De las torrenciales lluvias de finales de verano pasamos a
un invierno muy atemperado. Entre el sol y un frío suave se han ido deslizando
los meses invernales. Lejos de aquellas épocas gélidas, de frío cortante, a
mediados de marzo la primavera asoma dando una textura nueva al aire.
Al amanecer, el cielo se llena de una luz suave. El
horizonte del mar se ilumina más temprano y las aguas calmas saludan al sol que
emerge con fuerza, mientras las olas juguetean con la arena de la orilla. El despertar del día es una sinfonía
silenciosa que inunda el corazón. Dios nos está regalando un nuevo día. La
creación florece, desparramando ante mis ojos mil colores. Todos mis sentidos
se abren a la experiencia estética. Dios manifiesta la belleza de su creación y
yo, ante la inmensidad de tanto don, escucho la melodía de su presencia que se
me hace realidad viva en el susurro de la brisa, en el vuelo de las gaviotas,
en la gama multicolor que estrena la mañana. El amanecer encierra los secretos
de la noche anterior, los suspiros de tantos corazones que aman, sufren, rezan
y esperan.
Un nuevo día es un regalo cargado de misterio. Ante mí, veo
a mi querida morera, cubierta por sus diminutas hojas tiernas, anunciando que la
primavera está a punto de estallar. A las siete de la mañana ya es de día,
aunque el sol siga escondido detrás de los edificios y no alcance el patio,
pero su luz inunda el cielo de un azul pastel.
Vuelvo a sumergirme en el corazón de la morera, esta
criatura viva que crece tras cada invierno y cuyo tronco, erguido y fuerte,
desafía todos los cambios climatológicos. En otoño, las lluvias torrenciales
empapan sus raíces. En invierno descansa, sin hojas, en la fría humedad del
patio y bajo el pálido sol. Incluso en su letargo sigue creciendo, siempre
fuerte. Este año, en que el frío ha sido muy suave, parece que ha querido
adelantarse al echar sus nuevos brotes. De un día a otro, se ha cubierto de
hojas y sus ramas apuntan en todas direcciones, como queriendo abrazar todo el
patio con la tímida sombra de sus primeras hojas.
Rodeado de silencio, bajo el árbol, me siento como un nuevo
Adán paseando por este nuevo paraíso. Soy una parte de todo lo creado, de todo
lo que se me ha dado. Los mirlos empiezan a cantar y a veces puedo verlos
cruzando el aire con vuelos de trapecista. Cientos de pequeños pájaros
revolotean y se posan en medio del patio, como si de una fiesta se tratara. La
belleza me lleva al corazón del misterio y el gozo entra por todos mis poros.
¡Un día más!
Ojalá en este día aprenda también a descubrir otra belleza:
la que se oculta en cada persona, en cada acontecimiento, en cada experiencia
y, sobre todo, que aprenda a descubrir la presencia que todo lo penetra y todo
lo sostiene. Una presencia permanente que puedo respirar con mi aliento.
Igual que la naturaleza, también nuestra alma despierta. ¡Cuán
hermoso será el amanecer de un alma! Ella es la cumbre de la creación. Creador,
creación y criatura forman una trinidad que configura el misterio de todo
cuanto existe.
Gracias, Señor, por tanto amor derramado hacia tu creación.
Gracias por dejarme experimentar tan de cerca tu presencia. Gracias porque me
siento tan mimado por tu amor infinito. Gracias por dejar que pueda saborear
este amor y fusionarme contigo. Gracias.