domingo, 26 de agosto de 2018

En la noche más luminosa


10 de agosto, día de San Lorenzo, cuando la noche llora miles de estrellas que iluminan el firmamento. Ese día un anciano a quien yo quería tanto se fue, sigilosamente, sin ruido y sin espasmos, con una profunda mirada. Días antes lo habían ingresado en el hospital, pues desde hacía unos años sus pulmones debilitados le impedían respirar bien. Tuvieron que darle una botella con oxígeno porque le faltaba el aire. Pasó dos años enganchado inevitablemente a un tubo que le aliviaba cuando sentía que se quedaba sin aliento.

Este era mi tío Gerardo. Un hombre alto, de tez morena, trabajador incansable, que tuvo que emigrar en los años sesenta a Suiza para escapar de la pobreza que azotaba su pueblo natal. Fue con su esposa. Ambos eran jóvenes y estaban dispuestos a todo con tal de buscar un futuro mejor, aunque les costó integrarse en ese país por el clima y el idioma. Pero aguantaron lo suficiente como para ahorrar un dinero que les permitió volver y montar un negocio al regresar a España. Estuvieron alejados veinte años de su familia, en un tiempo en que los medios para comunicarse eran más escasos, no como ahora, que con nuestros dispositivos e Internet podemos gozar de una comunicación rápida y barata.

Estuvieron unos años en Madrid regentando el bar que abrieron con el dinero ahorrado en Suiza. Así hasta que se jubilaron y se construyeron una casa en su pueblo natal. Regresaban allí cuarenta años más tarde.

Necesitaban volver a sus raíces y respirar aquel olor de campo que habían dejado, no sin pena. La vida les había alejado de aquel pueblecito de Extremadura llamado Montemolín, en la comarca de Tentudía, con su castillo árabe vigilando las callejuelas que rodean la antigua parroquia del pueblo, la Concepción. En Montemolín la mayoría de la gente vivía del campo y del ganado que pace en las dehesas, y durante la postguerra muchas familias sufrieron escasez y penalidades, lo que les obligó a emigrar. Hoy es un pueblo apacible donde se vive en condiciones mucho mejores y se puede disfrutar de la calma del campo y de un clima seco y sano. El olor a heno penetra el aire y en primavera los inmensos campos de espigas alfombran el paisaje de intenso verdor. Gerardo amaba este paisaje de su niñez y juventud, y la lejanía no disminuyó su amor por la naturaleza y por el pueblo que le vio nacer.

Mi tío era de carácter fuerte, muy sensible socialmente. Venía de una estirpe de hombres luchadores: su abuelo, su padre y su hermano mayor fueron para él referentes con un profundo sentido ético y social. Su discurso anticapitalista era rotundo y claro. Denunciaba los abusos contra la clase sencilla y trabajadora. Inteligente y discreto a la vez, se vinculó a algunos movimientos radicales contra el régimen franquista, hasta que se desengañó de la política y, con realismo económico, tuvo que marchar, dejando sueños y luchas, para abrirse camino con enorme sacrificio.

A sus ochenta y siete años, terminó su vida este hombre vigoroso que vivió intensamente, tanto que al final se quedó exhausto de arder con tanta pasión, con tanto fuego.  

No tuve ocasión de desplazarme a verlo, pero Herminia, su esposa, que lo definía como un hombre «enganchado a la vida», decía que no quería dejarla, aunque fuera a través de un tubo. Hasta el último momento, con la mascarilla, luchó por respirar, vivir y amar. Pero sus frágiles pulmones le provocaron un paro cardiaco. Tumbado en la cama, con su bombona de oxígeno al lado, llegó un momento en que no tenía suficiente aire y su vida se fue apagando. Aquel gladiador, ya sin vida, dejaba su última arma, la botella con la que luchó hasta el final. Cuánto genio, cuánta vitalidad se dispersó por el abismo de la muerte. Un hombre entero ahora ya es una historia, una vida que se convierte en ejemplo de supervivencia. No sólo el recuerdo de un hombre honesto, sino alguien que impactó tan fuerte en los suyos que seguirá vivo en ellos. El Jayao, este era el mote con que era conocido en el pueblo, hoy será jayao (hallado) por otras manos amorosas que le abrirán las puertas del cielo para invitarlo a un ágape eterno y reencontrarse en torno a otra mesa con aquellos que fueron sus maestros en la gran asignatura de la vida.

