domingo, 24 de junio de 2018

El verdadero testamento


Nuestra cultura ha dado mucho valor a la herencia material: equipamiento, inmuebles, tierras y capital. Cuando redactamos un documento notarial para transmitir a los hijos los bienes que hemos acumulado, todo se reduce a un listado de patrimonio. Pero la familia, ¿está concebida como una institución económica o es algo más?

Hay otro legado que han de heredar los hijos. Lamentablemente, hasta las relaciones familiares están mediatizadas por el dinero, es decir, por lo que se posee y no tanto por lo que es cada persona. La sociedad suele valorar a las personas por la capacidad de generar recursos. Si no tienes nada, no eres nada. Estamos hablando de una concepción materialista de la vida —vales lo que tienes—, que se ha trasladado a la familia. Dedicamos buena parte de nuestra vida a trabajar para tener, a veces incluso haciendo un sobreesfuerzo y dejándonos la salud por el camino. El culto al tener, a la imagen de prestigio que otorga el dinero, ocupa un lugar demasiado alto en nuestra jerarquía de valores.

Esta visión de las cosas poco a poco va mermando el valor de la persona y su dignidad. Somos algo más que un sujeto consumista a merced de las leyes del mercado; somos personas libres y responsables, que no se dejan manipular por las corrientes economicistas. Somos algo más que necesidades físicas. Los hijos han de heredar algo más que bienes materiales.

¿Cuál es el auténtico legado que los padres han de pasar a sus hijos? El esfuerzo de una lucha que trasciende lo económico. El valor sagrado de la persona, la honestidad, un espíritu de mejora hasta la excelencia, la búsqueda del crecimiento personal y humano.

Los hijos han de heredar de sus padres todo aquello que trasciende lo material: creatividad, generosidad para ayudar a crear un mundo mejor, más solidario y pacífico. Han de recibir el valor de sus raíces, su cultura, su fe cristiana. El valor de la hospitalidad, la acogida del otro, la amistad. La familia como institución de amor, y no de vínculos interesados. La sensibilidad hacia los marginados.

Junto con los bienes materiales, el testamento debería recoger en alguna cláusula los principios y valores humanos de los padres, aquellos que han configurado sus personas y sus vidas, más allá de las abstracciones religiosas e ideológicas. El bien común debería convertirse en la razón de ser de un testamento, para que nunca se renuncie a la instancia moral en el uso de los recursos. Los testamentos podrían ir acompañados de una carta que marcase los criterios y valores en el uso de los bienes heredados. Sólo así podremos dejar de idolatrar las posesiones y comprenderemos que que el dinero no es más que un medio para alcanzar, de manera creativa, el bien que se puede llegar a hacer. Se trata de convertir el bien material en un bien espiritual que produzca una gran alegría a la persona que lo acepta. Este es el gran legado que los hijos han de recibir de los padres: no sólo lo que tienen, sino lo que son.

De esta manera, no nos dolerá tener menos, porque no hemos renunciado a la riqueza de verdad: aquellos valores que nos han hecho ser personas.

Cuanto más compartimos, más somos, y cuanto menos compartimos, menos somos. La felicidad del ser humano consiste en ser para los demás. El mejor testamento que podemos dejar a nuestros hijos es darles lo que somos: nuestra vida, talentos y libertad, nuestro amor.

He visto muchos testamentos, y en ninguno de ellos he leído la palabra amor. Sólo listados de bienes a repartir. Es verdad que se trata de un documento jurídico, pero también es verdad que quienes lo firman son personas, con valores humanos, que tienen una cosmovisión de la realidad y unas creencias. Si a un documento frío bien delimitado, donde se señalen cantidades de dinero y patrimonio a distribuir, se le añade un anexo con una declaración de intenciones, quizás se podrían evitar grandes conflictos entre los miembros de la familia.

domingo, 17 de junio de 2018

Las herencias, ¿una maldición o una oportunidad?


La herencia es de una importancia vital en las sociedades humanas. Es una cuestión recurrente en círculos de familiares, amigos y conocidos. Las herencias provocan grandes debates, tanto en los hogares como en los medios de comunicación. Es un tema que no deja a nadie indiferente.

La herencia muchas veces es fuente de conflictos entre familiares. Una institución tan sólida como la familia puede verse gravemente amenazada por las luchas intestinas por conseguir la mejor parte de la herencia. Por esta causa, muchas familias han vivido rupturas irreparables entre hermanos y parientes. Lamentablemente, conozco unos cuantos casos.

