domingo, 29 de abril de 2018

La prisa, una adicción


Culto a la velocidad


La cultura tecnológica y el progreso son aspectos que pueden aumentar la calidad de vida. Acceder a lo que uno quiere de manera inmediata a través de soportes tecnológicos tiene sus ventajas, pero también puede alejarnos de nuestra auténtica identidad.

Sabemos que los niños, cuando se les malacostumbra y se les da todo lo que piden, pueden sufrir cambios psicológicos y emocionales profundos. Se convierten en tiranos; para evitar que se enfaden, muchos padres acceden a sus peticiones, cada vez más exigentes.

¿Necesitamos todo lo que nos ofrecen los avances tecnológicos? ¿O nos estamos mal acostumbrando? Ya no pedimos, sino que exigimos. Compramos compulsivamente y no nos damos cuenta de que el tiempo es otro producto que se nos está vendiendo como algo propio del progreso: queremos tener el mejor dispositivo, y el más rápido. Queremos acceder a Internet con la máxima velocidad. La velocidad ferroviaria es cada vez mayor, así como los aviones y los motores de los coches. ¿Y si la velocidad está creando nuevas patologías?

Cuanta más velocidad obtenemos, más queremos. ¿Qué le pasa al hombre con la velocidad? Si no damos el cauce adecuado a los nuevos hallazgos científicos podemos llegar a vivir fuera de la realidad, sin aceptarla tal como es. Cada vez se están haciendo más estudios neurológicos que apuntan a un estrés mental, provocado por el uso de aparatos, que puede llegar a ser pandémico.

Recuperar nuestro ritmo vital


El ritmo del ser humano está sujeto al ritmo de la naturaleza. En ella vemos cadencias armónicas, regulares y pausadas: la noche y el día, las estaciones… Nuestro propio ritmo biológico: alimentación, ejercicio, descanso, necesita sus tiempos y no puede precipitarse.

Idolatrar la tecnología nos aleja de nuestro propio yo. Nuestra estructura psíquica y cerebral requiere de silencio, de meditación, de tiempo para lo lúdico, para caminar, disfrutar de un entorno apacible, de la belleza, de la intimidad. Necesitamos tiempo para la ternura y la contemplación, para el no hacer y, simplemente, vivir.

Por autoexigencia o por compromisos, sociales y laborales, a veces nos vemos acelerados. La presión y los compromisos nos están robando la serenidad y la capacidad de admirar de manera espontánea. ¿A cuántos ejecutivos de empresa les han diagnosticado estrés, depresión o un excesivo cansancio, llegando al agotamiento ya no sólo físico, sino mental, emocional y energético? Las personas aquejadas de estrés van perdiendo su rumbo. La velocidad puede afectar a los circuitos neuronales, creando lagunas, vacíos y ausencias y, poco a poco, pérdidas de memoria. Cuando la prisa y el aquí y ahora se apoderan de la mente, pueden tener graves consecuencias, hasta la pérdida de identidad.

El mundo nos lanza al frenesí. Hemos de aprender a vivir en un mundo donde se cotizan el tiempo y la velocidad y, al mismo tiempo, compaginarlo con nuestra vida interior.

Ser dueños de la mente


No digo que haya que volver a la prehistoria, pero sí hemos de saber que la seducción del marketing nos hace idolatrar los avances científicos y tecnológicos. Que esto no nos haga apearnos de lo que somos en realidad. Ceder poder a la mente es sumamente peligroso. Respirar, descansar y hacer ejercicio físico nos puede ayudar a parar la mente. Si decimos que para cuidar el cerebro hemos de vigilar con la excesiva glucosa, lo mismo con la velocidad y la hiperactividad. En el caso del hombre, la velocidad se justifica sólo cuando tiene que correr ante un depredador. En el libro del Eclesiastés, en la Biblia, leemos que hay un tiempo para todo: un tiempo para construir, un tiempo para derribar; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar… un tiempo para llorar, un tiempo para reír…

No podemos evitar la velocidad que nos ofrece la tecnología, pero sí podemos ser dueños de ella y hacer un uso correcto.

Del mismo modo, podemos ser señores de nuestra mente y aprender a vivir a un ritmo más pausado, más consciente, más humano, que nos permita arraigar en la realidad y, al mismo tiempo, conectar con la trascendencia que todo lo sostiene.

domingo, 22 de abril de 2018

Niños rotos


Hace unos días vi cómo una puerta de cristal se rompía en mil pedazos. Una fuerte presión incontrolada hizo que cayera al suelo con estrépito, llamando la atención de todos quienes miraban. Afortunadamente, nadie resultó herido.

