domingo, 25 de febrero de 2018

23 de febrero, sesenta años después

El invierno azotaba con toda su crudeza aquel pueblo del sur. Aquel hombre salió de su pueblo natal de Extremadura, en Badajoz, dejando atrás una bella esposa y cuatro hijos. La miseria de la postguerra le empujó, a contra corazón, a alejarse de su familia para buscarles medios de vida. Y se fue a trabajar a Sevilla, en el puerto, cargando y descargando mercancías. Allí, una fría mañana de febrero, la muerte le salió al encuentro, inesperada y rauda como un golpe de hoz.

Antes de ir al trabajo, no se sentía bien. Para vencer el frío, fue a desayunar a un bar, tomó un vaso de vino y un bocadillo. Cuando salió a la calle y se dispuso a cruzar, cayó desplomado al suelo.

Tenía un hermano que trabajaba también allí y pronto acudió a su lado. Él fue quien tuvo que dar la triste noticia y avisar a su esposa y a su familia, en el pueblo. Ella y su suegro viajaron de noche y apresuradamente, montados en un burro, entre vientos y lluvia. En Sevilla, en el funeral, a la viuda le dieron un pañuelo que habían encontrado en el bolsillo del difunto, con un panecillo envuelto. No llevaba nada más consigo.

Tras la muerte de su amado, ¿qué ocurrió con aquella esposa? Ni siquiera pudo despedirse de él, ni le pudo dar una sepultura en el pueblo, como hubiera deseado. El día antes él había estado en el pueblo, a donde regresaba los fines de semana y siempre que podía para ver a su mujer y a los tres pequeños. Ella esperaba otro niño, embarazada de pocos meses.

Siempre recordaría la última noche que pasó con él, los últimos abrazos, intensos y ardientes. Él era un hombre joven, fogoso y lleno de vida. Se había quedado un día más en el pueblo, antes de regresar a Sevilla. Como si hubiera querido alargar los momentos de amor apasionado, estirando al máximo un tiempo que se le terminaba. Como si hubiera presentido que aquellas horas serían las últimas que pasaría junto a su esposa.

Y recordaría, también, su despedida, ya en la puerta, bajo el dintel, el último abrazo y la última mirada, con el corazón sangrante. Él se alejó hasta desaparecer por la calle, mientras los ojos de ella se velaban de lágrimas. Cuando cerró la puerta, ¿podía imaginar que jamás volvería a verlo vivo?

El brillo intenso de sus hermosos ojos verdes se apagó. Su luz se extinguió. ¿Qué ocurrió con aquel trocito de pan? Era lo último que a la esposa le quedaba de él. Lo guardaría durante cincuenta años. Aquel pan, símbolo del esfuerzo de un padre que quería alimentar a sus hijos, hacía más soportable su ausencia. ¡Cuánto debió amarlo, en aquellos cincuenta años de soledad! Ni la oscuridad de aquel trágico día, ni el diluvio que siguió a su muerte, ni la terrible ausencia pudieron apagar el fuego vivo de su amor.

Cuando la razón de tu vida desaparece, te falta el aliento y la respiración. Hasta que, con el tiempo, aprendes dolorosamente a respirar sin él, porque el tren de la vida te sigue llevando, empujándote. Sumida en el anonimato, en el vértigo de una ciudad cosmopolita donde fue a trabajar, la esposa viuda nunca dejaría de latir por él.

Su vida no fue fácil. Tuvo que afrontar situaciones límite en el ámbito familiar y laboral. Aquejada por diversos problemas de salud, ya envejecida, siempre la contemplé como una luchadora que, en medio del trajín diario, tuvo que sortear el peso de la ausencia de su amor. Sus callados recuerdos la mantenían viva en la más profunda de las soledades.