Hoy se habla mucho de la crisis de la institución familiar. Pero pienso que quizás no son tanto las ideologías las que pueden fragmentarla, sino los valores y las creencias que se están cultivando dentro de ella. ¿Qué están enseñando los padres a sus hijos en cuestión de dinero, propiedad y uso de los recursos? Una mala educación en estos aspectos puede ser tan letal como una bomba.

Aunque las herencias estén legisladas y se establezca una parte que debe ir a los hijos, la legítima, esto no impide que entre los miembros de una familia se produzcan tensiones y hasta denuncias para conseguir más. El largo proceso judicial que esto conlleva no hace más que intensificar el conflicto.

¿Querían esto los padres que han gestionado sus recursos para poder dejar un legado a sus hijos? ¿Podían prever la lucha feroz de estos por quedarse con todo lo que puedan, sin importarles el esfuerzo de sus progenitores, sus sacrificios, sus luchas? La herencia se convierte en el detonante de una lucha sin cuartel entre hermanos.

El tema requiere una profunda reflexión, así como la necesidad de actuar con criterios éticos y sensatos para evitar la fragmentación del grupo familiar.

Algunas cuestiones que los padres deberían tener en cuenta


¿Qué valor damos al dinero? ¿Es un medio para crecer, para solidarizarnos con los pobres, para generar iniciativas orientadas al bien común? ¿O es un recurso a acumular para beneficio exclusivamente propio? ¿Es el dinero un medio para reafirmarnos ante los demás y presumir de nuestras capacidades? ¿O es un medio ingenioso y creativo para contribuir a la mejora de la sociedad? ¿Lo utilizamos para potenciar nuestras capacidades y compartir nuestros talentos? ¿O queremos amasar una fortuna atendiendo sólo a nuestros deseos? ¿Qué estamos enseñando los padres a los hijos sobre el dinero?

No olvidemos que la capacidad de generar recursos está íntimamente ligada a la realización personal, así como al derecho de gozar de una vida digna, próspera y con calidad. Más allá de estos anhelos totalmente legítimos, una cosa es obtener beneficios y otra cosa es que el beneficio económico se convierta en el único motor del trabajo. ¿Por qué hacemos lo que hacemos y tomamos las decisiones que tomamos?

Nuestra jerarquía de valores va a marcar los criterios educativos que se inculcan en familia. Si para los padres el dinero y el patrimonio son lo más importante y los hijos ven que sacrifican su tiempo y sus energías por acumular bienes, están heredando una cierta mentalidad, que sitúa el culto al dinero por encima de la misma persona y del bien común.

Si los hijos ven que el dinero es lo más importante para los padres, su ambición irá creciendo. Muchas veces los padres no son conscientes de que están alimentando en sus propios hijos la codicia y el afán por tener más. Están gestando una guerra entre hermanos.

No sólo esto. Cuando uno de los dos cónyuges fallece, si los hijos no están de acuerdo con el testamento pueden iniciar un calvario para el viudo o la viuda, presionándolo y rompiendo los lazos afectivos. Es importante, pues, educar en estos aspectos a los hijos, para evitar el desmoronamiento familiar. Y se educa no sólo con palabras, sino con el ejemplo diario.

La gestión de los recursos y las propiedades tiene una fuerte implicación moral. Quizás sea necesario apuntar nuevos planteos en la distribución de las herencias.

El testamento debería tener unas consideraciones que contemplasen no sólo a la familia, sino el entorno y la sociedad, en especial los más débiles y necesitados. Ya no sólo desde un punto de vista religioso: debería considerarse la ayuda al prójimo como un imperativo ético. Es justo devolver a la sociedad una parte de lo que nos ha dado.

Y por un criterio educativo, también estaría bien plantearse si es bueno solucionar la vida de los herederos por anticipado. Si el hijo sabe que va a heredar una fortuna ¿no le faltará la motivación y la madurez para trabajar, crecer y aprender a construir su futuro, pues ya lo tiene todo?

Es una pregunta que lanzo al aire. Quizás con la mejor intención del mundo, los padres están incapacitando a sus hijos para luchar y abrirse camino en la vida. Les están ahorrando el esfuerzo, pero también los están volviendo muy frágiles y vulnerables.

