El invierno azotaba con toda su crudeza aquel pueblo del
sur. Aquel hombre salió de su pueblo natal de Extremadura, en Badajoz, dejando
atrás una bella esposa y cuatro hijos. La miseria de la postguerra le empujó, a
contra corazón, a alejarse de su familia para buscarles medios de vida. Y se
fue a trabajar a Sevilla, en el puerto, cargando y descargando mercancías.
Allí, una fría mañana de febrero, la muerte le salió al encuentro, inesperada y
rauda como un golpe de hoz.
Antes de ir al trabajo, no se sentía bien. Para vencer el
frío, fue a desayunar a un bar, tomó un vaso de vino y un bocadillo. Cuando
salió a la calle y se dispuso a cruzar, cayó desplomado al suelo.
Tenía un hermano que trabajaba también allí y pronto acudió
a su lado. Él fue quien tuvo que dar la triste noticia y avisar a su esposa y a
su familia, en el pueblo. Ella y su suegro viajaron de noche y apresuradamente,
montados en un burro, entre vientos y lluvia. En Sevilla, en el funeral, a la
viuda le dieron un pañuelo que habían encontrado en el bolsillo del difunto,
con un panecillo envuelto. No llevaba nada más consigo.
Tras la muerte de su amado, ¿qué ocurrió con aquella esposa?
Ni siquiera pudo despedirse de él, ni le pudo dar una sepultura en el pueblo,
como hubiera deseado. El día antes él había estado en el pueblo, a donde
regresaba los fines de semana y siempre que podía para ver a su mujer y a los
tres pequeños. Ella esperaba otro niño, embarazada de pocos meses.
Siempre recordaría la última noche que pasó con él, los
últimos abrazos, intensos y ardientes. Él era un hombre joven, fogoso y lleno
de vida. Se había quedado un día más en el pueblo, antes de regresar a Sevilla.
Como si hubiera querido alargar los momentos de amor apasionado, estirando al
máximo un tiempo que se le terminaba. Como si hubiera presentido que aquellas
horas serían las últimas que pasaría junto a su esposa.
Y recordaría, también, su despedida, ya en la puerta, bajo
el dintel, el último abrazo y la última mirada, con el corazón sangrante. Él se
alejó hasta desaparecer por la calle, mientras los ojos de ella se velaban de
lágrimas. Cuando cerró la puerta, ¿podía imaginar que jamás volvería a verlo
vivo?
El brillo intenso de sus hermosos ojos verdes se apagó. Su
luz se extinguió. ¿Qué ocurrió con aquel trocito de pan? Era lo último que a la
esposa le quedaba de él. Lo guardaría durante cincuenta años. Aquel pan,
símbolo del esfuerzo de un padre que quería alimentar a sus hijos, hacía más
soportable su ausencia. ¡Cuánto debió amarlo, en aquellos cincuenta años de
soledad! Ni la oscuridad de aquel trágico día, ni el diluvio que siguió a su
muerte, ni la terrible ausencia pudieron apagar el fuego vivo de su amor.
Cuando la razón de tu vida desaparece, te falta el aliento y
la respiración. Hasta que, con el tiempo, aprendes dolorosamente a respirar sin
él, porque el tren de la vida te sigue llevando, empujándote. Sumida en el
anonimato, en el vértigo de una ciudad cosmopolita donde fue a trabajar, la
esposa viuda nunca dejaría de latir por él.
Su vida no fue fácil. Tuvo que afrontar situaciones límite
en el ámbito familiar y laboral. Aquejada por diversos problemas de salud, ya
envejecida, siempre la contemplé como una luchadora que, en medio del trajín
diario, tuvo que sortear el peso de la ausencia de su amor. Sus callados
recuerdos la mantenían viva en la más profunda de las soledades.
El duelo le duró 50 años hasta que su corazón encontró la
paz y el sosiego. Aquel día ya estaba preparada para apearse de su largo
combate. Tenía 93 años cuando murió en el hospital de Sabadell. Él hubiera
cumplido 96. Ahora continúan su historia de amor en otra dimensión, la plenitud
de los cielos. Más allá del cosmos, los dos se volverán a fusionar bajo la
mirada de un Dios amor que nos ha prometido la vida eterna. Se acabaron la
soledad, la oscuridad, las lágrimas. Se acabaron la desazón y el dolor. Ahora
viven en una eterna alegría, que nunca más se truncará.