Vivir con intensidad creyendo en aquello que eres y haces. Un abrazo entre hombres que han amado hasta extenuarse bajo la luz de un Dios amoroso que acoge con dulzura a sus criaturas, creadas a su imagen. Hoy, en la noche de agosto surcada por miles de estrellas fugaces, la noche más iluminada, el cielo es una fiesta de todos los hallados por Dios.

11 de agosto de 2018

domingo, 19 de agosto de 2018

Aprender a envejecer


Exprimir la vida


A la gente joven le gusta exprimir la vida hasta el límite. La juventud nos lanza a vivir con intensidad. Alargamos los días, como si tuviéramos miedo a quedarnos sin tiempo. La carrera es imparable. El vigor y la fuerza con constantes, «pasarlo bien» está en el centro de las motivaciones vitales. En cierto modo, es absolutamente normal. Todos hemos sido jóvenes y hemos tenido que canalizar nuestro potencial energético.

Como una botella de champán agitada, el joven necesita descorcharse. Tras muchas horas sin dormir, las resacas y el cansancio acumulado le recuerdan que su cuerpo tiene límites. Pero no quiere verlos. El joven olvida que es mortal y arriesga su vida llevándola al límite con el alcohol, las largas jornadas festivas, los fines de semana de locura, o con relaciones complejas, efímeras y a veces oscuras. El estrés psicológico, el poco sueño, las tensiones familiares y la exigencia de rendimiento intelectual ponen a muchos jóvenes en la cuerda floja.

La crisis de la madurez


Pasa el tiempo, se casan y han de asumir muchas responsabilidades familiares, profesionales y económicas. Todas ellas suponen un gran peso que los va tensando y que repercute en sus relaciones y en su entorno más inmediato: la pareja y la familia. Si tienen problemas laborales o conyugales, el conflicto se agrava. La presión es constante y han de saber lidiar con las exigencias de la vida.

Con la madurez aparece el cansancio, que se puede ir somatizando en algunas patologías físicas o psicológicas. Empieza a haber señales de progresivo deterioro, que afectan a su comportamiento y a la relación con su cónyuge. En algunos casos, esta se va enfriando y la pareja se empieza a distanciar cada vez más, sobre todo a partir de los 40 y los 50. Los hijos ya son adolescentes o jóvenes, surge el conflicto intergeneracional y se suma al peso de anteriores problemas que quedaron sin resolver. Es en esta época crítica cuando se suelen producir las rupturas matrimoniales, a veces como una huida, por incapacidad de resolver las dificultades hablando con calma y en profundidad. Otras veces se dan relaciones extramatrimoniales y se empieza a vivir en una incómoda doblez.

El peso de la familia, la inseguridad en el trabajo y la inestabilidad económica aumentan la tensión. El desgaste emocional se acentúa y las fisuras se abren en las relaciones. El vacío, el cansancio, la falta de un norte claro, preceden a la etapa más compleja desde el punto de vista de la salud física, emocional y espiritual.

Cuando el cuerpo grita


Ya a partir de los 60, y hasta los 80, o más, es cuando se manifiestan innumerables patologías. El cuerpo, que siempre tuvimos olvidado, empieza a no susurrar sus avisos, y lanza gritos inesperados. Surgen las enfermedades coronarias, los problemas digestivos o respiratorios, la hipertensión y el colesterol elevado, el insomnio y los dolores. También pueden manifestarse patologías crónicas importantes, como la diabetes, el intestino irritable y las úlceras. Y, cuando menos lo pensamos, aparece el temible cáncer.

