: el origen de nuestra historia.

El vacío se va apoderando de nosotros y llegamos a olvidar el sentido de la vida. Vivimos como sonámbulos, sometidos a la tiranía de los cambios emocionales. Nos pesa vivir: nos pesan los demás, nos pesa el trabajo, la familia, hasta los amigos. Nos arrastramos por la vida sin una meta que nos haga levantarnos cada mañana con ánimo. Las noches se convierten en batallas interiores contra el sueño. Vamos sin rumbo de un lugar a otro, sobreviviendo, huyendo sin llegar a ninguna parte.

¿Dónde se encuentra la solución a esta patología del ser?

No la encontraremos en el médico o en el terapeuta, tampoco en una receta, una dieta o una terapia alternativa. La solución a este tipo de problemas no está fuera sino dentro de uno mismo.

El perdón sanador


En nuestro interior poseemos las herramientas necesarias. Con la ayuda adecuada podemos iniciar un proceso de autocuración. Para llegar hasta aquí hay que tener tres cosas claras: tenacidad, humildad y valentía. Son necesarias para aceptar y abrazar con realismo el pasado, por muy oscuro que sea, y lanzar una mirada serena a nuestra historia sin buscar culpables, sin juicios, hasta llegar al perdón.

Por muy herido que estés, por mucho daño que hayas recibido, hay algo mayor que ese dolor y ese mal: es el perdón. El perdón siempre puede más si lo das con todas tus fuerzas y tu intención.

Cuando perdones de corazón tendrás paz. Solo así, aunque esto no cambie las circunstancias externas, una calma desconocida invadirá tu interior. El pasado ya no pesará tanto. Las lagunas serán solo una marca de tus luchas: las cicatrices de tu psique. No te impedirán vivir la vida con nuevos aires de libertad.

El poder sanador del perdón ayuda a deshacerte de los monstruos interiores y a pactar una tregua contigo mismo, liberándote de los sentimientos de culpa. El perdón te ayuda a llegar al núcleo del problema: aceptar con humildad tu propia indigencia y ser capaz de perdonarte a ti mismo y a los demás. Y esto implica desengancharte del resentimiento, de la tristeza y la culpa.

Llegaremos a la auténtica libertad cuando seamos capaces de dejar la esclavitud del pasado. Lo único que tiene la capacidad de sellar toda hemorragia psíquica es el perdón. Es lo único que nos restaura, desde las vísceras hasta el alma. El perdón tiene un efecto terapéutico de gran alcance. ¿Tendremos la osadía de renunciar al victimismo complaciente o preferimos rascarnos las heridas hasta convertirlas en una pupa gigante? ¿Viviremos centrados en nuestras llagas o preferimos aceptar el reto de la vida? Si lo hacemos así, convertiremos las cicatrices en laureles de triunfo, porque habremos ganado el auténtico combate: salir de uno mismo y darnos cuenta de que hay vida ahí afuera. Habremos ganado la peor guerra y el fulgor de la victoria asomará con fuerza en nuestra mirada.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Una estrella que se apaga

Una muerte inesperada


El 7 de septiembre a las seis de la tarde recibí la noticia. Un amigo muy querido, Pepe Poyatos, a quien tanta estima tenía, había fallecido. El corazón me dio un vuelco al escuchar la noticia. Me la comunicó otro amigo, directa, clara y contundente, con un tono que expresaba su honda tristeza, su dolor y su aprecio, mezclados con una rebeldía solapada. ¿Por qué esta muerte tan inesperada?

Incapaz de digerirlo, quise saber cómo había sido, en un inútil intento de comprender las razones del trágico suceso. Cuando colgué el teléfono no lo podía creer. Pepe solo tenía 47 años. Mirando al cielo, me pregunté por qué una vida tan bella quedó segada de esta manera, tan súbita. Necesité varios minutos para serenarme.

Salí al patio y me senté en un banco, intentando asimilar lo que había escuchado. Los recuerdos se amontonaron con mis lágrimas contenidas. Intenté poner en orden tantos encuentros, conversaciones, experiencias, largos paseos juntos… Lo sentí tan próximo que me hizo revivir los momentos más intensos de nuestros diálogos, aquellos en que tratábamos del tesoro más grande, la vida, y él me hablaba de sus inquietudes, alegrías y preocupaciones. Mientras conversaba sus ojos brillaban y su corazón ardía.

Pepe amaba la vida. Era un hombre inquieto, de aspecto tímido pero de trato afable, trabajador incansable y fiel.

Era sano, creativo, apasionado y a la vez reflexivo. Vivía volcado a su familia y a su trabajo, sin olvidar a sus amigos. Sencillo y humilde, pero luchador, ningún reto lo acobardaba. Profesor entregado con una gran capacidad educativa, sabía conectar con los jóvenes. Era exigente y comprensivo a la vez, y ayudaba a sus alumnos a crecer. Llegó a ser un pilar del colegio donde trabajaba.