Viendo cómo un cristal puede partirse en tantos trozos diminutos, rápidamente evoqué un pensamiento de dolor. Cuántas almas me he encontrado rotas en pedazos, como ese cristal. A lo largo de mi vida, he tenido la ocasión de conocer a muchos niños que viven o han vivido situaciones difíciles debido a un entorno familiar y social de riesgo. Las relaciones conflictivas han llevado a las familias a vivir momentos de ruptura y violencia; en algunos casos, la falta de recursos ha conducido a la negligencia y la desatención. Otras veces, los pequeños han sufrido golpes emocionales y sicológicos o han vivido la soledad en medio de una familia que sólo se preocupaba por las cuestiones materiales, olvidando el alimento afectivo que todo niño necesita para crecer.

El niño que sufre está notando que se le usurpa el derecho a ser un niño normal, alimentado, querido y envuelto en un clima de confianza y amor. En definitiva, en un espacio sereno, educativo y lúdico. Los niños necesitan, y mucho, miradas cálidas, gestos de ternura, un referente moral y educativo en su proceso de crecimiento. Son muchos los niños que, a corta edad, están sufriendo las contradicciones de los adultos, el egoísmo de una sociedad que mira hacia otro lado y la frialdad de unos gobiernos incapaces de tomar medidas.

Lo cierto es que esos niños están soportando un dolor tan fuerte que su psique termina quebrándose, como aquella mampara de cristal. Su dolor es un grito silencioso en medio de un mundo insolidario e irresponsable. Aquellos cristales esparcidos por el suelo me han recordado tantos niños cuyo sufrimiento rasga las entrañas de nuestra sociedad. Cuántos niños lloran porque quieren vivir su niñez en paz. Pero su llanto no quiebra el corazón blindado de muchos que viven indiferentes o ignorantes de tanto sufrimiento.

Los niños tienen derecho a ser niños y a florecer en todo su potencial. ¿Quién puede ser tan gélido e insensible al dolor de los niños? Si se les arranca el derecho a jugar, a reír, a aprender en un ambiente cálido y de apoyo, ¿qué será de ellos?

Puede parecer que exagero, pero conozco muy bien el tema por mi trabajo en la fundación ARSIS, que creé hace muchos años. En ARSIS estamos atendiendo a niños que han sufrido situaciones de maltrato o negligencia límite en sus hogares. Las historias de estos pequeños son sobrecogedoras.

Muchas de estas situaciones el papa Francisco las denunció en una de sus homilías por Navidad. Un niño sin alegría será un joven abatido y desconfiado, un adulto falto de razones para vivir, incapaz de dar sentido a su vida, con dificultades para encontrar trabajo y generador de conflictos sociales. Quizás tenga problemas con el alcohol o las drogas y se convierta en un incapacitado. Quizás termine como un indigente que camine sin rumbo, sin compañía, sin afecto. La soledad se convertirá en su refugio y la amargura será su compañera. Un ser sin horizonte ni esperanza, sin caminos. Las cuerdas vocales del alma se quedarán sin voz, pero en el rincón más hondo de su corazón continúa vivo aquel niño roto que sigue gritando hacia adentro. El sol de su infancia se eclipsó y ahora vive en un permanente invierno. ¡Cuántos niños rotos siguen creciendo sin poder rehacerse! Pero, ¿acaso se puede reconstruir un cristal partido en mil pedazos?

Puede haber grandes profesionales, psicólogos humanitarios y entregados, que logren ensamblar muchas piezas, uniendo los cortes. Pero las juntas serán cicatrices que siempre estarán ahí.

El reto terapéutico para ayudar a estos niños y adolescentes es que, con paz, intenten aceptar y más tarde abrazar esas heridas que, pese a todo, forman parte de su legado. Quizás cuando superen el resentimiento, bien acompañados, puedan asimilar esta gran lección vital y ayudar a otros niños que sufren. Quizás se conviertan en grandes defensores de los derechos de la infancia. Algunos activistas o terapeutas lo han hecho así: fueron niños maltratados o abandonados; siendo adultos, se han volcado en una lucha incansable por devolver al niño su dignidad. Han convertido su fragilidad en heroísmo y sus heridas en fortaleza.