Por otra parte, si el hijo dilapida la herencia por no saber gestionarla, los padres no habrán contribuido a asegurarle nada, más bien al contrario, habrán propiciado, sin querer, su ruina.

Hay otro aspecto en el sentido de la propiedad familiar: es la posesión, no sólo de bienes sino de los hijos. Muchos padres sienten que los hijos son propiedad suya, tanto como los inmuebles y el dinero. Por tanto, todo queda en casa. Disponen de sus posesiones igual que disponen de la vida de sus hijos, más allá de su muerte. ¿Tienen derecho los padres a cargar con ese peso a sus descendientes?

domingo, 10 de junio de 2018

Reparación dorada


El ser humano constantemente se está topando con sus propios límites. Pero su fuerza y creatividad  son insospechadas, y es capaz de luchar contra sus miedos. El proceso del crecimiento interior es un combate que a veces deja secuelas de heridas, rasguños y lesiones. No me refiero a las huellas externas de un accidente o de alguna agresión violenta, sino a las grietas y cicatrices que a primera vista no se ven, pero que quedan impresas en lo más hondo de uno mismo: en el alma. Estas pueden ser tan profundas que a veces ni siquiera sabemos que las tenemos, pero están ahí, y aunque queramos taparlas, siempre salen en forma de reacciones incontroladas o gestos que no dominamos ante situaciones que nos cuesta digerir. Muchas veces estas heridas hipotecan nuestra existencia.

Somos lo que somos, fruto de una historia familiar y de una educación que nos han llevado a adoptar patrones emocionales y, a veces, incluso a una cierta bipolaridad. Pero también somos fruto de cómo gestionamos la realidad en la que vivimos, nos guste o no, y de una cultura, una sociedad con unos valores y unas instituciones y estructuras. Lo cierto es que nadie se escapa: todos tenemos fisuras que nos marcan en el día a día y si alguien cree que no las tiene, es un soberbio o quizás un inconsciente. Somos fruto de lo bueno y de lo malo, y lo que hemos recibido nos ha perfilado de una manera determinada. Nadie puede ignorarlo ni escapar de sí mismo.

Pero, así y todo, lo agrietado tiene un valor inmenso sólo por el hecho de formar parte de nosotros, que existimos y somos personas. No importa la profundidad de los agujeros en la psique, tenemos un valor intrínseco que ninguna cicatriz nos puede quitar.

¿Qué hacer para restaurar estas grietas, heridas o cicatrices? Una persona muy amiga me hablaba recientemente de la “reparación dorada”, un arte japonés que se explica con una leyenda. Se cuenta que cierto emperador recibió como regalo una hermosa taza de porcelana china. La taza se rompió y el emperador la devolvió para que se la reparasen. Se la retornaron con unas grapas de bronce que unían los pedazos rotos. No le gustó, y entonces un artesano le ofreció mejorar la reparación. Se la llevó a su taller de orfebrería y al poco tiempo se la devolvió al emperador. Este quedó mudo de asombro: la taza estaba entera, y las grietas habían sido recubiertas por hilos de oro que trazaban un dibujo sobre la superficie. La taza reparada era más bella aún que la original.

Esta historia da mucha esperanza. Toda derrota deja grietas en la persona. Todo aquello que nos produce cansancio, tristeza, desasosiego, todas aquellas situaciones que nos parten el corazón, pueden convertirse en una hermosa joya si sabemos extraer un aprendizaje. Nuestra alma puede experimentar una “reparación dorada”. Podemos aprender a tejer esas grietas y convertir la experiencia de dolor en oro, tapizando el corazón roto y embelleciendo nuestra realidad. Los límites ya no serán unas cicatrices, sino la señal dorada de una experiencia que nos ha hecho crecer. Podríamos hablar de la belleza de los límites, porque sin ellos no seríamos y gracias a ellos aprendemos a vivir.

Es tan bello un amanecer primaveral como una tormenta de otoño. Todo forma parte de nuestro paisaje climático, y el paso de las estaciones permite que la naturaleza se renueve y embellezca cada año.

Lo que nos hace ser cada vez más nosotros mismos es la capacidad de ver belleza en lo imperfecto, porque forma parte de nuestra naturaleza. Sólo así descubriremos que, tras una cicatriz, se esconde una hermosa historia humana.