Hombre con profundos anhelos, sus interrogantes revelaban una vida interior muy rica y densa. Buscaba respuestas a tantas cuestiones sobre la vida, el amor, la familia, el sufrimiento, la maldad, la trascendencia, Dios…

Totalmente comprometido, luchaba, y si caía se levantaba de nuevo. Amaba y soñaba, siempre con la mirada puesta en el horizonte; nunca se rendía pese a los reveses de la vida. Firme, con la cara muy alta, siempre tiraba hacia adelante, hiciera frío o calor, sintiéndose apoyado o solo en medio de la tormenta existencial. Allí estaba Pepe, un auténtico gladiador.

Curtido, sabía afrontar el combate de cada día. Si se sentía frágil, sacaba fuerzas de donde no las tenía. Pepe agarró la vida con tanta fuerza que la exprimió, sorbo a sorbo, quizás hasta la extenuación.

Pensando en esto, dos sensaciones embargaban mi corazón: la pena de haber perdido un amigo y la gratitud por esa hermosa amistad, por tantos momentos de paseos apacibles, momentos luminosos de compartir tantas cosas.

Sentí que una estrella se apagaba en el firmamento de la existencia, pero a la vez pensé que no podía apagarse y ya está. Lo auténtico nunca muere y, aunque el cielo se oscurezca por una tormenta, el sol sigue brillando por encima del agua y las nubes.

Sé que estás ahí


Escribo esto de noche. Salgo de nuevo al patio, buscando una nueva estrella en el cielo. Veo solo dos sobre el azul oscuro del firmamento. Una de ellas parece hacerme un guiño y me emociono. Pepe, sé que estás allí, en las alturas.

Sé que sigues brillando para todos aquellos que te quieren: Mónica, tus hijos Vicky y Guillem, tu madre… Tus amigos, tus compañeros. Sé que en mi duelo también me ayudarás, desde el cielo, y que después de esta breve oscuridad por tu pérdida volverás a brillar como siempre, ya no como una estrella, sino como un sol que no se apaga, porque participarás de la misma luz de Dios en la eternidad.

Iniciamos una nueva etapa de nuestra amistad: yo aquí, tú allá, velando por todos aquellos a quien amas. No te veré, pero sabré que estás ahí, ya trascendido, en el brillo de aquellos que han alcanzado la corona del Amor. 

Te pido, en esta noche, que cuides y protejas especialmente a Mónica, a Vicky, a Guillem, a tu madre y a tu hermana. Que les des paz y serenidad, para seguir afrontando la vida de cada día. Que sientan tu aliento, tu mirada y la caricia de tu dulzura, para que sepan que tú estás ahí, con ellos, y que tu amor, desde el más allá, les ayude a sobrellevar el vacío insoportable que les ha quedado con tu ausencia. Porque para ellos has sido el universo de sus vidas y hoy viven como si ese universo se les hubiera caído a los pies. El corazón te falló, pero ahora tienes un alma luminosa para dar luz y fortalecer a los tuyos.

Con mi afecto y gratitud, con mi amistad y con la complicidad de siempre, te recuerdo y sé que, silencioso y discreto, estás aquí.

En el tanatorio


Una vez llego al tanatorio, apresurado, sorteo a las gentes en busca de la sala donde se exponen los restos mortales de Pepe.

Llego y mi corazón vuelve a encogerse. Allí estás, yaciendo en el féretro. Me recibe tu madre, sollozando, y me acerco a la vitrina para darte mi último adiós. Las lágrimas de tu madre caen. Ha perdido a su hijo en la plenitud de su madurez.

Contengo mi emoción mientras contemplo a mi amigo. Un cristal en la penumbra y la muerte me separan de él. Su madre abraza la caja con fuerza, no quiere apartarse de él, no puede soportar verlo sin vida. Se aferra al cristal del féretro, sin comprender el por qué de esta tragedia. Yo la veo y siento su profundo dolor y la inmensa fuerza del amor de una madre. Su grito quiere atravesar la vitrina, como queriendo tocar, acariciar por última vez al hijo muerto. ¿Qué pasa por su mente en esos momentos? El niño que había tenido en brazos ahora va a ser enterrado, en la flor de su vida. El vínculo que los unía se ha roto. Qué duro debe ser para una madre ver morir a su hijo.

Voy a saludar a la familia y mi boca enmudece. Para mis adentros rezo por ellos.