El duelo le duró 50 años hasta que su corazón encontró la paz y el sosiego. Aquel día ya estaba preparada para apearse de su largo combate. Tenía 93 años cuando murió en el hospital de Sabadell. Él hubiera cumplido 96. Ahora continúan su historia de amor en otra dimensión, la plenitud de los cielos. Más allá del cosmos, los dos se volverán a fusionar bajo la mirada de un Dios amor que nos ha prometido la vida eterna. Se acabaron la soledad, la oscuridad, las lágrimas. Se acabaron la desazón y el dolor. Ahora viven en una eterna alegría, que nunca más se truncará. 

domingo, 18 de febrero de 2018

La sombra del misterio

Era una mujer con vigor inagotable, con una salud de hierro, que esparcía vida por todos sus poros. Servicial y comunicativa, cuando le preocupaba algún tema se metía a fondo: nunca se rendía. Extrovertida y conversadora, el mundo se le hacía pequeño. Vivía con intensidad, sin tregua. Hacía deporte, caminaba, estaba en mil cosas a la vez, apurando las horas y los minutos. El día se le quedaba corto, quería más y más.

Su inquietud social la llevó a tener una gran sensibilidad hacia los pobres y los que sufren. Fue voluntaria del comedor social de la parroquia de San Félix. Su dedicación y su fuerte personalidad hicieron de ella una coordinadora con criterios y principios robustos.

Así era Susi, expansiva y dinámica, siempre metida en mil asuntos e intentando ayudar a los demás, aunque no siempre le saliera bien. Era la mujer incansable, siempre a punto.

Hasta que, unos meses atrás, unos vértigos extraños empezaron a aquejarla. Los médicos no acertaban a ver qué enfermedad podía esconderse tras aquellos síntomas. Con el paso de los días, los mareos y un temblor que parecía inicio de Parkinson se fueron intensificando. Eran señal de que algo estaba sobreviniendo en su cerebro, pero nadie encontraba la causa.

Aquella Susi, que estallaba en vida, comenzó a declinar. La debilidad creciente le resultaba incomprensible e injusta, ¿por qué le pasaba todo esto a ella, tan volcada en ayudar a los demás? ¿Por qué una persona de vitalidad inagotable cae de esta manera?

Más allá de las preguntas, la enfermedad de Susi me ha llevado a meditar en la fragilidad del ser humano. Por mucho que uno piense, luche y haga, sean cuales sean sus motivaciones, hay algo que siempre se nos escapa. Algo que ni la filosofía ni las ciencias pueden agotar. Es el misterio imprevisible del ser humano. Hay aspectos de la persona que nunca acabaremos de entender. Por mucho que viajemos hacia nuestro interior, en nosotros hay zonas insondables a donde nadie puede llegar. Zonas desconocidas que escapan a la razón. Ante la impotencia, hemos de aprender a vivir en ese espacio oscuro a donde no llega la luz y asumir que esta realidad, por muy dura que sea, forma parte de nuestra naturaleza.

Todo lo que cae fuera del conocimiento nos genera temor. El miedo a lo desconocido y sus consecuencias nos abruma. La complejidad del cerebro y de nuestra composición genética es inmensa. Pero, además, en nuestra vida pesan las emociones, las antecedentes familiares, las consecuencias de nuestra forma de vivir, rasgos genéticos que no controlamos, efectos tóxicos del medio ambiente, de los alimentos que tomamos… Cualquier componente químico puede alterar nuestro cerebro y afectar a nuestra capacidad para movernos, hablar, ver y sentir. Un virus, una mutación, una serie de factores que se nos escapan pueden reducir un mar de vida a un pequeño riachuelo que baja, con un hilo de agua, hacia un abismo perdido entre montañas.

Susi es un eco de lo que fue. La mutación de un gen le produce una proteína que literalmente le está devorando el encéfalo. Cuando voy a verla al hospital ella me mira, clavando sus ojos en los míos. Apenas puede hablar, pero lo intenta. Me estremezco ante su esfuerzo y sólo puedo permanecer en un profundo silencio, que me sale de lo más hondo. Siento su terrible vulnerabilidad, quisiera decir algo, pero no encuentro palabras. El silencio se hace doloroso, se me parte el alma e intento buscar respuestas más allá de la razón, en la vida, en el misterio… en Dios.

