domingo, 19 de noviembre de 2017

La historia de Carmela

Hace unos años tuve una relación muy estrecha con Carmela, una viuda que se dedicaba a recoger trastos por los contenedores y luego los vendía como podía en mercadillos de segunda mano. Sorprendía verla siempre tan amable, tan bondadosa y alegre, de modo que me invitaba a entablar conversación con ella. Era tan detallista que cuando encontraba algo nuevo o de valor, con lo que hubiera podido sacar más dinero, siempre me lo ofrecía como obsequio.

Había belleza en su corazón y un torrente de bondad en su mirada. Lo poco que tenía lo sabía dar. Lo que no vendía lo llevaba a su casa, donde atendía y cuidaba a un hijo aquejado de un trastorno neurológico incurable, la enfermedad de Huntington. Cuidar de él era su máxima preocupación. Incluso en invierno y de noche, buscaba y rebuscaba para encontrar algo que le diera ingresos. Algunas tardes, cansada y con el frío en los huesos, se refugiaba en la parroquia. Me llamaba a la rectoría, pidiéndome algo caliente. Yo bajaba y siempre la invitaba a tomar un cafetito y algo más. Ella comía poco. Siempre pedía un café con leche y tomaba la taza con sus manos enrojecidas por el frío. A través del vapor del café me miraba con sus pequeños ojos, vivos y pillos, la respiración entrecortada. Gracias, hijo, me decía. Y luego me contaba historias de su familia, de su trabajo y sus sufrimientos. Le costaba irse y siempre se nos hacía tarde, así que al final, muy entrada la noche, la acompañaba hasta su casa.

Acumuló tantos cacharros que los vecinos la denunciaron y vinieron varias veces a vaciarle la casa. Tenía el llamado síndrome de Diógenes: con los objetos llenaba el vacío que se había apoderado de ella, quizás por eso siempre estaba buscando. Pese a los golpes de la vida, su bondad natural le dio una fortaleza a prueba del dolor.

Carmela fue una niña maltratada por sus padres y después por su marido. Con su hijo enfermo, descuidada por el resto de la familia, sobrevivía en los últimos años de su vida. Pero su mirada no perdió el brillo especial de los que aman y saben ser generosos. Era una bella pobre, que se mantenía firme en medio de los vaivenes de la vida y nunca se rindió. Lo poco que sacaba de sus ventas era un empuje que la alentaba a tirar adelante. El frío, la edad, su carencia extrema y una escasa y mala alimentación fueron minando su salud. Contrajo una demencia progresiva que la hacía perderse en el limbo de la existencia. Pero nunca olvidó mi nombre; no olvidó dónde estaba la parroquia y a qué puerta podía llamar cada noche.

Yo tampoco olvido a Carmela y la tengo muy presente en mis oraciones. Ella me enseñó a valorar que, aunque no tengas nada, o tengas muy poco, siempre puedes compartir algo con los demás. Era como la viuda del evangelio, que echó su óbolo en el cepillo del templo: “todo cuanto tenía para vivir”. Muchas veces, cuando descienden las temperaturas en las tardes de invierno, pienso en ella, en el regalo de su confianza, en su delicadeza y en su cariño. Se dio ella misma, el valor más grande, un corazón abierto y rasgado porque supo amar mucho. Esta es su historia: pobre materialmente, pero con un tesoro espléndido en el alma.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Volar alto

Todos anhelamos alcanzar cumbres en nuestra vida. Deseamos hacer realidad nuestros sueños. Queremos desafiar lo imposible y llegar a hacer posible lo que más deseamos en nuestro corazón. En definitiva, queremos conquistar la felicidad, levantar la bandera de nuestros éxitos y sentirnos casi inmortales.

Deseamos acariciar el cielo y jugar con las estrellas, danzando ante el inmenso cosmos envuelto de misterio. Queremos rozar la inmensidad y surcar, como un ave, el horizonte de nuestra historia. Sabemos que tenemos un enorme potencial y llegar lo más lejos posible es un reto que nos empuja a lanzarnos al vacío como los parapentes que vuelan sobre el abismo, con la certeza de que podrán elevarse aprovechando el aire que los impulsa hacia arriba.

Pero ¿qué se necesita para volar alto en la vida? ¿Qué podemos hacer para evitar que el miedo nos paralice? ¿Qué osadía necesitamos para atrevernos?

Los grandes atletas, para ganar fuerza en la carrera, necesitan coger impulso. Cuando se trata de correr la maratón de tu vida también necesitas tomar impulso desde lo más interior de ti mismo. Necesitas explorar los recovecos más profundos de tu alma y atreverte a encontrar el núcleo esencial de tu vida: tus propósitos, tus esperanzas. Sólo puedes volar muy alto cuando sabes bucear hasta lo más hondo de tu océano interior, viajando a través de tus propias sombras con serenidad, para familiarizarte con tus límites, miedos y penumbras. Pero allí adentro también encontrarás a tu niño interior, con el peso de una historia personal que necesitas aceptar si no quieres empequeñecer tu realidad.

Cuanto más te introduzcas en tu castillo interior, más te acercarás a la profundidad de tu corazón, donde ya no llega la luz del exterior. Será aquí cuando tendrás que librar tu gran lucha. La proeza será no detenerse ante el miedo a la oscuridad más terrible.

Cuando llegues al núcleo de tu ser y experimentes esa desnudez y esa total tiniebla, estarás preparado para iniciar el camino de retorno hacia la superficie de tu vida, hacia a la luz, hacia la inmensidad del firmamento de tus sueños.

Cuántas personas se han quedado atrapadas, anquilosadas en su pasado, sin poder desencadenarse de sus lastres, retorciéndose en un relato victimista. Les da vértigo asumir y aceptar su realidad, y quedan encapsuladas en su vacío interior, sin luz y sin esperanza, sin metas. Pero aquel que sea capaz de lidiar con sus fantasmas íntimos y desafiar sus miedos dará lo mejor de sí, porque se habrá liberado de su autocondena. Rotas las cadenas de la culpa y de la tiranía de uno mismo, ya no necesitará un parapente para cruzar los abismos y lanzarse hacia el vacío. Ya no tendrá miedo. Sabrá atrapar los cometas y llegará a descubrir paisajes maravillosos. Sentirá que los límites humanos y la fuerza de la gravedad, que tira hacia abajo, no lo van a detener, porque habrá conseguido su gran hazaña: salir de sí mismo para ir al encuentro de los demás. Nada le detendrá, porque el impulso que surge de lo más hondo de su ser le hará reconocer que es mortal, pero con aspiraciones trascendentes. La pequeñez y la basura que pueda tener adentro no le impedirán reconocer su grandeza.

No tengas miedo a llegar a lo más hondo de tu océano interior. Sólo desde esa profundidad podrás alzar el vuelo como nunca lo has hecho y alcanzar parajes desconocidos. Descubrirás que lo más importante no es lo que ves ni lo que tienes, ni siquiera tus logros. Lo más importante eres tú, un ser extraordinario que ha tenido la gallardía de vivir experiencias antagónicas que forman parte de tu vida. Abrazarás la luz y la claridad, el miedo y la alegría, el desconsuelo y la esperanza, el nudo de tu existencia, tu fragilidad que se vuelve fuerte cuando integras toda tu realidad.

Somos capaces de volar sin alas, sin el temor de caer hacia el abismo. Somos poquita cosa, pero nuestros anhelos son grandes y esta es la riqueza del ser humano, poseedor de una energía vital que lo hace capaz de ir más allá de sí mismo.