Nuestra cultura ha dado mucho valor a la herencia material:
equipamiento, inmuebles, tierras y capital. Cuando redactamos un documento
notarial para transmitir a los hijos los bienes que hemos acumulado, todo se
reduce a un listado de patrimonio. Pero la familia, ¿está concebida como una
institución económica o es algo más?
Hay otro legado que han de heredar los hijos. Lamentablemente,
hasta las relaciones familiares están mediatizadas por el dinero, es decir, por
lo que se posee y no tanto por lo que es
cada persona. La sociedad suele valorar a las personas por la capacidad de
generar recursos. Si no tienes nada, no eres nada. Estamos hablando de una
concepción materialista de la vida —vales lo que tienes—, que se ha trasladado
a la familia. Dedicamos buena parte de nuestra vida a trabajar para tener, a
veces incluso haciendo un sobreesfuerzo y dejándonos la salud por el camino. El
culto al tener, a la imagen de prestigio que otorga el dinero, ocupa un lugar
demasiado alto en nuestra jerarquía de valores.
Esta visión de las cosas poco a poco va mermando el valor de
la persona y su dignidad. Somos algo más que un sujeto consumista a merced de
las leyes del mercado; somos personas libres y responsables, que no se dejan
manipular por las corrientes economicistas. Somos algo más que necesidades
físicas. Los hijos han de heredar algo más que bienes materiales.
¿Cuál es el auténtico legado que los padres han de pasar a
sus hijos? El esfuerzo de una lucha que trasciende lo económico. El valor
sagrado de la persona, la honestidad, un espíritu de mejora hasta la
excelencia, la búsqueda del crecimiento personal y humano.
Los hijos han de heredar de sus padres todo aquello que
trasciende lo material: creatividad, generosidad para ayudar a crear un mundo
mejor, más solidario y pacífico. Han de recibir el valor de sus raíces, su cultura,
su fe cristiana. El valor de la hospitalidad, la acogida del otro, la amistad.
La familia como institución de amor, y no de vínculos interesados. La
sensibilidad hacia los marginados.
Junto con los bienes materiales, el testamento debería
recoger en alguna cláusula los principios y valores humanos de los padres,
aquellos que han configurado sus personas y sus vidas, más allá de las
abstracciones religiosas e ideológicas. El bien común debería convertirse en la
razón de ser de un testamento, para que nunca se renuncie a la instancia moral
en el uso de los recursos. Los testamentos podrían ir acompañados de una carta
que marcase los criterios y valores en el uso de los bienes heredados. Sólo así
podremos dejar de idolatrar las posesiones y comprenderemos que que el dinero
no es más que un medio para alcanzar, de manera creativa, el bien que se puede
llegar a hacer. Se trata de convertir el bien material en un bien espiritual
que produzca una gran alegría a la persona que lo acepta. Este es el gran
legado que los hijos han de recibir de los padres: no sólo lo que tienen, sino
lo que son.
De esta manera, no nos dolerá tener menos, porque no hemos
renunciado a la riqueza de verdad: aquellos valores que nos han hecho ser
personas.
Cuanto más compartimos, más somos, y cuanto menos
compartimos, menos somos. La felicidad del ser humano consiste en ser para los
demás. El mejor testamento que podemos dejar a nuestros hijos es darles lo que
somos: nuestra vida, talentos y libertad, nuestro amor.
He visto muchos testamentos, y en ninguno de ellos he leído
la palabra amor. Sólo listados de
bienes a repartir. Es verdad que se trata de un documento jurídico, pero
también es verdad que quienes lo firman son personas, con valores humanos, que
tienen una cosmovisión de la realidad y unas creencias. Si a un documento frío
bien delimitado, donde se señalen cantidades de dinero y patrimonio a
distribuir, se le añade un anexo con una declaración de intenciones, quizás se
podrían evitar grandes conflictos entre los miembros de la familia.