Ante la crisis se ha producido una explosión de iniciativas
orientadas al apoyo y acogida de personas y grupos vulnerables. Son muchos los
que se han visto arrojados al margen de la sociedad, sometidos a terribles
carencias y heridos psíquica y emocionalmente. Todo esto es consecuencia de una
gestión política que se aferra al poder y no al servicio de las personas,
especialmente las más frágiles. El revés que reciben estas personas es tan
fuerte que muchas se quedan sin recursos y sin ánimo. Faltas de esperanza,
caminan sin rumbo, angustiadas, y finalmente, a veces con reparo, deciden pedir
ayuda a alguna institución caritativa o a algún movimiento solidario.
La huella del dolor se nota en sus rostros decaídos y
desesperanzados. Pedir ayuda cuesta, especialmente a aquellos que lo tuvieron
todo y ahora lo han perdido todo. Para ellos significa iniciar un largo camino
donde tendrán que aprender a ser humildes y avanzar, poco a poco, hacia su
recuperación, hasta reencontrar su dignidad perdida.
La Iglesia, sensible al sufrimiento de los parados, ha
creado con Cáritas diversas iniciativas para paliar tanto dolor. Se han creado
también muchos comedores sociales, llevados por un ejército de voluntarios que
atienden cada día a numerosos comensales. Estos voluntarios dan mucho más que
comida: dan acogida, escucha atenta, amabilidad y esperanza. En medio de este
mar de sufrimiento la Iglesia se convierte en bálsamo que suaviza y mitiga el
dolor de tanta gente.
Junto a estas hermosas realidades, hay que reconocer que la
solidaridad no siempre se ejerce bien. De ahí el título de este escrito.
Solidaridad o vanidad. ¿Por qué? A veces, tras una buena
intención inicial pueden esconderse otras actitudes no tan altruistas. Cuando
un voluntario decide ofrecer su tiempo y su esfuerzo, debe hacerse algunas
consideraciones. No basta tener buena voluntad y ocupar un tiempo en una
actividad solidaria. Es normal sentirse bien haciendo algo bueno por los demás.
Pero todas estas razones no son suficientes para ejercer un voluntariado. Uno
ha de preguntarse por qué lo quiere hacer, realmente. Y aunque parezca que esto
no es tan importante sí lo es, porque comprometerse implica una serie de
actitudes que lo capacitarán para tal ejercicio.
¿Qué necesita el voluntario?
Primero, necesita conocer a fondo la institución en la que
decide realizar su voluntariado. Y conocer en concreto la actividad en la que
va a colaborar.
Segundo, debe hacerse un examen sincero sobre su capacidad y
habilidades para el voluntariado.
Tercero, ha de respetar y asumir los criterios de la
institución donde va a colaborar y la autoridad de sus responsables. Debe
acatar la filosofía del centro y mostrar adhesión a las líneas globales que se
marcan.
Cuarto, ha de facilitar en lo posible una buena relación de
cordialidad entre todos los compañeros voluntarios.
Quinto, ha de mostrar un profundo respeto a la dignidad de
las personas atendidas, independientemente de su raza, sexo y credo.
Sexto, ha de respetar y cuidar el entorno físico y ambiental.
Por último, esto es un pilar fundamental: nunca debe emitir
juicios sobre nadie, ni sobre los acogidos ni sobre el voluntariado, ni sobre
la institución acogedora.
Todos estos requisitos los tendrá claros si es una persona
que no persigue su propio interés o beneficio, sino el bien de los demás. Su
actitud será de servicio y se mostrará dócil, dispuesta y flexible, capaz de
convivir y de aceptar la dirección de otros.
Riesgos de un voluntariado centrado en sí mismo
Si el voluntario no tiene esto en cuenta es posible que tras
su amable generosidad se esconda una solapada vanidad que lo puede llevar, al
cabo del tiempo, a desviarse de manera agresiva y crítica de la línea de
trabajo de la institución en la que colabora. Puede emitir juicios poco objetivos,
incluso difamar a la institución o desmembrar el grupo de voluntarios con
cierta violencia. Esto sucede cuando su motivación oculta o quizás inconsciente
no es el servicio, sino cultivar una imagen solidaria y prestigiosa de cara al
exterior. Para otras personas el voluntariado se concibe como una terapia para
sentirse bien, o un espacio de recreo y pasatiempo, para llenar un hueco o un
vacío en la vida. En todos estos casos el centro de interés último es uno mismo
y no los demás. No aceptan que se cuestione su forma de actuar y que nadie les
diga cómo hacer las cosas. Critican los fallos ajenos y no reconocen los
propios. El servicio puede acabar siendo una forma de poder, y la solidaridad
una forma de vanidad.
Cuando en el voluntariado se dan estas actitudes, no tarda
en surgir el conflicto. Este repercute en el ambiente de trabajo, en los
compañeros, en la convivencia. Y también puede repercutir en los beneficiarios.
Cuando el ambiente se enrarece y afloran los problemas personales es fácil que
la atención que se presta no sea tan correcta, que haya negligencias o se den
situaciones desagradables donde falten el tacto, el respeto y la suficiente
madurez. La institución acogedora no es la única perjudicada. Sufren los demás
voluntarios y sufren las personas beneficiarias.
¿Cómo resolver estas situaciones? Con un diálogo sincero y
profundo entre el voluntario y la persona responsable del equipo humano. La
institución siempre ha de mostrar respeto, delicadeza y caridad. El responsable
del voluntariado debe tener capacidad de escucha y de perdón, una mente abierta
pero a la vez conservar claros los criterios. Firmeza y dulzura son buenas
consejeras. De ahí la importancia que Cáritas y las organizaciones de
voluntariado dan a la formación. Mantener reuniones
periódicas y sesiones formativas para los voluntarios es vital a fin de cultivar
un buen ambiente, cálido y amistoso, y a la vez riguroso en el trabajo.
Especialmente la Iglesia debe cuidar este aspecto. Se trata de dar caridad… con
calidad. Y no olvidar que todo servicio que se ofrece, más que un acto de
voluntarismo para ganar méritos, es un acto de amor.