He tenido la oportunidad de viajar a mi pueblo natal,
Montemolín. A lo largo del trayecto desde Barcelona, me he topado con mucha
gente que también viajaba hacia el sur. Parando en diferentes estaciones de
servicio, he podido observar la inmensa cantidad de gente que se desplaza,
haciendo altos para tomar algo y estirar las piernas. Hasta aquí todo parece
normal.
Viajar es mantener la mente abierta y aprender e integrar
nuevas experiencias. Viajar es abrirse a lo nuevo de cada día, descubrir un
paisaje o saborear el arte. Es conocer las peculiaridades de la gente, su
cultura, su lengua, sus logros y su historia. Sobre todo, ese motor emprendedor
que hace que los pueblos sean lo que son.
Pero, observando las riadas de viajeros, su forma de comer,
de hablar, de moverse, me pregunto si viajar, para muchos, no se reducirá a ir
un lugar a otro, deseando llegar a una estación de servicio para calmar la
voracidad del hambre. Mirando con detenimiento a las personas que viajan en
grupo veo que sus ojos no brillan y sus rostros no sonríen. ¿Van a llenar un
vacío? ¿Es el viaje una huida porque toca ir de vacaciones? ¿Viajan porque les
apetece? ¿Realmente servirá este viaje para fortalecer los vínculos entre
ellos, para aprender y admirar al otro, para cultivar con más profundidad el sentido
de sus vidas y las motivaciones que los impulsan? ¿Van a escapar de la rutina o
a vivir con más intensidad sus relaciones humanas? ¿Van a ocupar su tiempo o
van a saborear cada momento, convertidos en viajeros de la vida? ¿Van a
recorrer kilómetros, arrastrando su matrimonio, su familia, el lastre de su
hogar? ¿O serán capaces de convertir ese tiempo en un encuentro lúdico y una
experiencia luminosa que los ayude a desplegarse ante el otro, para conocer
juntos la realidad en la que viven? ¿Viajan con el corazón abierto, dispuesto a
descubrir las maravillas de la naturaleza y de la creación humana, con un deseo
bello y profundo por saber y conocer más? ¿Van dispuestos a empaparse de la
esencia de esos lugares por donde van a pasar?
Viajar es bueno y necesario para crecer. Siempre que se
sueñe junto con el otro, el viaje es una aventura por compartir. Pero cuando el
viaje se convierte en una vía para escapar de uno mismo se hará insoportable y
los otros serán un peso y un motivo constante de molestias y desazón.
¿A dónde vamos cuando viajamos? Ya no se trata de ver a
dónde vamos ni con quién, sino de ver cómo estamos nosotros mismos.
Cuántas almas aplastadas ignoran a dónde van. No tienen
claro el rumbo de su vida y van dando vueltas y vueltas, porque su brújula está
orientada hacia sí mismos. Puertas afuera se producen peleas, agresiones o
largos mutismos que convierten el viaje en una pesadilla.
Un viaje ha de servir para enriquecer el diálogo y estar
atento y obsequioso a los demás, aprendiendo y compartiendo con ellos su
riqueza humana. Esto constituye la esencia de las relaciones.
Un viaje es una gran oportunidad para vigorizar el alma,
levantarse cada día y disponerse a encontrar nuevas razones para seguir juntos
en la barca de la existencia.