Todo esto no es mala suerte, ni es fruto del paso de los años, sino de una larga historia de maltrato a nuestro cuerpo. Cuando éramos jóvenes aguantábamos lo que fuera. Pero a esta edad, a partir de los 60, las fuerzas ya no son las mismas y el desgaste es más acusado. El proceso de renovación celular se ha reducido mucho, nuestra flora intestinal está muy degradada, el tono vital se va apagando. La persona se encuentra ante los propios límites físicos y, además, con la incapacidad de haber gestionado de manera armónica su vida. Ha pasado de explotarla en su juventud para rendirse en su vejez, porque ha consumido sus energías antes de tiempo, extralimitándose como un cauce desbordado a la deriva. Ahora, cuando ve el abismo hacia el que corre, no sabe qué hacer.

El problema es que el desgaste no es sólo físico. A la poca fuerza se suma un deterioro cerebral y neurológico que puede incapacitarnos para reflexionar con lucidez y discernir qué hacemos, dónde estamos y qué sentido tiene la vida, ahora, para nosotros. Algunas personas están tan «rayadas» que son incapaces de objetivar la realidad y caen lentamente en una especie de limbo que las aísla, como sucede en los enfermos de Alzheimer o en otras demencias. El problema no es de la vejez: empezó mucho antes, ya de niños, cuando no fueron educados emocionalmente ni tampoco nutricionalmente.

Aprender a cuidarse


El deterioro de la edad se podría evitar o minimizar si las personas fuéramos educadas de otra manera. Se necesita valorar el descanso, una dieta equilibrada, unos criterios a la hora de elegir nuestro trabajo, nuestras formas de diversión, discernimiento para conocer nuestros límites y entablar unas relaciones serias, para sociabilizar de manera sana y equilibrada.

La sociedad promueve el consumo, el exceso, la no limitación, el capricho y lo fugaz y efímero. También se nos educa para rendir al máximo, explotando nuestros talentos y energías, para competir, luchar y vender. Se nos educa para valorar los logros y las posesiones, el éxito y la abundancia. Se nos inculca un individualismo que coloca nuestro yo por encima de todo el mundo, y nuestro deseo inmediato como brújula a la hora de relacionarnos. Y esto, a la larga, conduce a un estrepitoso fracaso.

La sabiduría tradicional siempre ha valorado la moderación, el equilibrio, la honestidad, la lucidez para discernir con cautela, el saber escuchar. Pero hoy no se fomentan estas virtudes. La gente llega a la vejez ignorando sus límites, priorizando sus intereses ante todo y sin escuchar a nadie: ni a los demás ni a su propio cuerpo. Ni siquiera a su corazón. Mucho menos a una instancia moral última. ¿Dónde quedaron los valores y las creencias, las referencias fundamentales?

Lo cierto es que muchos van afrontando esta etapa de su vida sin tomar conciencia plena de los diferentes momentos de su existencia, sin extraer una enseñanza que los oriente y les dé sentido. Hasta que un cúmulo de situaciones, que no se han sabido resolver, se va hinchando de tal manera que los envuelve como una ola gigante y naufragan. Perdidos, en la inmensidad del mar de su existencia, flotan a la deriva y gritan en su más espantosa soledad. Pero están lejos, «nadie les oye».

Impotencia y soledad


Conozco a personas mayores que se sienten así. Cuando eran jóvenes hablaban y otros las escuchaban. Estaban en otro tipo de naufragio y no se daban cuenta de que empezaban a resbalar por la autosuficiencia y la frivolidad. No escuchaban a nadie y seguían su camino, sin importarles lo que sintieran los demás.

Hoy han pasado a naufragar en medio de la soledad y la impotencia de no ser escuchados ni atendidos. Ni su propio cuerpo les obedece, porque ya no tiene fuerzas y se limita a sobrevivir nadando entre las patologías y la incerteza. Así viven muchos, en medio del oleaje, con el miedo terrible de que el mar, un día, acabe por engullirlos.