Hay quienes caen en el victimismo y se hunden. Pero otros pueden convertir los gritos y los pedazos rotos en el abono de una vida renovada, reconciliada, capaz de dar fruto pese a las cicatrices del alma. Todos tenemos esa fuerza dentro. Y los niños, especialmente, son muy fuertes. Si reciben ayuda durante su infancia pueden remontar. Un cristal roto no puede recomponerse… Pero la vida no es materia inerte. Aunque queden las marcas del dolor, siempre será posible reconstruirse.

sábado, 7 de abril de 2018

El desafío de la libertad


La libertad nos impulsa


La libertad forma parte de la realidad intrínseca del ser humano. El hombre está concebido para expandirse, crecer, madurar y sacar afuera todas sus capacidades y talentos. La libertad le permite desarrollar su creatividad, de aquí que esta se convierta en la raíz más profunda que constituye su ser.

Es verdad que por miedo o por huida a menudo nos autolimitamos y renunciamos a nuestras enormes capacidades. Pero, ¿cómo hacer uso de este gran potencial que nos lanza al desarrollo humano, intelectual, social y creativo?

El uso de la auténtica libertad nos lleva a conseguir metas asombrosas, atreviéndonos a hacer realidad lo que para muchos es imposible. La libertad verdadera nos empuja a trascender las estructuras, las ideologías y las doctrinas, llevándonos a vivir en tierra de nadie, en la frontera, donde la soledad, el miedo y la incerteza no nos impiden avanzar. Cuanto más avanzamos, los retos son mayores, pero más crecemos.

¿Lanzarse al vacío o ahondar hasta lo más íntimo de nuestro castillo interior? Será lo que nos ayudará a saber quién somos y para qué estamos en este mundo.

Ser persona es ser libre


La libertad nos llevará a concentrarnos en lo que somos, y descubriremos lo que ni siquiera podíamos imaginar en nosotros mismos: un alma con una enorme capacidad de volar, sin temer a los vientos interiores. Esta es la gran hazaña del hombre: ser libre, en su totalidad, sin hipotecas educativas, culturales, familiares o sicológicas.

El despliegue como persona nos pedirá superar los temores más íntimos, causados por la presión social y los patrones emocionales. Seremos más libres cuanto más conscientes seamos. Un hombre que no es libre no es hombre, porque lo que le hace persona es la libertad. Todo lo que anhelamos en lo más profundo de nuestro ser forma parte de nosotros. De la misma manera que decimos que el cuerpo es 70 % agua, y que ésta forma parte de nuestra naturaleza, lo mismo diremos de la libertad: no es un accidente ni una opción, es algo esencial en nuestra naturaleza. Todos nacemos libres, aunque esto sea una cualidad que debamos desarrollar y acrecentar.

Liberarse de cadenas


Pero ¡cuánto cuesta ser libre! Conseguirlo tiene su precio y sus riesgos. El pasado pesa, pesan los errores, los miedos y las inseguridades, el qué dirán los demás. Los padres marcan mucho, y los amigos también. Pero hay una hipoteca mayor, que es uno mismo. Cuesta deshacerse de los propios lastres, de la imagen que queremos ofrecer a los demás; nos da pánico mostrarnos tal como somos. Vigilamos cuidadosamente de dar una buena imagen, y nos da vértigo afrontar el abismo más profundo de nuestra psicología. El inconsciente nos da pavor. Vivimos en una burbuja porque nos da miedo erosionarnos con la realidad y que esta nos haga descubrir quiénes somos.

¿Quién se atreve a salir de sus propias esclavitudes para cortar sus cadenas? ¿Quién se atreve a abrazar y asumir sus propios agujeros para llegar al fondo del abismo de su ser? ¿Quién se atreve a salir de sus murallas, de su cárcel interior? Preferimos una cárcel de oro antes que la inhóspita intemperie, donde sabemos que no hay nada seguro, hace frío o hace calor, sopla el viento, sentimos soledad e impotencia ante la inmensidad de lo que hay afuera. Cortar la soga de nuestras seguridades y lanzarnos a lo desconocido, tanto de adentro como de afuera, es una gran epopeya que nos ayudará a vivir plenamente, hasta descubrir las consecuencias últimas de la libertad. ¿Estamos dispuestos a desengancharnos de nosotros mismos para ser uno con los demás y generar nuevos vínculos, que nos espoleen a descubrir la propia identidad?

Para conseguir la perla de la libertad tenemos que dejar todas las comodidades y dejar de autoidolatrarnos. Hemos de conseguir que se armonicen la voluntad, los deseos, las emociones y la inteligencia: si somos capaces de hacerlo habremos iniciado un viaje hacia la total felicidad, que es algo más que un estado emocional, es una manera de vivir y de ser. Valdrá la pena dejar muchas cosas atrás.

Es maravilloso ser humano, sin miedo a las ráfagas del viento que sacude la inmensidad del cielo. Cuando uno se libera de sus cadenas alcanza la libertad total, el éxtasis de su plenitud.