Sólo puedo mirarla con dulzura y agradecer lo que ha hecho en el comedor social y en la parroquia. Una lágrima baja por sus mejillas. Un ser se desvanece. Me habla con sus ojos, con sus manos temblorosas, con su mirada fija. La beso en la frente, sintiendo que la vida todavía corre por sus venas y que un bucle de pensamientos, emociones y recuerdos pasa por su mente. Su alma todavía se comunica, de otra manera. Ella sigue siendo ella y yo tengo que aprender su nuevo lenguaje.

Soy testigo de esa sombra del misterio, del dolor humano. Salgo del hospital y pienso cuán frágiles somos, como aquellas amapolas de los campos, llenas de color, que un golpe de aire puede marchitar en un solo día. ¿Por qué tanta belleza efímera? ¿Por qué tanta vida fugaz, pasajera? Sólo Dios puede descifrar este misterio. A nosotros sólo nos queda contemplarlo, aún en medio del dolor de ver cómo un ser humano se va apagando. También el enfermo tiene su belleza, porque es persona, porque sigue viva. Ojalá nunca olvidemos que, pese a las sombras, sigue habiendo belleza en el mundo.

Rezo por Susi en este peregrinaje que ha iniciado hacia el infinito. 

domingo, 4 de febrero de 2018

Hedonismo intelectual

Gracias a la razón la ciencia ha avanzado exponencialmente en sus diferentes disciplinas. La sociedad del conocimiento está permitiendo grandes progresos tecnológicos y científicos. El progreso es imparable buscando mejoras en todos los ámbitos del saber, así como nuevos filones de negocios y la creación de una sólida estructura empresarial que permita cubrir todas las necesidades de la sociedad. La humanidad avanza y los retos son cada vez mayores. Potenciar la inteligencia ha permitido descubrir cosas insospechadas, tanto en biología como en medicina, física, ingeniería y astronomía. Los inventos se multiplican y muchos de ellos han mejorado nuestra vida ―aunque no todos―.

Teniendo todo esto un enorme valor, hemos caído en la idolatría de la razón, convirtiéndola en una diosa, sin caer en la cuenta de que hay otros aspectos de la vida del ser humano que quizás hemos descuidado y no les hemos dado el valor que se merecen, como por ejemplo, el cuerpo.

Hemos olvidado el cuerpo


Hemos sobrevalorado la inteligencia, la capacidad cognitiva del hombre, el saber y el conocimiento. Esto se ve claramente en nuestro sistema educativo. Incluso hemos valorado a las personas por su rendimiento intelectual. Pero hay otros tipos de inteligencia que tienen tanto valor como la capacidad de crear entelequias.

Podemos hablar de la inteligencia práctica, la inteligencia emocional, artística, creativa, incluso de una inteligencia relacional, de “saber ir por el mundo”, o la capacidad de adaptación, que sabe enfrentarse a cualquier situación de la vida. No es la inteligencia matemática que descodifica un logaritmo y extrae de él innumerables aplicaciones científicas. También existe la inteligencia doméstica, o “de andar por casa”.

Inteligencia es algo más que generar abstracciones. Es más que tener una buena memoria o la capacidad de vertebrar un discurso de forma amena y pedagógica. Existe también una inteligencia de lo pequeño, de las cosas sencillas, una inteligencia del orden, del cuidado, de la salud, del cuerpo, del bienestar.

Pero occidente, en su mentalidad dualista, ha separado el cuerpo y la mente de tal manera que en algunas ocasiones se ha producido un divorcio. Cuando se habla de hedonismo, uno tiende a pensar en alguien que vive pendiente de los instintos, de su aspecto físico y su bienestar corporal. Pero existe otro hedonismo, que es el que rinde culto al placer intelectual. Existe otra bulimia, que es la avidez de conocimiento y saber sin medida alguna. Existen otras adicciones, no ya a sustancias físicas, sino a la actividad intelectual. La mente es tan voraz como el estómago. Si no la educamos, no conoce límites.