Mi emoción aumenta cuando me acerco a la que fue su compañera en los últimos años: Mónica, que no deja de llorar desconsoladamente. La estrecho entre mis brazos sintiendo su fragilidad y su dolor. La miro a los ojos, que son un torrente de lágrimas, e intento consolarla mientras ella me aprieta con fuerza. Pepe le hablaba de mí, dice, y le comentaba mis escritos.

La veo bondadosa, con una mirada clara, aunque nublada por el llanto. Mi duelo se funde con el suyo en este abrazo: yo también he perdido un gran amigo. Siento en su delicadeza el vacío que la rompe por dentro, su necesidad de calor y de amor. La vida de su amado se ha evaporado. Pero tras el ocaso de su existencia su alma ha partido hacia un lugar nuevo donde ya nunca más sentirá el peso de sus limitaciones. En el más allá se unirá con Dios, la fuente de la existencia, que da sentido y esperanza a nuestras vidas.

Este Dios llenará de claridad nuestras sombras. No todo acaba en nuestra vida mortal. Esta es la primera parte de una historia que continúa tras la muerte. La bella historia de Dios con el hombre no tiene fin, porque con su resurrección nos hace eternos para seguir amándonos. Pepe, sin duda, vive para siempre en el corazón de Dios en espera del futuro encuentro con su amada y con los suyos. 

domingo, 13 de septiembre de 2015

Mirar desde el alma

El frenesí de una sociedad volcada al rendimiento, a la eficacia, a la productividad, nos impide detenernos para dar valor a los pequeños acontecimientos que cada día suceden a nuestro alrededor. Convertimos nuestra vida en un maratón y no saboreamos el valor de lo cotidiano. Como si fuéramos a bordo de un tren de alta velocidad, los ojos no pueden captar el instante y el cerebro no puede retener las imágenes del paisaje.

Las emociones estéticas surgen a partir de lo que entra por nuestros ojos. Tenemos dos puertas que conectan el cerebro con la creación, a fin que podamos admirarla y disfrutarla. Son la ventana del alma que nos permite saborear el tejido multicolor que baña la naturaleza. Nuestros ojos nos abren a la realidad. Ver es un regalo precioso: convierte las señales eléctricas en una imagen, a través de un complejo proceso neuronal que nos permite comunicarnos con el mundo exterior.

Pero los ojos, más allá del lenguaje verbal, también comunican de adentro hacia afuera y expresan emociones y sentimientos. Nuestros ojos no solo tienen la función de fotografiar la realidad; abren nuestro interior hacia ella y solo podemos hacerlo si detenemos la mirada para deleitarnos en aquello que estamos viendo.

Más allá de ver


Mirar va más allá de nuestras conexiones nerviosas. Una mirada que goza con lo que ve está saboreando el gusto de la vida. La mirada abre muchos horizontes, porque cuando se mira se capta otra textura más allá de lo orgánico: una mirada profunda ve el reverso de la realidad.

No nos damos cuenta de la cantidad de detalles que se nos escapan porque no tenemos el ojo acostumbrado a observar ni a contemplar.

De la misma manera que decimos que no es lo mismo oír que escuchar, también podemos decir que no es lo mismo ver que mirar. Podríamos comparar la visión global y superficial con la visión detallista y profunda: la mirada del observador científico y la del ingenio creativo; la mirada penetrante de un poeta, la de un pintor.

Un hermoso geranio en un balcón; unos amigos enfrascados en una conversación; un escaparate con un atractivo diseño que invita a entrar; dos patinadores que pasan rozándote… Son impactos visuales que percibes al ir despacio. Si al ver y al oír sumamos esta mirada profunda, aprenderemos a dar sentido y a saborear la vida.

Hay otras miradas, esas bellas miradas de complicidad que acompañan gestos dulces, abrazos llenos de pasión, sonrisas y silencios que dicen más que muchas palabras. Los ojos se llenan de emoción ante el susurro de un enamorado, la fragilidad de un abuelo que habla con dificultad, el vigor de un niño que corretea sin parar, la mirada de una pareja que se entrecruza… todo esto ensancha el corazón.

Dejemos que nuestros ojos desplieguen todas sus posibilidades. No seamos hipermétropes, viendo solo lo lejano y descuidando lo próximo. Tampoco seamos miopes, perdiendo de vista el horizonte y dejando que lo lejano se vuelva difuso. Nuestra potencialidad visual es inmensa. Nuestros ojos están formados de tejido cerebral, el mismo que forma las neuronas. Y, como afirman los neurocientíficos, el cerebro tiene una plasticidad enorme para adaptarse a la realidad. Sabiendo esto, podemos hacer que esta realidad que vemos quede enriquecida por una mirada más honda y consciente.

Cuando sabes mirar estás paladeando, gustando, asimilando la realidad. Y con tus ojos devuelves otro mensaje de respuesta. Mirar y que te miren es establecer una comunicación que llega hasta el alma.