domingo, 18 de octubre de 2015

Escuchar el silencio

El crepúsculo del día invita a cambiar de ritmo. La calma se desliza a medida que se hace de noche. El ruido poco a poco se va alejando en el ocaso de la jornada. Todo va adquiriendo otro cariz: la suavidad de la luz va penetrando en el corazón. Ya estás a punto de dejarte mecer por el silencio.

Una lucidez interior va dando valor y sentido a los acontecimientos del día. La melodía del silencio susurra en tu oído y se apodera de ti una claridad. Desde la soledad aprendes a descubrir que el silencio no es ausencia de ruido, sino un nuevo lenguaje que nos acerca al misterio de la realidad, más allá de sus aspectos físicos y emocionales. El silencio te acerca al sentido último de la existencia.

No hablo de un silencio absoluto y total, sino de un lenguaje que no necesita palabras ni sonidos, sino certezas interiores; hablo de una experiencia sobrenatural.

El silencio no es ausencia de comunicación: es sonido sin ruido que expresa lo inenarrable. Me atrevería a decir que el silencio es el lenguaje de Dios, y no hablo del lenguaje articulado, sino de una comunicación directa, de corazón a corazón. El lenguaje de Dios no pasa necesariamente por la mente, sino por el alma.

El silencio pide una actitud receptiva, que hace posible el vacío primigenio donde no existen ruidos. Es necesario apagar los ruidos de dentro para poder descubrir la omnipotencia de Dios haciéndose asequible. Su presencia es tan real como la noche, como el aire, como el oxígeno invisible que respiramos, como el calor del Sol, como la brisa que acaricia; tan real como mi propia existencia, como el beso de dos enamorados.

Solo desde el silencio se puede saborear el placer de la contemplación. Dios es una presencia suave y discreta, casi imperceptible, y solo puedes llegar a sintonizar con ella cuando lo buscas en soledad. Solo así, cara a cara con él, se puede iniciar un diálogo que tiene lugar en tu alma, en tu corazón, en tu mente. No necesitas los oídos para escucharlo, ni los ojos para verlo, ni el olfato para olerlo, ni el tacto para tocarlo.

Basta una fe atrevida que no necesita de la razón, una certeza vital que va más allá de toda lógica. No es una presencia física, es una certeza espiritual que se nos confiere por puro don revelado. Ahí está: no es una sombra tras un árbol. Es una luz imperceptible que atraviesa el alma sin pasar por los sentidos. Es una realidad viva que te invade, envolviéndote hasta fundirte con él. Se mete por los poros y empiezas a saborear la divinidad: Dios dentro de ti. No es que te conviertas en un dios; es que Dios se convierte en ti: te revistes de trascendencia y te haces uno con él.

El silencio nos ha fundido. Dios respira en el hombre: es un misterio que solo los místicos pueden entender. Es el abrazo del amado, hasta llegar al éxtasis.

Saber escuchar el silencio es cerrar las puertas del mundo y, en la soledad, aprender a descodificar ese silencio. Dios no para de comunicarse con el hombre ayudándole a descubrir su auténtica dimensión: una criatura de Dios llamada a la vocación contemplativa. Somos creados por amor para alabarle con otro tipo de liturgia, con otra melodía: la armonía del silencio. Con el aliento de Dios, nos convertimos en música de cielo. El perfume de la caridad será el aroma de santidad a la que todos estamos llamados.

Lánzate a la aventura milagrosa del silencio. Te ayudará a levantarte sobre ti mismo para ver mejor el rostro de Dios. Él siempre te está esperando, es fiel a su cita diaria.

Atrévete a saborear el misterio de Dios, su presencia es más dulce que la miel. Atrévete a buscar un rato, no importa cuándo, al amanecer o por la tarde, en el crepúsculo o de noche. Él siempre te espera. Aléjate de todo ruido, los de afuera y los de dentro. Deslízate por su corazón: sentirás algo bellísimo, un gozo incontenible y una felicidad con sabor a eternidad. Como decía Fray Marc, el monje guía del monasterio de Poblet, cada uno somos un monasterio precioso, rincón de silencio donde se alberga Dios.

domingo, 11 de octubre de 2015

Fragilidad cautivadora

El domingo pasado bauticé a Samari, una bebé gitana de dos meses, con rostro dulce y grandes ojos negros. Me sobrecogió contemplar la mirada tan viva en su carita; su vulnerabilidad despertó mi ternura y  percibí el instinto de supervivencia que animaba aquellos ojos. Sentí su fragilidad y la incertidumbre de su futuro. Samari se abre a la vida en un entorno familiar complejo, lleno de dificultades. ¿Qué será de ella? Su padre obtuvo un permiso para que lo dejaran salir de la prisión para estar con su hija en ese día. Es un muchacho de apenas dieciocho años. Cogía a su bebé, la miraba, jugaba con ella y la complicidad entre ambos me reveló un corazón lleno de ternura y delicadeza oculto en este joven que ha sido penado con la cárcel.  

Wabi-sabi, dicen los japoneses, para referirse a la belleza imperfecta. Esta sería la palabra para definir la escena, bella, insólita, donde el cariño del padre hacia su hija rompía los límites y las barreras sociales. Más allá de la carencia se adivinaba algo auténtico. Sin trabajo, sin dinero, sin libertad, a ese padre no le faltaba lo más necesario, la fuerza que, como un torrente, se abre paso incluso ante el abismo. El amor supera el presente roto, puede crecer y salvar todo obstáculo.

La madre, nerviosa, no dejaba de moverse, como si temblara ante la precariedad de su vida: sin recursos, sin apoyo, se encontraba con el reto de criar y amar a esa pequeña a la que quizás no podrá dar la estabilidad y la educación que necesita. Tal vez le venga grande tanta responsabilidad: su hija necesitará cuidado, salud, afecto…

Y allí estaban los tres, padre, madre, hija, ante la pila bautismal. Pese a las circunstancias adversas son un matrimonio, una familia. Y pese a la sensación de fragilidad, hay en ellos una fuerza poderosa. Mientras un fino hilo aguante esa relación, bastará para que la vida siga y se despliegue. Por eso, cuando me despedí de ellos, tuve una última certeza. Samari es hija de sus padres, pero también es hija del amor y de la Vida. Sobre todo, es hija de Dios. El cielo luminoso de la tarde brilló para ella en ese momento. A través de las fisuras existenciales, otra Luz iluminó el alma de sus padres.