Cuántos perecen así. Muchos matrimonios viven sin vivir, sin cultivar la ternura, sin capacidad de asombrarse por el otro y por la vida, sin saber mirar con ojos nuevos a la persona amada. ¡Cuánta vida aletargada! La oscuridad ha invadido sus días. ¿Dónde quedaron aquellos tiempos felices en que se enamoraron? Ya se cansaron de cultivar, de cuidar, de mimar sus relaciones. Ya no hablan, «se lo han dicho todo». Se han ido secando hasta aceptar, porque no hay más remedio, el aburrimiento y el hastío. La llama se apagó y ahora viven en una sombra sin color, sin textura y sin pasión. Gente que he conocido, activos intelectuales que vivieron con pasión sus carreras y su trabajo científico, olvidaron la pasión por el otro. Gente valiosísima con enorme capacidad de entrega, ahora se limitan a cohabitar sin pasión y sin alegría con la otra persona, buscando cualquier ocasión para huir o revivir aquellos tiempos pasados que fueron mejores. 

Olvidaron que hay que prepararse para la etapa última. Hay que saber canalizar la fuerza que tenemos. Hay que saber enamorarse, de nuevo, de aquella persona que ha sido el alma de tu vida.

Una vejez preciosa


La vejez podría ser la etapa más preciosa, la más profunda y la más intensa. Porque el cuerpo envejece, pero el alma y el corazón pueden mantenerse jóvenes y bellos, si uno quiere.

Siempre se puede seguir aprendiendo y creciendo en el amor, ya cercana esa época en la que tendremos que vivir sin la persona que es el aliento de nuestra vida. Se necesita mucho amor y mucha madurez para afrontar esta última fase, que precederá el encuentro definitivo en la eternidad, para asumir el paréntesis de la ausencia física. La gran aventura del amor continuará y podrán volver a enamorarse con la misma pasión de los principios.

Si en la infancia y en la juventud tenemos que aprender a vivir desafiando nuestros límites, cuando se llega a la edad adulta, hacia los 50 o 60 años, es cuando empezamos a toparnos con estos límites, físicos y psicológicos. Es entonces cuando empieza la última lección de la vida: cómo envejecer armónicamente para dar el gran salto definitivo, la segunda parte de la historia que no tiene fin, porque el amor nunca muere.

Nuestra vejez empieza en el mismo momento en que nacemos. Las células, desde el punto de vista biológico, empiezan una carrera de desgaste natural. Tenemos toda una vida para aprender esta gran lección: cómo morir en paz, serenos, sanos, esperanzados.

El deterioro de los órganos, nuestro rostro y nuestra piel van acusando el paso lento del tiempo. Abracemos con realismo nuestra realidad natural y aprendamos a vivir, no corriendo, sino deslizándonos, saboreando el regalo de la vida minuto a minuto, sin prisa, contemplando, maravillándonos por la belleza que nos rodea, surcando los silencios del corazón. Allí es donde tu conciencia te habla.

Vivir amando, trabajar con un propósito vital, cuidándote, descansando, con una buena alimentación y torrentes de dulzura. Vivir agradeciendo, hacer el bien, solidarizarte con los que te necesitan, abrazar con paz y alegría las fases de la vida hasta el momento definitivo.

Sólo así la muerte no será una tragedia, sino el inicio de una etapa de plenitud y de gozo para siempre, donde la enfermedad, la soledad, el sufrimiento, no tendrán lugar, porque ya estamos fuera del tiempo. Entramos en otra dimensión, la dimensión divina, donde la oscuridad se convierte en luz.

domingo, 12 de agosto de 2018

El soplo del mediodía


Un año más, como de costumbre en verano, me voy a descansar unos días a mi querida comarca de la Noguera, a un viejo molino de agua convertido en masía rural. Durante esos días vivo lejos de cualquier población, en medio de un valle surcado por un río, entre sembrados y bosques de roble y encina. Son días que me ayudan a mirar atrás en mi intenso trabajo pastoral. Sumergido en la naturaleza, la distancia y el silencio me permiten ir reflexionando en los aciertos y errores durante el ejercicio de mi responsabilidad al frente de una comunidad. Con lucidez y en paz, intento descubrir la dirección en que sopla el Espíritu para hacer más fecunda mi labor. Y descubro que tanta importancia tiene apartarte un tiempo para descansar, cada verano, como saber apartarte una hora cada día, en medio de la vorágine del curso. De lo contrario, tu trabajo se convertirá en una hiperactividad que te puede empujar hacia el abismo.