Los límites del intelecto


He visto a grandes académicos con una capacidad y un brillo admirables, grandes intelectuales y profesores de inteligencia suprema, que de golpe lo perdían todo. Muchos de ellos estaban pasados de peso, estresados, aquejados de diferentes patologías cardiovasculares. No valoraban el cuerpo, su cuidado, la importancia de unos hábitos sanos. Idolatraron el estudio y despreciaron el mundo físico. Llevaron hasta el extremo sus capacidades cognitivas, ignorando que las neuronas y las conexiones nerviosas que les permiten razonar han de estar bien alimentadas, con oxígeno y nutrientes que posibiliten el buen funcionamiento cerebral. La capacidad de crear un discurso coherente no sólo depende de su inteligencia, sino de algo tan sencillo como el respirar bien y seguir una correcta alimentación.

El mundo intelectual, e incluso el científico y médico, ha minimizado el efecto de una buena nutrición del cuerpo para optimizar sus capacidades. Cuando estamos en la cresta de la ola olvidamos que un día podemos caer en las profundidades del mar. Cuando pisamos el vértice, la cima del éxito, y somos halagados por muchos, no nos percatamos de que estamos presos de una adicción poderosa que cada vez nos exige más. Podemos llegar a creernos dioses, inmunes a cualquier caída. El precio a pagar, a veces, es muy alto. La autoidolatría necesita un escenario para sobrevivir, y sin querer lo estamos creando a nuestro alrededor. Pero el realismo nos hace tocar de pies a tierra: el impacto de una enfermedad, el dolor, el cansancio, una ruptura o un accidente… todo esto nos hace ver cuán lejos estamos de nuestro cuerpo.

He conocido a grandes faros luminosos que se quedaban sin luz. Habían caído en la soberbia de sentirse poderosos e invulnerables, sin darse cuenta de que todos estamos hechos de barro, somos frágiles ánforas que en cualquier momento se pueden resquebrajar. Un día, sin saber cómo, esa vasija se rompe. El cerebro sufre una lesión, o el corazón padece un infarto, o enfermamos y corremos el riesgo de perder un órgano vital.

Reconciliar cuerpo y mente


Es entonces cuando tenemos que emprender el recorrido de vuelta, asumiendo con humildad las secuelas físicas, emocionales e intelectuales de nuestro accidente. No olvidemos que nuestro cerebro es materia y se aguanta por medio de sustancias que le vienen de una buena nutrición; no olvidemos que lo que sostiene el alma, nuestra energía y nuestra salud, es el cuerpo: un cuerpo bien alimentado, sano, equilibrado. El cerebro no sólo nos permite pensar, razonar y trazar estrategias, sino movernos, ver, oír, sentir y generar hormonas que impulsan nuestro metabolismo. Tiene una íntima relación con el aparato digestivo. Es mucho más que una sofisticada máquina intelectual: es el centro motor de todas nuestras funciones vitales, así como las emocionales y psíquicas.

La diosa razón, desde su poltrona, se ha convertido en una dictadora que ha sometido al cuerpo a un estrés brutal, convirtiéndolo en su esclavo. La tiranía de la inteligencia ha sacrificado el cuerpo.

La inteligencia, puesta en su lugar, ha de traducirse en un buen cuidado del cuerpo, de la salud, de las emociones, de nuestros pensamientos. Ojalá descubramos que mente y cuerpo han de estar unidos; que son aliados en la gran misión de construir una vida más armónica y feliz, que entre la mente y el cuerpo está el alma, a quien los dos tienen que servir, sin soberbia ni hedonismo.

Sólo así podremos llegar a una vejez lúcida y gozosa, preparados para dar el salto final, no enfermos, sino saludables y conscientes. Estar sanos es una obligación ética para poder disfrutar hasta el último momento del regalo de la vida.