sábado, 9 de febrero de 2019

Envejecer, ¿maldición o bendición?

Envejecer se asocia a una pérdida progresiva de la salud, lentitud en los reflejos, limitación del movimiento y disminución en la actividad cognitiva. El carácter y la personalidad se agudizan. Es decir, es el inicio de una pérdida de calidad de vida, que acabará siempre con los primeros pasos hacia la muerte. Algunos dicen que es la carrera imparable hacia una tragedia ya anunciada. Muchos consideran que la vejez es ese terrible estado en el que un día sí y otro no siempre aparecerán algunas molestias. La agonía se irá apoderando del anciano que vive abocado al sufrimiento, al dolor y en algunos casos a la desesperación. Nadie quiere llegar a la vejez, pues para mucho es un sinónimo de enfermedad, sobreviviendo a las incomodidades permanentes propias de ese estado.

El invierno de la vida


Yo me pregunto: ¿es tan así? A los jóvenes les da pánico hacerse viejos. Se dice también que es el otoño y el invierno del ciclo vital de la persona, el frío inclemente que flagela la piel y el rostro, que hace perder la textura de la vida. Al igual que en otoño caen las hojas, en la vejez todo cae: el ánimo, la piel y el tono vital de la existencia.

Nos asusta y huimos de una realidad: al anciano se le aparca, porque ya no es productivo. Socialmente, queda al margen. Para muchas familias es un peso moral con el que no saben qué hacer. La falta de afecto también es crucial, pues el no sentirse aceptado y amado agrava el profundo sentimiento de soledad. A la marginación social se añade el lento deterioro de la salud y el bienestar. Es como si cada día viera su vida deslizarse torrente abajo.

El cuerpo nos avisa


¿Podemos quedarnos en esta visión tan negativa? La manera en que vivimos la vejez responde a nuestra forma de entender la vida y a la persona. Si pasa todo esto que he descrito ¿no será que en el fondo falta una visión trascendente de la vida? Por eso la explotamos, queriendo vivirla a tope, sin calibrar que ciertas experiencias estresantes y lúdicas, cuando se es joven, están dibujando al anciano que potencialmente llevamos dentro. El frenesí y el ritmo de vida vertiginoso empiezan a dañar nuestro sistema inmune y rompen el equilibrio entre el trabajo y el descanso. Con los años aparecen pequeñas lesiones internas, limitaciones que son poco perceptibles, pero que con el tiempo cada vez se hacen más patentes. Estrés, depresión, cansancio, inicio de diferentes patologías… Queremos estirar la vida al máximo olvidando que somos frágiles, que no somos supermanes, aunque la publicidad nos invite a vivir a tope. Este ritmo de deterioro, al principio muy lento, va fraccionando la psique y debilitando el cuerpo hasta enfermar.

Nos olvidamos del cuerpo, termómetro fiel que va midiendo nuestro estado de salud física y anímica, olvidando algo esencial que forma parte de nuestro ser. El cuerpo acaba expresando patologías que tienen que ver con el sentido de la vida, el propósito vital, lo que uno cree, el valor de la persona, la convivencia, la armonía. Otras veces el deterioro nos lleva a trastornos psicológicos y mentales.

Por un lado no cuidamos el cuerpo: mala alimentación, dependencias, falta de descanso, irritabilidad. No estamos contentos con lo que hacemos y somos, no hay equilibrio, medida ni prudencia. Se come mal, vamos a mil por hora, el aspecto lúdico se convierte en evasión. Lo cierto es que la persona se va fragmentando por dentro, y esto es el anuncio de su futura decrepitud.

Centrarse en uno mismo envejece


Olvidamos que la energía que nos aguanta no sólo se agota con los malos hábitos, sino que la energía más potente, que nos permite seguir existiendo, es la fuerza que sale del alma. Un latido divino nos sostiene, pese a que podamos ir errados. Cuando nos olvidamos de nuestra configuración espiritual todo se precipita. Sólo vivimos volcados en nosotros mismos, sea cual sea, tanto la persona más sencilla que sólo vive pendiente de sí misma como la que, por sus capacidades intelectuales está volcada a su trabajo, intentando aumentar su prestigio e idolatrando su ego. Caerán igual, pese a sus capacidades intelectuales y académicas. El culto al yo intelectual es dramático cuando van apareciendo signos de envejecimiento. Se han creído inmortales, nunca pensaron que podrían retirarse ya no de sus cátedras, sino de sus egos. Les falta una visión más lúcida para saber apartarse antes y vivir de forma más serena y contemplativa. No han dejado tiempo para el silencio, para ir elaborando un proceso natural que puede evitar la tragedia de verse abocados a situaciones insostenibles, física y psíquicamente.

Tiempo para redescubrirse


Nos hemos olvidado que entre el trabajo y la responsabilidad social está el valor del silencio, del escucharnos y escuchar a los demás. Hemos idolatrado nuestra productividad y nos hemos olvidado de armonizar el tiempo y el espacio. Nos falta tiempo para el cuidado, para la ternura, para el descanso, para reaprender con humildad, para desacelerar el ritmo de la vida. Tiempo para que cante el alma. Tiempo para la amistad, para pasear, para bucear en tu misterio. Tiempo para que el corazón se reenamore, ya no desde una pasión descontrolada, sino desde la suavidad del alma. Tiempo para hablar con uno mismo, tiempo para aceptar los nuevos límites físicos. Tiempo para abrazar esa pequeña anciana que empieza a florecer. Tiempo para entender que el reto de la ancianidad no es hacer más, sino entender que no hay otoño en el corazón. Si amas, los ojos seguirán brillando. No importa la gelidez del cuerpo, porque el corazón, que es fuego, seguirá dando luz al rostro.

No. La vejez no es una maldición, es una bendición. Vivir cada día es un regalo, pero vivir amando es un doble regalo. Esto hará que la vejez se convierta en un estado de plenitud, de libertad. El tesoro escondido de toda una vida no lo tienen los jóvenes. Vivir así toda la experiencia que nos ha hecho ser quienes somos añade a la vida un nuevo plus. De aquí que un anciano se pueda convertir en un consejero extraordinario para muchos jóvenes, que buscan algo diferente en su vidas. La ancianidad no es lo mismo que un estado de enfermedad. Es verdad que los ritmos fisiológicos y la energía van tendiendo a un progresivo apagamiento. Conozco a muchos ancianos muy sanos y sobrios, porque han sabido retirarse de la palestra a su tiempo y me dicen que están viviendo la etapa más hermosa de su vida. Siempre se puede florecer. Si sabes mirar al otro con ojos de admiración, sigue habiendo belleza en su rostro cubierto de surcos, que revelan una enorme sabiduría. Hasta el último suspiro de la vida se puede vivir con intensidad cuando tienes una mano que te sostiene y te acaricia. Sólo así la vejez será una bendición y la última etapa para prepararte para el gran salto, abrazar el áncora de tu vida: Dios.