Estos días me recuerdan que aquello que equilibra la acción es el eje formado por la soledad y el silencio. Este me permite no caer en el frenesí y armonizar todo lo que hago desde la contemplación.

Es importante que el silencio y la acción se abracen, para que todo lo que hagamos sea inspirado desde Dios. Sólo así haremos fecundo nuestro trabajo.

La paz, el sosiego, la caridad, la delicadeza, la suavidad, la elegancia, la creatividad y la alegría son indicadores de que algo estamos haciendo bien.

En cambio, cuando hacemos las cosas bajo presión, con inquietud y celeridad, el cansancio y la tensión nos hacen caer en una agresividad llena de despropósitos. Deberíamos revisar nuestras actitudes más profundas, aquellas que hacen que los sentimientos no se controlen y que surja la violencia en nuestro interior. Además de hacer infecunda nuestra labor, sin darnos cuenta podemos causar mucho sufrimiento a los demás. No somos conscientes de ello porque estamos subidos a la atalaya de nuestro orgullo.

¡Y nos cuesta darnos cuenta! Por eso intento reservarme unos días fijos al año para retirarme, para mantener fijo el rumbo de mis propósitos y evitar naufragar en medio de ese mar pastoral por donde navega la barca de mi vocación. ¡Es tan fácil perder el rumbo! Podemos perder la brújula que nos orienta hacia nuestro destino, que en el fondo no es otro que encontrarse con uno mismo para mantenerse firme en el lugar donde ha sido llamado, allí donde ejercer su misión.

Rezo y pienso en todo esto cuando, cada mediodía, en el rato de descanso después de comer, desde la ventana de mi habitación contemplo dos inmensos chopos que hay delante de la casa, agitados por el viento. Las hojas bailan y el roce de las ramas emite un largo silbido. Es hermoso ver cómo las hojas, bajo la luz del sol, alternan entre el verde y el plateado. Los chopos con sus hojas moviéndose al ritmo del aire parecen lámparas gigantes llenas de esmeraldas. Y me pregunto, ¿cuántas veces tenemos que dejar que el viento del Espíritu agite las hojas de nuestro corazón para que has haga susurrar, como la melodía de los chopos? ¿Cuánto tenemos que dejarnos iluminar por el sol de Cristo, para brillar como las hojas plateadas? ¿De qué aguas tenemos que beber, para que nuestras frágiles ramas se conviertan en un tronco sólido que hunda sus raíces en la tierra de Dios?

Allí donde estés, hagas lo que hagas, no temas al soplo de Dios, porque él te llevará y te conducirá por el camino de tu silencio.

Apartado en este valle escondido, a solas con Dios, oyendo cada mediodía su música, respiro su aire en medio de los trigales, en los bosques húmedos de las riberas, en los caminos bañados de sol. Me siento uno con el Creador, conmigo mismo, con lo que hago y con los demás.

Hemos de aprender a estar en el lugar preciso para que el Espíritu de Dios nos encuentre. Cada tarde, cuando la brisa sopla, recuerdo aquello para lo que soy llamado.

Ante la inmensidad del campo, con tantos signos de la presencia divina, tan real como el susurro en las hojas y la luz en mis ojos, siento que estamos en la intemperie, lanzados a no tener miedo y a descubrir una realidad que nos envuelve y nos atraviesa, y que va configurando toda nuestra existencia.

