Una cultura de héroes
Nuestra cultura valora y sobrevalora a aquellos personajes
que han marcado la historia por sus grandes gestas. Julio César, Carlomagno,
Napoleón… Después de grandes batallas ganadas al enemigo, los generales romanos
desfilaban con sus caballos, erguidos y triunfantes, pasando bajo los arcos de
triunfo coronados con laureles, mientras el pueblo los vitoreaba.
La cultura occidental, arraigada en Grecia y Roma, ha tendido
a endiosar a monarcas, militares, cónsules y héroes de guerra. Lo que hacían
era lo más importante y definía su ser. Y lo importante era el triunfo a
cualquier precio. Se podría decir que este patrón cultural e histórico lo ha
heredado nuestra sociedad. Hemos asimilado los mitos de personajes de carne y
hueso convirtiéndolos en leyenda que ha traspasado la rigurosidad histórica. Es
como si necesitáramos elevar los hombres a la categoría de dioses, a modo de
prototipos extraordinarios para imitar. En ellos proyectamos lo que no somos y
nos gustaría llegar a ser, quizás para esconder nuestra mediocridad. En el
mundo del cine se sigue exaltando la imagen del héroe solitario que resuelve
muchos problemas, a veces sin ayuda de nadie. Las series de televisión también elaboran
personajes con el mismo perfil psicológico. Solos, con sus propios méritos y
talentos, resuelven casos muy complejos.
Modelos que nos atrapan
La sociedad postmoderna nos propone estos modelos:
personajes que son los primeros en todo, que saben de todo y que sobresalen
entre todos. La educación también se vale de estos moldes pedagógicos para que
los jóvenes emulen a sus héroes. La carrera por el primer puesto, por ser el
mejor, está en nuestros patrones culturales, educativos, sociales y familiares.
Si no triunfas en la vida y no tienes un nombre o una marca no eres nadie. Nos pasamos
la vida corriendo, estudiando, esforzándonos por conseguir títulos y
reconocimientos. Si no lo conseguimos, nos frustramos porque nos sentimos insignificantes.
Y así pasamos los años luchando por ser alguien que no somos, generando
contradicciones porque estamos renunciando a nuestra propia identidad. Queremos
ser obsequiosos con nuestros padres, con nuestros profesores, con nuestro jefe
en el trabajo, con la sociedad… Lo damos todo hasta extenuarnos y mientras
tanto nuestra psique y nuestro cuerpo se van debilitando porque no estamos
desarrollando nuestra auténtica esencia.
Pero, además, nos gusta presumir de nuestros logros. Queremos
pasar por nuestros particulares arcos de triunfo y que la gente nos aplauda,
aunque el precio a pagar sea consumirnos por dentro y, en el fondo, vivir una
terrible bipolaridad existencial.
La sociedad nos educa para salir a la galería y acumular títulos
y recomendaciones. Los padres, la escuela, el cine y los medios nos inculcan
una cultura del esfuerzo para culminar nuestras metas. Y esto en sí no es
negativo pero… ¿De qué metas hablamos? ¿Son tus metas o son las de otros?
El largo camino de retorno
Da pánico emprender la primera gesta de tu vida: introducirte
en el interior de tu yo más profundo y reconocer con vértigo que te has
desviado. Has errado el camino y has creado un personaje que no eres tú mismo y
que va acumulando fracasos. La presión del entorno te ha hecho ser lo que no
eres.
Ser consciente de esto es dar el primer paso de un largo
camino de retorno. Un trayecto no exento de dudas, con dolor, angustia y, a
veces, con una terrible sensación de soledad. Las influencias de los demás han
redirigido tu vida hacia un abismo del que quieres salir, y cuesta avanzar a
contracorriente.
Hoy los sicólogos hablan de la crisis de los 50 años. Cuántas
personas sienten que han levantado todo un imperio con lágrimas y sudores para encontrarse
con un inmenso vacío interior y una sensación de desorientación muy amarga. Se encuentran
perdidas en el laberinto de su vida y entran en una profunda crisis.
¿Qué hago? ¿Dónde estoy? Lo más terrible es pensar que todo
lo que has hecho no ha valido la pena. Una corriente de tristeza te paraliza el
alma. Llegar a ser alguien y cosechar unos aplausos se ha cobrado un precio muy
alto. La autoexigencia te ha llevado al agotamiento sin que le importe nada a
nadie. Y todo endulzado con esa máxima: “has de sacar lo mejor de ti”, cueste
lo que cueste, aunque sea a costa de la ruptura de tu propia identidad. Toda una
vida trabajando, consiguiendo muchas cosas, para terminar perdido y sin rumbo.
El valor de lo pequeño
Urge un cambio de paradigma cultural y educativo, lejos de
todo tipo de ideología que convierta al ser humano en un personaje ficticio,
depurando valores y cuestionando aquel superhombre nietzscheano que se nos ha
inoculado en la sangre. No podemos arrancar al hombre de su identidad más intrínseca.
No somos dioses, somos de carne y hueso y necesitamos valorar los pequeños
detalles de cada día.
Hemos de lograr que lo ordinario se convierta en
extraordinario y que lo pequeño sea valorado. Podemos extraer grandes
experiencias de lo limitado. Que la sencillez y la humildad sean nuestras
maestras interiores. De pretender ser algo hemos de pasar a ser una persona
normal y feliz con su realidad, que abraza las pequeñas cosas de cada día.
¿Y la perfección? Lo imperfecto también tiene su belleza. ¿Acaso
un anciano no es bello? ¿No es bella la amapola que solo dura un día de
primavera y que es tan frágil que un suave viento puede marchitarla? El sentido
de la vida está en hacer de lo pequeño una auténtica hazaña.
Saber recibir
Nuestra cultura y cierto enfoque de la religión nos han
enseñado que tenemos que dar mucho para ser alguien. Dar y dar. Cuando uno cree
que solo tiene que dar se está construyendo un gigante con pies de barro. Dar hasta
quedar sin aliento puede ser un acto de orgullo, pues soy yo el constructor de
mí mismo y de los demás.
Es tan importante recibir como dar. La naturaleza del ser
humano no está hecha solo para dar. Nuestras propias limitaciones y
enfermedades nos hacen ver que necesitamos recibir de los demás. Tras el mucho
dar puede esconderse un afán de control, una autosuficiencia, un deseo de autorrealización
e incluso de vanagloria. El que sabe recibir aprende a reconocer su indigencia.
Sabe que no es un dios.
El binomio dar-recibir forma parte de una misma realidad. Solo
se puede vivir la donación como un don si reconoces que recibir es también un
don no menos importante. Hoy la gran gesta no es hasta dónde lleno mi agenda,
sino quitar cosas superfluas de la misma. Si siempre estoy dando nunca podré
recibir y si no aprendo a recibir, no aprenderé a medir mi entrega.
Medir las propias fuerzas ante los límites es aprender la
medida de la vida. No es narcisismo. Tener la humildad de recibir es un acto de
coraje y de libertad que forma parte de nuestra dimensión humana. Los niños
saben recibir, especialmente cuando son pequeños y necesitan el cuidado y la
atención de sus padres. Ellos nos enseñan. Dejar de ser niño en nuestro corazón
es llegar fragmentado a nuestra vejez, cuando nos damos cuenta de que volvemos
a necesitar de los demás.
Hacer menos y tener tiempo para buscarse a sí mismo: esta es
la gran aventura del hombre. Y aprender del susurro del silencio para descubrir
que recibir forma parte de esta misma hazaña. Lejos de ser un acto de egoísmo,
es un acto de profunda humildad.