En los diferentes encuentros que tengo a lo largo de la
semana, sobre todo con personas que necesitan apoyo, consejo y acogida, me doy
cuenta y percibo tantas y tantas heridas que quiebran su corazón. Leo en sus
ojos una profunda soledad. Se sienten frágiles, incomprendidas y a menudo
perdidas. Buscan una palabra amable, una acogida cordial y una atención
exquisita.
Cuántas personas viven la peor de las pobrezas, que es la
falta de afecto, y buscan un apretón de manos, una mirada cálida, unas palabras
que alivien su ansiedad. En el fondo, sólo buscan un poco de dulzura. La dureza
de la vida las ha llevado a un profundo vacío interior y viven desoladas porque
han perdido sus referencias y sus motivos para vivir. Se
convierten en mendigos existenciales que reclaman la limosna de la ternura. Han
perdido su autoestima y están a punto de perder su propia identidad como
personas humanas. Cuando son tan vulnerables pierden algo consustancial al
sentido más hondo de su vida y de su historia: su capacidad de tomar decisiones
libres. Esto puede diezmar su dignidad y hacerles caer en la indigencia
emocional.
¿Cómo ayudar a estas personas que buscan respuestas ante su
deprimente situación? Muchas de ellas no son pobres económicamente, pero sí
emocional y espiritualmente, y buscan salida a su laberinto existencial. Ante
el abismo sienten terror. Les angustia el presente, lleno de contradicciones.
Han llegado a una situación límite y no saben qué hacer con sus vidas.
Es verdad que existen muchas alternativas y tratamientos
psicológicos. Hoy asistimos a un boom de terapias que se presentan como la
panacea a estos problemas del alma. También hay ramas de la ciencia médica que
ayudan o pueden ayudar, pero no siempre son suficientes. Si no se establece una
conexión con la persona que tienes delante es difícil poder ayudarla.
La prisa es anti-terapéutica. El facultativo sufre otra
terrible enfermedad: la falta de tiempo por culpa de una mala organización o
por pocos recursos, pero también por un desconocimiento de la persona. Sin una
mirada sosegada al enfermo no se puede curar. Un entorno cálido y apacible, con tiempo para poder escuchar al paciente, ya es medicina
preventiva. No damos importancia a estos aspectos cuando son justamente los que
constituyen la base de la psicología humana. Muchos médicos se van por las
ramas con tecnicismos sobre patologías, pero son incapaces de mirar al paciente
a los ojos, pendientes del reloj. A veces tampoco hace falta hablar mucho. La
mirada, la postura y el tono de voz ya pueden ser suficientes para hacer un primer
diagnóstico. Detrás de una voz o de unos ojos, muchas veces se esconde un
corazón roto que ha somatizado su herida en el cuerpo.
Los sacerdotes tenemos un desafío similar al de los médicos
con las personas que vienen buscando consejo. En nuestro despacho nos
encontramos con personas que sufren enfermedades, no sólo físicas,
sino emocionales y espirituales. Muchas veces, después del encuentro
que hemos mantenido, han tenido la libertad de pedirme una «medicina», como
dicen algunos.
La semana pasada una señora me pidió: «¿Le puedo dar un
abrazo?». Claro, le dije. Y recordé que Jesús también bendijo, abrazó y se dejó
abrazar. La Iglesia es una madre, ¿y qué madre no abraza a sus hijos? Y más cuando
los ve tan desvalidos.
El amor devuelve el sentido de la vida. Un abrazo sincero se
convierte en la terapia de las terapias. Un abrazo está expresando la potencia
regeneradora del amor. Un abrazo apaga la sed de la aridez interior; un abrazo
puede convertir un día lleno de nubes en una jornada de sol; un abrazo puede
deshacer el hielo del corazón; un abrazo te hace mirar más allá de tus límites
y puede convertir la amargura en gozo y alegría. Un abrazo sana la totalidad de
la persona y te ayuda a descubrir la riqueza que hay en ti. Un abrazo te hará
sentir vivo y recuperar tu capacidad de amar y abrazar a otros para que
también, a su vez, puedan sanar.
Sanando a los demás se sana uno mismo, aunque esto suponga
afrontar retos nuevos cada día. Porque sanar, en definitiva, es una forma de
amar.
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Leer "El poder sanador de un abrazo":
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