Dejemos que el Espíritu silbe cada atardecer en nuestras vidas, para que nos recuerde cuáles son nuestras raíces y nuestro destino. Estamos sumergidos en aquel que es la fuente de todo ser. En él vivimos, nos movemos y existimos. En él respiramos, y en él crecemos. Aprendamos a escuchar su voz.

domingo, 5 de agosto de 2018

Una luz que se apaga


Lucía. Su nombre significa luz. Era menuda y de ojos vivos, y su corazón irradiaba fuerza. Intuitiva y de extrema sensibilidad, era amiga de sus amigos, inteligente y capaz de atravesar la realidad con extrema finura. Constantemente se preguntaba cosas, se hacía cuestiones sobre la vida y aún más allá, sobre la realidad espiritual. Buscaba en el universo respuestas que la acercaran al misterio que quería desentrañar, pero en su búsqueda siempre se topaba con la imposibilidad de penetrarlo. Su relación con el mundo trascendía paradigmas culturales y sicológicos. Persona con grandes capacidades y talentos tenía que ir lidiando con su cruda realidad: su preocupación por Diego, su hijo, por su trabajo e incluso por ella misma.

Hablé con ella en muchas ocasiones. A pesar de nuestras posiciones opuestas en cuestiones religiosas y filosóficas, y de una cierta cosmovisión sobre los acontecimientos, desde el aprecio y el respeto sintonizábamos en aspectos éticos y sociales, que hicieron crecer nuestra amistad hasta llegar a un vínculo de fraternidad y profunda escucha mutua. Algunas tardes se acercaba a este templo, me decía que necesitaba estar en silencio, sola, para meditar tranquila. Aunque su motivación no fuera religiosa, sentía la necesidad de encontrarse con ella misma, aclararse y encontrar respuestas a su situación. Me sonreía y me daba las gracias, y hablábamos un poco de todo: familia, política, sociedad, religión y educación. Siempre con suma delicadeza y respeto. La verdad es que su mente y su corazón vivían un terremoto interior, y deseaba que las olas de su alma se calmaran; necesitaba certezas y no siempre las tenía. Así se fue acostumbrando a la incertidumbre del futuro respecto a su hijo, sus recursos, el trabajo.

En medio de esta zozobra existencial le apareció la enfermedad, que poco a poco la fue minando, generando en ella más inseguridad y un terrible vértigo ante la muerte. Inició un proceso largo de quimioterapia, que le fue consumiendo las defensas hasta agotar su sistema inmune. Todo se precipitó: las dificultades para comer, problemas gastrointestinales, incapacidad para metabolizar el alimento… La quimio destrozó su sistema digestivo y fue entonces cuando se inició la caída pendiente abajo. En su extrema delgadez la muerte la iba acechando.

Conservo la impactante imagen de verla por última vez, exhausta y consumida. Acompañé a su familia y apoyé a su madre, Milagros. Ya sólo era una cuestión de horas o algún día más. Aquel cuerpo frágil empezaba a irse de este mundo.

Recordé nuestras largas conversaciones, tan densas y sustanciosas. Eran ejercicios de apertura a una mente inquieta, pródiga y creativa. Quería verla por última vez. Me senté a su lado, ella yacía en cama, con una respiración lenta y suave. Empecé a hablarle de nuestras cosas y le agradecí poder tenerla como amiga. Su visión de la realidad había dado un matiz nuevo a mi trabajo de escucha a las personas con otros paradigmas religiosos; la suya era una forma de concebir el mundo de una manera diferente. Le tomé la mano, no sé si me oía, pero notaba sintonía en ella. Su respiración se aceleró y sus párpados se movían. El rostro permanecía sereno.

Aquel cuerpo completamente castigado era un ser humano que, como todos, necesitaba amor, dulzura, calidez y escucha. Quería que sintiera que era querida por los suyos, y también por sus amigos.

No sé si logré comunicarme con ella, pero sentí leves signos de respuesta. Tras la respiración acelerada, sobrevino la calma. La muerte la tenía próxima. Un ser humano a punto de trascender, una intensa vida se deslizaba entre mis manos.