domingo, 28 de agosto de 2016

Solidaridad o vanidad

Ante la crisis se ha producido una explosión de iniciativas orientadas al apoyo y acogida de personas y grupos vulnerables. Son muchos los que se han visto arrojados al margen de la sociedad, sometidos a terribles carencias y heridos psíquica y emocionalmente. Todo esto es consecuencia de una gestión política que se aferra al poder y no al servicio de las personas, especialmente las más frágiles. El revés que reciben estas personas es tan fuerte que muchas se quedan sin recursos y sin ánimo. Faltas de esperanza, caminan sin rumbo, angustiadas, y finalmente, a veces con reparo, deciden pedir ayuda a alguna institución caritativa o a algún movimiento solidario.

La huella del dolor se nota en sus rostros decaídos y desesperanzados. Pedir ayuda cuesta, especialmente a aquellos que lo tuvieron todo y ahora lo han perdido todo. Para ellos significa iniciar un largo camino donde tendrán que aprender a ser humildes y avanzar, poco a poco, hacia su recuperación, hasta reencontrar su dignidad perdida.

La Iglesia, sensible al sufrimiento de los parados, ha creado con Cáritas diversas iniciativas para paliar tanto dolor. Se han creado también muchos comedores sociales, llevados por un ejército de voluntarios que atienden cada día a numerosos comensales. Estos voluntarios dan mucho más que comida: dan acogida, escucha atenta, amabilidad y esperanza. En medio de este mar de sufrimiento la Iglesia se convierte en bálsamo que suaviza y mitiga el dolor de tanta gente.

Junto a estas hermosas realidades, hay que reconocer que la solidaridad no siempre se ejerce bien. De ahí el título de este escrito.

Solidaridad o vanidad. ¿Por qué? A veces, tras una buena intención inicial pueden esconderse otras actitudes no tan altruistas. Cuando un voluntario decide ofrecer su tiempo y su esfuerzo, debe hacerse algunas consideraciones. No basta tener buena voluntad y ocupar un tiempo en una actividad solidaria. Es normal sentirse bien haciendo algo bueno por los demás. Pero todas estas razones no son suficientes para ejercer un voluntariado. Uno ha de preguntarse por qué lo quiere hacer, realmente. Y aunque parezca que esto no es tan importante sí lo es, porque comprometerse implica una serie de actitudes que lo capacitarán para tal ejercicio.

¿Qué necesita el voluntario? 


Primero, necesita conocer a fondo la institución en la que decide realizar su voluntariado. Y conocer en concreto la actividad en la que va a colaborar.

Segundo, debe hacerse un examen sincero sobre su capacidad y habilidades para el voluntariado.

Tercero, ha de respetar y asumir los criterios de la institución donde va a colaborar y la autoridad de sus responsables. Debe acatar la filosofía del centro y mostrar adhesión a las líneas globales que se marcan.

Cuarto, ha de facilitar en lo posible una buena relación de cordialidad entre todos los compañeros voluntarios.

Quinto, ha de mostrar un profundo respeto a la dignidad de las personas atendidas, independientemente de su raza, sexo y credo.

Sexto, ha de respetar y cuidar el entorno físico y ambiental.

Por último, esto es un pilar fundamental: nunca debe emitir juicios sobre nadie, ni sobre los acogidos ni sobre el voluntariado, ni sobre la institución acogedora.

Todos estos requisitos los tendrá claros si es una persona que no persigue su propio interés o beneficio, sino el bien de los demás. Su actitud será de servicio y se mostrará dócil, dispuesta y flexible, capaz de convivir y de aceptar la dirección de otros.

Riesgos de un voluntariado centrado en sí mismo


Si el voluntario no tiene esto en cuenta es posible que tras su amable generosidad se esconda una solapada vanidad que lo puede llevar, al cabo del tiempo, a desviarse de manera agresiva y crítica de la línea de trabajo de la institución en la que colabora. Puede emitir juicios poco objetivos, incluso difamar a la institución o desmembrar el grupo de voluntarios con cierta violencia. Esto sucede cuando su motivación oculta o quizás inconsciente no es el servicio, sino cultivar una imagen solidaria y prestigiosa de cara al exterior. Para otras personas el voluntariado se concibe como una terapia para sentirse bien, o un espacio de recreo y pasatiempo, para llenar un hueco o un vacío en la vida. En todos estos casos el centro de interés último es uno mismo y no los demás. No aceptan que se cuestione su forma de actuar y que nadie les diga cómo hacer las cosas. Critican los fallos ajenos y no reconocen los propios. El servicio puede acabar siendo una forma de poder, y la solidaridad una forma de vanidad.

Cuando en el voluntariado se dan estas actitudes, no tarda en surgir el conflicto. Este repercute en el ambiente de trabajo, en los compañeros, en la convivencia. Y también puede repercutir en los beneficiarios. Cuando el ambiente se enrarece y afloran los problemas personales es fácil que la atención que se presta no sea tan correcta, que haya negligencias o se den situaciones desagradables donde falten el tacto, el respeto y la suficiente madurez. La institución acogedora no es la única perjudicada. Sufren los demás voluntarios y sufren las personas beneficiarias.

