El invierno de la vida
Yo me pregunto: ¿es tan así? A los jóvenes les da pánico
hacerse viejos. Se dice también que es el otoño y el invierno del ciclo vital
de la persona, el frío inclemente que flagela la piel y el rostro, que hace
perder la textura de la vida. Al igual que en otoño caen las hojas, en la vejez
todo cae: el ánimo, la piel y el tono vital de la existencia.
Nos asusta y huimos de una realidad: al anciano se le
aparca, porque ya no es productivo. Socialmente, queda al margen. Para muchas
familias es un peso moral con el que no saben qué hacer. La falta de afecto
también es crucial, pues el no sentirse aceptado y amado agrava el profundo
sentimiento de soledad. A la marginación social se añade el lento deterioro de
la salud y el bienestar. Es como si cada día viera su vida deslizarse torrente
abajo.
El cuerpo nos avisa
¿Podemos quedarnos en esta visión tan negativa? La manera en
que vivimos la vejez responde a nuestra forma de entender la vida y a la
persona. Si pasa todo esto que he descrito ¿no será que en el fondo falta una
visión trascendente de la vida? Por eso la explotamos, queriendo vivirla a tope,
sin calibrar que ciertas experiencias estresantes y lúdicas, cuando se es
joven, están dibujando al anciano que potencialmente llevamos dentro. El
frenesí y el ritmo de vida vertiginoso empiezan a dañar nuestro sistema inmune
y rompen el equilibrio entre el trabajo y el descanso. Con los años aparecen
pequeñas lesiones internas, limitaciones que son poco perceptibles, pero que
con el tiempo cada vez se hacen más patentes. Estrés, depresión, cansancio,
inicio de diferentes patologías… Queremos estirar la vida al máximo olvidando
que somos frágiles, que no somos supermanes, aunque la publicidad nos invite a
vivir a tope. Este ritmo de deterioro, al principio muy lento, va fraccionando
la psique y debilitando el cuerpo hasta enfermar.
Nos olvidamos del cuerpo, termómetro fiel que va midiendo
nuestro estado de salud física y anímica, olvidando algo esencial que forma
parte de nuestro ser. El cuerpo acaba expresando patologías que tienen que ver
con el sentido de la vida, el propósito vital, lo que uno cree, el valor de la
persona, la convivencia, la armonía. Otras veces el deterioro nos lleva a
trastornos psicológicos y mentales.
Por un lado no cuidamos el cuerpo: mala alimentación,
dependencias, falta de descanso, irritabilidad. No estamos contentos con lo que
hacemos y somos, no hay equilibrio, medida ni prudencia. Se come mal, vamos a
mil por hora, el aspecto lúdico se convierte en evasión. Lo cierto es que la
persona se va fragmentando por dentro, y esto es el anuncio de su futura
decrepitud.
Centrarse en uno mismo envejece
Olvidamos que la energía que nos aguanta no sólo se agota
con los malos hábitos, sino que la energía más potente, que nos permite seguir
existiendo, es la fuerza que sale del alma. Un latido divino nos sostiene, pese
a que podamos ir errados. Cuando nos olvidamos de nuestra configuración
espiritual todo se precipita. Sólo vivimos volcados en nosotros mismos, sea
cual sea, tanto la persona más sencilla que sólo vive pendiente de sí misma
como la que, por sus capacidades intelectuales está volcada a su trabajo,
intentando aumentar su prestigio e idolatrando su ego. Caerán igual, pese a sus
capacidades intelectuales y académicas. El culto al yo intelectual es dramático
cuando van apareciendo signos de envejecimiento. Se han creído inmortales,
nunca pensaron que podrían retirarse ya no de sus cátedras, sino de sus egos.
Les falta una visión más lúcida para saber apartarse antes y vivir de forma más
serena y contemplativa. No han dejado tiempo para el silencio, para ir
elaborando un proceso natural que puede evitar la tragedia de verse abocados a
situaciones insostenibles, física y psíquicamente.
Tiempo para redescubrirse
Nos hemos olvidado que entre el trabajo y la responsabilidad
social está el valor del silencio, del escucharnos y escuchar a los demás.
Hemos idolatrado nuestra productividad y nos hemos olvidado de armonizar el
tiempo y el espacio. Nos falta tiempo para el cuidado, para la ternura, para el
descanso, para reaprender con humildad, para desacelerar el ritmo de la vida.
Tiempo para que cante el alma. Tiempo para la amistad, para pasear, para bucear
en tu misterio. Tiempo para que el corazón se reenamore, ya no desde una pasión
descontrolada, sino desde la suavidad del alma. Tiempo para hablar con uno
mismo, tiempo para aceptar los nuevos límites físicos. Tiempo para abrazar esa
pequeña anciana que empieza a florecer. Tiempo para entender que el reto de la
ancianidad no es hacer más, sino entender que no hay otoño en el corazón. Si amas,
los ojos seguirán brillando. No importa la gelidez del cuerpo, porque el
corazón, que es fuego, seguirá dando luz al rostro.
No. La vejez no es una maldición, es una bendición. Vivir
cada día es un regalo, pero vivir amando es un doble regalo. Esto hará que la
vejez se convierta en un estado de plenitud, de libertad. El tesoro escondido
de toda una vida no lo tienen los jóvenes. Vivir así toda la experiencia que
nos ha hecho ser quienes somos añade a la vida un nuevo plus. De aquí que un
anciano se pueda convertir en un consejero extraordinario para muchos jóvenes,
que buscan algo diferente en su vidas. La ancianidad no es lo mismo que un
estado de enfermedad. Es verdad que los ritmos fisiológicos y la energía van
tendiendo a un progresivo apagamiento. Conozco a muchos ancianos muy sanos y
sobrios, porque han sabido retirarse de la palestra a su tiempo y me dicen que
están viviendo la etapa más hermosa de su vida. Siempre se puede florecer. Si
sabes mirar al otro con ojos de admiración, sigue habiendo belleza en su rostro
cubierto de surcos, que revelan una enorme sabiduría. Hasta el último suspiro
de la vida se puede vivir con intensidad cuando tienes una mano que te sostiene
y te acaricia. Sólo así la vejez será una bendición y la última etapa para
prepararte para el gran salto, abrazar el áncora de tu vida: Dios.