domingo, 19 de junio de 2016

El enfado como forma de vida

Cuántas veces me he encontrado con personas que no pueden vivir sin quejarse constantemente. La vida les ha ido muy mal: el negocio, la pareja, los amigos, el trabajo, la familia… Todo les ha ido de mal en peor y van acumulando agravios. No viven, pero tampoco dejan vivir. Cada día les duele algo. Viven entre frustrados y enfadados con la vida y con todos. Los demás siempre son los culpables de sus males. Se arrastran, como víctimas, y todos han de compadecerse de ellos. Nunca salen de este círculo vicioso. Lamento tras lamento deambulan por la vida a la caza de alguien que les escuche. Y así día tras otro, hasta hacerse cansinos y agotar a quienes los rodean.

Es difícil ayudar a estas personas, porque muchas veces no quieren ayuda, sino simplemente alguien que les preste atención. A veces, es triste pero cierto, seguir hundidas en el problema capta más el interés y la simpatía de los demás que intentar salir del hoyo. Es muy fácil que creen dependencias y arrastren a gente buena y compasiva que acaba atrapada en sus problemas sin solución. En estos casos, lo más aconsejable es tener caridad y paciencia, pero establecer una distancia prudente.

Pero ¿qué hay detrás de esa apariencia de víctimas? A menudo se esconde un juez implacable y un orgullo que no cabe en ellos. ¿Qué les ha pasado? ¿Por qué necesitan ir a machetazos por la vida?

Muchas de estas personas son incapaces de objetivar su situación y reconciliarse con la realidad. Dejando a un lado las contradicciones internas, que todos tenemos, la existencia de estas personas es como el cuadrilátero de los púgiles: siempre necesitan dar golpes a alguien. La ira, la rabia y la frustración se han apoderado de ellos. Son esclavos de sus sentimientos.

Y me pregunto: ¿por qué les ha ido todo tan mal? ¿Han tenido mala suerte? ¿O quizás no han sabido jugar bien las cartas de su vida? Es verdad que las cartas que cada uno recibe no las puedes elegir, pero tú decides cómo jugarlas. Y si te equivocas, siempre hay otra jugada en la que puedes rectificar.
La vida nos enseña que para tener éxito es necesario el esfuerzo y el sacrificio. Los sueños y los deseos nos estimulan, pero es necesario actuar para conseguir lo que queremos. ¿Qué pasa cuando no somos capaces de alcanzar nuestras metas? ¿Qué sucede cuando no podemos sobreponernos a los golpes y a las dificultades?

El fracaso puede ser un crecimiento


La sociedad, la cultura y la educación no nos enseñan a gestionar el error y el fracaso. Es más, no perdonan las caídas. Así, aprendemos a no perdonar ni siquiera a nosotros mismos. Somos incapaces de descubrir que uno aprende y madura con los errores y los fracasos. La derrota no es fracasar; la derrota es rendirse y dejar de luchar. Crecer entraña un sufrimiento. Si no creces, puedes hincharte, pero serás un gigante con pies de barro. Cuando caes desde tu pedestal el golpe existencial y psicológico puede ser muy profundo y lacerante.

Pero a veces las caídas son redentoras. Cuántas personas, después de un accidente que las ha dejado parapléjicas, han sabido luchar para no caer en el victimismo y han logrado proezas. En cambio, otras personas sin discapacidad, han sido incapaces de conseguir lo mismo.

¿Dónde está la diferencia? Unos constantemente se están lamiendo las heridas y otros han sacado fuerzas de su limitación para conseguir lo inalcanzable. Incluso han llevado a cabo gestas que han supuesto una gran aportación a la humanidad. Con menos recursos que otras personas más sanas o fuertes han sabido utilizar su materia gris por encima de sus sentimientos y frustraciones.

Más allá de los condicionamientos familiares, psicológicos, sociales y económicos, todo se reduce al ámbito de la voluntad. Vivir es una cuestión de elección, de optar por lamentarse toda la vida o aprovechar las circunstancias para aportar lo mejor que somos y podemos. Cuántas personas se arrastran cabizbajas, sin rumbo, o se emborrachan en la autocomplacencia mientras van tragándose la hiel que les quema el sentido de la vida. La tristeza tiene dos caras: la ira contenida o la frustración dormida. En los dos casos hay una incapacidad para gestionar las circunstancias vitales y una tendencia a culpar a los otros. Así, encogidas unas y erguidas y petulantes otras, viven su vida martilleando a los demás en vez de tener el coraje de dejar de mirarse el ombligo. No se dan cuenta de que ¡hay vida fuera de su ombligo!

Aprendamos las grandes lecciones que nos ofrece la vida. Nuestros límites pueden convertirse en lanzadera hacia la plenitud como seres humanos.

sábado, 4 de junio de 2016

Tiempo para ser, tiempo para amar

Hoy decimos que el tiempo es un valor en alza. ¡Hay tantas cosas que hacer! Siempre nos falta tiempo. Corremos y nos apresuramos y nunca llegamos a hacer lo que queríamos hacer. Hoy el tiempo es más valorado que nunca, pero siempre se nos escapa y nos angustiamos.

