Las ansias por aprender son algo innato en el ser humano.
Cuando vamos creciendo en este amplio mundo del saber, elegimos alguno de los
campos que nos resultan más atractivos, descartando otras disciplinas y
sumergiéndonos de lleno en aquello que más nos gusta. Volcamos tiempo y medios
para culminar nuestro sueño, sin ahorrar esfuerzos y sacrificios. Con los años,
nos convertimos en expertos en ese campo concreto, tras invertir muchas horas
de estudio, ganas y experiencia. Así es como se va acumulando un fructífero
bagaje, que nos sitúa donde estamos y nos permite vivir nuestra profesión con
auténtica pasión.
Disfrutamos y sentimos que estamos aportando algo a la
sociedad. Además, vivimos de nuestros talentos y saber hacer. Y así, durante un
largo tiempo de nuestra vida, hasta que llega la jubilación.
El anciano que seremos
Todo el esfuerzo pedagógico desde que somos niños, los
estudios en la etapa adolescente, todo esto va apuntando hacia la carrera que
queremos hacer y la profesión a la que nos vamos a dedicar. Es absolutamente
bueno, lógico y necesario educar a los jóvenes para que luchen por sus sueños y
puedan alcanzar sus metas. El entusiasmo juvenil nos hace crecer y salir de
nosotros mismos para lanzarnos a la vorágine del mundo.
Cuando somos jóvenes podemos con todo, y no pensamos lo
suficiente en la salud, y mucho menos en la vejez. Estallamos hacia afuera.
Pero olvidamos que el anciano que seremos se está gestando ya en esos años.
¿Quién enseñará a los jóvenes a cuidarse, cuando todavía están pletóricos de
fuerza?
Me encuentro con personas valiosísimas, cuya vida ha sido
muy fecunda, y que han explotado al máximo sus talentos. Pero, olvidando que
somos una máquina biológica y una mente con pensamientos contradictorios, se
han lanzado a una carrera imparable dejando a un lado la dimensión lúdica, el
cuidado del cuerpo y el descanso. En la etapa de crecimiento personal vamos
deslizándonos hacia la senda del estrés. Muchas horas de trabajo y pocas de
descanso, escasa atención a la alimentación, poco espacio para la intimidad y
la ternura, para el diálogo, para el silencio, o para un paseo sosegado o una
reflexión serena que nos hagan cuestionarnos si lo que estamos haciendo añade
plenitud a nuestra vida o sólo una imagen brillante.
Miedo a desaparecer
A costa de no pensar en el futuro, no queremos envejecer, no
meditamos en ello y no nos preparamos con tiempo ni con los cuidados
necesarios. A muchas personas les da pánico y se resisten a asumir que un día
no tendrán las fuerzas de ese joven que empezó su carrera a velocidad vertiginosa.
Nos asusta que no quede nada de nuestros logros o capacidades. Tenemos miedo a
que no se hable de nosotros en el futuro y nos esfumemos en el olvido. Tanto
esfuerzo… ¿para nada? En el fondo, es el miedo a desparecer. A que nadie tenga
en cuenta nuestros hallazgos. Es el miedo a morir. ¿Qué habremos dejado a la
sociedad, a la ciencia, a nuestros descendientes?
Queremos olvidar todo esto, y así vivimos a ritmo frenético.
Es verdad que quizás nadie nos ha enseñado a valorar las diferentes etapas de
la vida, especialmente la vejez. Si no aprendemos a valorar la gran riqueza de
esta etapa, nos estamos olvidando de algo crucial: la gran última lección que
es prepararnos poco a poco para la asignatura de morir. Este aprendizaje
consiste en ir despegándote de todo lentamente, para dejar emerger al anciano
pleno y rico en vivencias que somos.
Aprender a morir
Empezamos con la jubilación, y con una disminución de
capacidades propia de la edad. Pero a veces este declive nos coge
desprevenidos: una enfermedad, una caída, achaques… Empezamos a toparnos con
nuestras limitaciones y nos vemos forzados a reducir nuestro trabajo y
velocidad. Sentimos que somos otros, diferentes, sin fuerzas, y que nuestra
actividad cognitiva disminuye. Nos asustamos y no acabamos de aceptar esta
nueva coyuntura. Así, vamos cayendo hacia el pesimismo. Nos cuesta asumir que
nos hemos convertido en otra persona, siendo la misma, y entramos en un bucle
desconocido. Nos sentimos perdidos, nunca pensamos que podríamos llegar a esta
situación. Idolatramos nuestra juventud, nuestro talento y nuestros logros,
pero nos olvidamos de que somos frágiles, pequeños y mortales.
Todos hemos de morir. Pero qué diferencia es morir con
suavidad, con lucidez y aceptación, o morir herido, enfermo y rebelándote contra
tu destino inexorable.
Necesitamos cuidarnos, y no en la vejez, sino antes, pero
especialmente a partir de la mitad de la vida. Poco a poco hemos de
despedirnos, con afabilidad, de aquel joven y adulto que fuimos para dar la
bienvenida a lo que iremos siendo en nuestra pre-ancianidad. Se puede llegar a
una vejez saludable y gozosa.
El valor del cuidado
¿Qué hemos de hacer? ¿Y a partir de cuándo? Nuestra madre
nos cuidaba cuando éramos pequeños, pero al entrar en la adolescencia, el
cuidado cada vez es menos. Descansamos pocos, comemos fatal, nuestras emociones
se disparan y es posible que empecemos a ser adictos a algo que nos estimule o
nos tranquilice. No queremos escuchar a quien nos avisa, y menos cuando somos
jóvenes y exprimimos la vida para sacarle todo el jugo posible, llegando a
despreciar el cuerpo y la salud.