¿Cómo resolver estas situaciones? Con un diálogo sincero y profundo entre el voluntario y la persona responsable del equipo humano. La institución siempre ha de mostrar respeto, delicadeza y caridad. El responsable del voluntariado debe tener capacidad de escucha y de perdón, una mente abierta pero a la vez conservar claros los criterios. Firmeza y dulzura son buenas consejeras. De ahí la importancia que Cáritas y las organizaciones de voluntariado dan a la formación. Mantener reuniones periódicas y sesiones formativas para los voluntarios es vital a fin de cultivar un buen ambiente, cálido y amistoso, y a la vez riguroso en el trabajo. Especialmente la Iglesia debe cuidar este aspecto. Se trata de dar caridad… con calidad. Y no olvidar que todo servicio que se ofrece, más que un acto de voluntarismo para ganar méritos, es un acto de amor.

domingo, 21 de agosto de 2016

¡Eres fantástica!

Era un mediodía de verano. El sol apretaba. El calor abrumador y asfixiante caía sobre aquel cruce de calles. Un indigente, con brazos y piernas enflaquecidos y la cara quemada por la intemperie, lanza una mirada pilla a los transeúntes, pidiendo limosna. Sus dos ojos azules miran sin mirar, sólo alerta a quien puede ayudarle: sobrevivir en la calle es un reto diario al que está acostumbrado.

Hace años que vive en este barrio. Los días pasan por él sin tregua. Vive sin vivir, huyendo del sufrimiento interno a base de cervezas y algún que otro porro que lía después de buscar colillas bajo los coches, reutilizando las últimas caladas. El gentío pasa a su alrededor, ignorándole. Algún que otro día se pone a gritar, metiéndose con los viandantes. Otros días se acurruca junto a un portal, ensimismado y ausente. Y la gente pasa sin mirarlo, como si fuera parte del mobiliario urbano, o evitándolo por su olor a sucio y a alcohol.

Pero aquel día sucedió algo inesperado. Él se acercó a una chica esbelta, amable y elegante, que le sonreía. Como siempre, le pidió algo, aunque sólo fueran veinte céntimos. La joven se detuvo, lo miró con cariño y le dio una moneda de dos euros. Entre ambos se cruzó una mirada de complicidad y entrechocaron las manos en un gesto de camaradería. Parecía surrealista, pero había algo en aquel cuadro que no desentonaba. Sin ningún tipo de reparo o manía higiénica, aquella muchacha supo acercarse y saludarlo amablemente. La delicadeza armonizaba todo: exceso y sobriedad, fealdad y belleza. No había distancia entre aquellos dos rostros: los dos eran hermosos, como hermosa era la escena. Un minúsculo y sencillo gesto de amor que, más allá de la limosna en sí, era la dulzura con que la joven miraba al indigente.

De pronto, él lanzó un grito que le salió de lo más hondo, con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Eres fantástica!»

Este grito, que sólo podía salirle del alma, sacando todo el aire que podía, no era un grito de desgarro, sino de gratitud. Lo dedicó a aquella muchacha alargando el sonido, ¡fantáastica!

Me estremecí contemplando la escena. Era asombroso ver la figura escuálida del indigente sacando toda la potencia de su voz sólo porque una mujer de aspecto jovial y alegre se había detenido a mirarlo con ternura y le había dado una moneda.

Quizás muchos otros lo hacen. Pero él no da gritos por cada limosna que le dan. ¿Cómo se la dan? En aquel caso, no era la limosna, sino la delicadeza con que la joven lo había tratado, pese a su deterioro físico y moral. ¿Qué vio el indigente en la mirada de aquella mujer? Dos euros no pueden sacar de la miseria a nadie. Quizás en su mirada recuperó parte de su dignidad perdida. En la mirada de ella no había un «pobrecillo», no había simplemente compasión. Ella le hizo sentir que, aunque no tuviera nada, era persona. Que, aunque se marginara o lo marginaran, sólo por existir ya tiene una dignidad inapelable. No era un residuo social, un saldo de la vida. Era alguien con un nombre y una historia que lo había arrastrado hasta la calle, pero cuya dignidad permanecía intacta. Aquel grito desbordado desde su pozo oscuro expresaba que, por la rendija de su alma, aquel mediodía entró un rayo de luz. El sol penetró por las grietas de su ser sufriente. Su puño golpeó con suavidad los nudillos de la chica, que le alargó la mano sonriendo.

Quedé impactado. Una sonrisa amable basta para sacar del corazón la mejor música que lleva dentro. Aquella muchacha no hizo casi nada. No hizo más que mirarlo sin prejuicios y él respondió con todo lo que tenía: un canto de gratitud.

Los indigentes, en su soledad, poseen en su interior atisbos de lucidez. Pese a sus grietas emocionales, hay una zona dentro del ser que no queda dañada nunca. Todos podríamos ser un poco «fantásticos» si supiéramos mirar con verdadero aprecio a un ejército de pobres que sobrevive en nuestras calles.

Aquel mediodía, mientras el sol azotaba sin piedad, en el alma de aquel hombre cayó un rocío fresco, como presagio de un nuevo amanecer. Ojalá todos nosotros sepamos convertirnos en lluvia fina para tantos corazones secos y rotos que nos rodean.