Llenamos nuestras agendas de actividades y compromisos. Para todo necesitamos tiempo. ¿Es el tiempo una prisión? ¿Es el eje que mueve nuestra vida? ¿Es otro producto de consumo, siempre escaso? Las agujas del reloj marcan sin piedad el paso del tiempo. Abrumados, se nos cae encima y tenemos la sensación de que nunca es suficiente.

Hasta que aparece el estrés y el frenesí marca la velocidad con que nos movemos, acompañado de una terrible sensación de agotamiento. Entonces te das cuenta de que pivoteas de un sitio a otro sin saber muy bien qué haces y por qué.

Pero ¿qué es el tiempo? ¿Es una mera sucesión de franjas horarias o es algo que te impone la realización de unos compromisos? El tiempo tiene que ver con lo que haces, con lo que eres, con lo que sientes, con lo que piensas. Es decir, con el sistema de valores en el que crees. El tiempo tiene que ver, también, con tu visión trascendente de la vida.

El tiempo como bien de consumo


Hoy el tiempo está muy enfocado a nuestra productividad en el trabajo. Cuanto mayor rendimiento y eficacia, mayor éxito en todo aquello que hago. Por tanto, el tiempo está totalmente vinculado a sólo hacer, como si el no hacer nada le quitara valor al tiempo. La era de la productividad y el trabajo controlado por el reloj han hecho que el tiempo nos esclavice. Más allá del hacer nada tiene sentido.
La adicción al trabajo, la hiperactividad y el querer llegar a todo vienen de una mala concepción del tiempo. El tiempo concebido como rentabilidad está matando el ser y lentamente va fragmentando la persona. Esta misma concepción del trabajo nos lleva a apurar el tiempo hasta agotarnos y caer enfermos.

Pero estamos tan esclavizados a este concepto del trabajo que no podemos liberarnos y se convierte en otra adicción. Constantemente necesitamos consumir y hacer cosas.

Una revolución del tiempo


Necesitamos una revolución del tiempo y del trabajo, de manera que estos no conlleven la fragmentación de nuestro ser. El tiempo sin libertad es esclavitud: somos manejados por una sociedad de consumo que constantemente nos está usurpando este valor hasta dejarnos caer extenuados. La gran revolución del tiempo pasa por desvincularnos de la esclavitud del hacer por hacer.

Sólo la libertad nos dará el valor y la dimensión que tiene el tiempo, no como elemento de productividad, sino como un espacio que nos ayuda a centrar nuestra vida. Un tiempo que no apunte a encauzar nuestros valores significa apartarnos de la esencia de nuestro ser.

¡Cuánto tiempo se gasta en cosas que no nos gustan, o que tenemos que hacer porque toca, o que nos vemos obligados a hacer! Y, sin embargo, dejamos de hacer cosas que están totalmente vinculadas a nuestra esencia. Poco a poco vamos sintiendo que el alma se desvanece, porque estamos renunciando a nuestra propia identidad y sentimos que algo en nosotros está muriendo lentamente. Cuánto tiempo pasamos perdidos en cosas totalmente absurdas que nos arrebatan la alegría y la paz. Y cuántas cosas buenas dejamos de hacer que nos ayudarían a ser más lo que somos. No por hacer más seremos mejores ni más eficaces.

Señores del tiempo


Cuando hacer más te desintegra estás perdiendo el auténtico valor de la vida. Que no tiene que ver tanto con lo que haces como con lo que eres. Hoy se hacen demasiadas cosas y uno se pregunta: ¿realmente tiene sentido? Y más cuando la hiperactividad llega a enfermarnos. Hacer menos es hacer más de otra manera… Es dedicar más tiempo a descubrir nuestra auténtica vocación en la vida. Tener tiempo para lo esencial. Escuchar. Rezar. Crecer interiormente para acoger, amar, escribir el relato de nuestra vida.

Vivir obsesionados con el hacer nos hace esclavos del poseer y del aparentar. Nos perdemos. Vivir volcados al amar da prioridad al ser, al dar, al entregarse… Y entonces nos encontramos.

Hacer puede ser una huida: con el hacer uno se entretiene, se reafirma y huye de su propia realidad. Amar es dejar de tener posesivamente para darse al otro. Con el amar uno se despierta, se abre y centra su vida.

El hacer va aprisa, pide tiempo y lo engulle. El amar necesita ir despacio; quien ama detiene el tiempo y lo alarga.

El hacer llama la atención, hace ruido. El amar es silencioso, discreto, escondido. Pero «si no amo, nada soy».

El activismo mata el amor


La muerte nos da un baño de realismo: ante la muerte relativizamos todo y nos damos cuenta de que quizás hemos hecho demasiado y hemos amado poco, cuando el amor es lo único que da sentido a la existencia.

Ante la muerte todo se desvanece, incluso la gloria y la fama. Pero el amor permanece, aunque no quede escrito. Necesitamos hacer menos y amar más. Hemos de tener tiempo para dos cosas: amar y ser uno mismo. Basta con esto. Cuando uno hace desde el amor, ya no eres tú, sino Dios quien hace en ti. Cuando hacemos algo en comunión íntima con Dios, lo que hacemos ya no quitará tiempo al amor: será amor, y dará frutos de vida.