Es aquí cuando empezamos a maltratar
al anciano que seremos. ¿Verdad que quedaríamos impresionados si
viéramos a un joven golpear a un anciano sin piedad? Nos violentaría, haríamos
algo para impedirlo, socorreríamos al abuelo e intentaríamos reprender a aquel
joven que está apaleando al pobre viejo.
Si nos indigna sólo pensarlo, eso mismo es lo que estamos
haciendo ahora con el anciano potencial que somos nosotros mismos. Cuando
cometemos excesos con nuestros cuerpos lo estamos golpeando. Y después nos
encontraremos con las terribles consecuencias de este maltrato. Aparecerán
diferentes patologías que han pasado años latentes y que, de pronto, se
manifiestan y van a condicionar nuestra vida: problemas cardiovasculares,
ictus, hipertensión, exceso de azúcar en sangre, artrosis… Todos estos
problemas no son naturales, ni propios de la edad, sino consecuencia de muchos
años de mala alimentación y hábitos insanos. Si a esto le añadimos una vida
social estresante y problemas emocionales, todo junto empezará a causar
estragos en nuestra salud.
La bulimia en el comer, en la tecnología, en el hacer,
inevitablemente dejará secuelas en la salud. Aunque durante años los efectos
sean imperceptibles y no haya síntomas, todo esto nos está causando un daño
silencioso, que irá mermando nuestro cuerpo. De pronto, se producirá un seísmo
y un cúmulo de enfermedades nos atacará.
No vivimos para comer, o para trabajar, o para disfrutar.
Comemos, trabajamos y disfrutamos para vivir en plenitud. Por eso es bueno
autoeducarnos para controlar nuestra comida, nuestro trabajo y nuestro ocio.
Vivimos en un cuerpo que necesita cuidados para que pueda funcionar con la
mayor calidad posible, siempre con medida y prudencia.
Una vejez radiante
Yo aconsejo lo siguiente. Cuando se llega a la adultez
madura, es decir, hacia los 50 años, hemos vivido la mitad de nuestra vida.
Entramos en una etapa crucial, ya hemos alcanzado la cima de la montaña y hemos
cumplido los principales hitos del camino: casarse, formar una familia,
ascender profesionalmente, culminar un proyecto… Ya tenemos un tesoro
acumulado. Nos hemos proyectado socialmente, tenemos un superávit de
experiencias contrastadas.
A los 50 se entra en otra fase, aunque seguimos con fuerza
para tirar hacia adelante. Empezamos a descender por la otra vertiente de la
montaña. De momento, es una pendiente suave y nos permite ir bajando con cierta
tranquilidad. A medida que pasan los años la bajada se hace cada vez más pronunciada
y tendremos que andar con mucho tiento para no tropezar. Hay que irse
preparando para el descenso final hacia la vejez, con realismo y aceptando que,
sí o sí, las limitaciones se irán manifestando: en la movilidad, en
enfermedades, en pérdidas emocionales que hay que ir gestionando con serenidad.
No tiene por qué ser un drama. Lo negativo de esta nueva fase puede
contrarrestarse con el cúmulo de experiencias atesoradas.
En este nuevo momento hay que aprender a saborear la riqueza
acumulada y crecer humana y espiritualmente. Hay que gestionar lo que hemos
cosechado durante los primeros cincuenta años para poder cambiar de «chip»
mental. Saborear, paladear, digerir lo que hemos aprendido para sacar el máximo
partido al vino que ha llenado el cáliz de nuestra vida. En esta edad hay que
aprender a dar y compartir lo que sabemos y tenemos, de manera generosa, pero
sobre todo lo que somos, ese diamante pulido en que nos hemos convertido. Ahora
toca empezar a familiarizarnos con nuestra nueva realidad. Aquel niño que se
admiraba contemplando las estrellas ahora debe aprender a emocionarse dando
tiempo de su vida y aconsejando a los demás, desde la atalaya de su
experiencia. También debe aprender a despedirse con un abrazo de ese niño y ese
joven que fue, y empezar a acoger al adulto que ha iniciado su vejez sin miedo
a esta nueva conquista, que puede ser tan seductora como las primeras etapas.
Puede ser fascinante descubrir que las imperfecciones
también tienen su belleza. Hay brillo en un rostro maduro, hay un pozo de
sabiduría en sus ojos, hay ternura en las arrugas de su frente. Una certeza y
una fuerza diferente van a dar un empuje especial a esta edad, en la que uno se
convierte en oro líquido, como dice la filosofía oriental, que tanto valora lo
efímero y lo viejo, incluso lo deteriorado. Al igual que en el arte, lo
«vintage» tiene su emoción y su estética.
La vejez no tiene por qué ser una caída traumática; es el
momento para descubrir lo que tienes en tu corazón. Conozco a ancianos y
ancianas que viven con intensidad serena estas últimas zancadas de su vida y se
los ve felices, solidarios, apacibles, incluso radiantes. Dan de sí todo lo que
pueden con esplendidez.
No importa lo que has dejado ni lo que has hecho, sino lo
que has amado. Esta es la última gran lección. Pregúntate, ante el espejo,
cuánto de tu vida has dado a los demás. Y da las gracias.