domingo, 25 de agosto de 2019

Saber envejecer


Las ansias por aprender son algo innato en el ser humano. Cuando vamos creciendo en este amplio mundo del saber, elegimos alguno de los campos que nos resultan más atractivos, descartando otras disciplinas y sumergiéndonos de lleno en aquello que más nos gusta. Volcamos tiempo y medios para culminar nuestro sueño, sin ahorrar esfuerzos y sacrificios. Con los años, nos convertimos en expertos en ese campo concreto, tras invertir muchas horas de estudio, ganas y experiencia. Así es como se va acumulando un fructífero bagaje, que nos sitúa donde estamos y nos permite vivir nuestra profesión con auténtica pasión.

Disfrutamos y sentimos que estamos aportando algo a la sociedad. Además, vivimos de nuestros talentos y saber hacer. Y así, durante un largo tiempo de nuestra vida, hasta que llega la jubilación.

El anciano que seremos


Todo el esfuerzo pedagógico desde que somos niños, los estudios en la etapa adolescente, todo esto va apuntando hacia la carrera que queremos hacer y la profesión a la que nos vamos a dedicar. Es absolutamente bueno, lógico y necesario educar a los jóvenes para que luchen por sus sueños y puedan alcanzar sus metas. El entusiasmo juvenil nos hace crecer y salir de nosotros mismos para lanzarnos a la vorágine del mundo.

Cuando somos jóvenes podemos con todo, y no pensamos lo suficiente en la salud, y mucho menos en la vejez. Estallamos hacia afuera. Pero olvidamos que el anciano que seremos se está gestando ya en esos años. ¿Quién enseñará a los jóvenes a cuidarse, cuando todavía están pletóricos de fuerza?
Me encuentro con personas valiosísimas, cuya vida ha sido muy fecunda, y que han explotado al máximo sus talentos. Pero, olvidando que somos una máquina biológica y una mente con pensamientos contradictorios, se han lanzado a una carrera imparable dejando a un lado la dimensión lúdica, el cuidado del cuerpo y el descanso. En la etapa de crecimiento personal vamos deslizándonos hacia la senda del estrés. Muchas horas de trabajo y pocas de descanso, escasa atención a la alimentación, poco espacio para la intimidad y la ternura, para el diálogo, para el silencio, o para un paseo sosegado o una reflexión serena que nos hagan cuestionarnos si lo que estamos haciendo añade plenitud a nuestra vida o sólo una imagen brillante.

Miedo a desaparecer


A costa de no pensar en el futuro, no queremos envejecer, no meditamos en ello y no nos preparamos con tiempo ni con los cuidados necesarios. A muchas personas les da pánico y se resisten a asumir que un día no tendrán las fuerzas de ese joven que empezó su carrera a velocidad vertiginosa. Nos asusta que no quede nada de nuestros logros o capacidades. Tenemos miedo a que no se hable de nosotros en el futuro y nos esfumemos en el olvido. Tanto esfuerzo… ¿para nada? En el fondo, es el miedo a desparecer. A que nadie tenga en cuenta nuestros hallazgos. Es el miedo a morir. ¿Qué habremos dejado a la sociedad, a la ciencia, a nuestros descendientes?

Queremos olvidar todo esto, y así vivimos a ritmo frenético. Es verdad que quizás nadie nos ha enseñado a valorar las diferentes etapas de la vida, especialmente la vejez. Si no aprendemos a valorar la gran riqueza de esta etapa, nos estamos olvidando de algo crucial: la gran última lección que es prepararnos poco a poco para la asignatura de morir. Este aprendizaje consiste en ir despegándote de todo lentamente, para dejar emerger al anciano pleno y rico en vivencias que somos.
 

Aprender a morir


Empezamos con la jubilación, y con una disminución de capacidades propia de la edad. Pero a veces este declive nos coge desprevenidos: una enfermedad, una caída, achaques… Empezamos a toparnos con nuestras limitaciones y nos vemos forzados a reducir nuestro trabajo y velocidad. Sentimos que somos otros, diferentes, sin fuerzas, y que nuestra actividad cognitiva disminuye. Nos asustamos y no acabamos de aceptar esta nueva coyuntura. Así, vamos cayendo hacia el pesimismo. Nos cuesta asumir que nos hemos convertido en otra persona, siendo la misma, y entramos en un bucle desconocido. Nos sentimos perdidos, nunca pensamos que podríamos llegar a esta situación. Idolatramos nuestra juventud, nuestro talento y nuestros logros, pero nos olvidamos de que somos frágiles, pequeños y mortales.

Todos hemos de morir. Pero qué diferencia es morir con suavidad, con lucidez y aceptación, o morir herido, enfermo y rebelándote contra tu destino inexorable.  

Necesitamos cuidarnos, y no en la vejez, sino antes, pero especialmente a partir de la mitad de la vida. Poco a poco hemos de despedirnos, con afabilidad, de aquel joven y adulto que fuimos para dar la bienvenida a lo que iremos siendo en nuestra pre-ancianidad. Se puede llegar a una vejez saludable y gozosa.

El valor del cuidado


¿Qué hemos de hacer? ¿Y a partir de cuándo? Nuestra madre nos cuidaba cuando éramos pequeños, pero al entrar en la adolescencia, el cuidado cada vez es menos. Descansamos pocos, comemos fatal, nuestras emociones se disparan y es posible que empecemos a ser adictos a algo que nos estimule o nos tranquilice. No queremos escuchar a quien nos avisa, y menos cuando somos jóvenes y exprimimos la vida para sacarle todo el jugo posible, llegando a despreciar el cuerpo y la salud.

Es aquí cuando empezamos a maltratar al anciano que seremos. ¿Verdad que quedaríamos impresionados si viéramos a un joven golpear a un anciano sin piedad? Nos violentaría, haríamos algo para impedirlo, socorreríamos al abuelo e intentaríamos reprender a aquel joven que está apaleando al pobre viejo.

Si nos indigna sólo pensarlo, eso mismo es lo que estamos haciendo ahora con el anciano potencial que somos nosotros mismos. Cuando cometemos excesos con nuestros cuerpos lo estamos golpeando. Y después nos encontraremos con las terribles consecuencias de este maltrato. Aparecerán diferentes patologías que han pasado años latentes y que, de pronto, se manifiestan y van a condicionar nuestra vida: problemas cardiovasculares, ictus, hipertensión, exceso de azúcar en sangre, artrosis… Todos estos problemas no son naturales, ni propios de la edad, sino consecuencia de muchos años de mala alimentación y hábitos insanos. Si a esto le añadimos una vida social estresante y problemas emocionales, todo junto empezará a causar estragos en nuestra salud.

La bulimia en el comer, en la tecnología, en el hacer, inevitablemente dejará secuelas en la salud. Aunque durante años los efectos sean imperceptibles y no haya síntomas, todo esto nos está causando un daño silencioso, que irá mermando nuestro cuerpo. De pronto, se producirá un seísmo y un cúmulo de enfermedades nos atacará.

No vivimos para comer, o para trabajar, o para disfrutar. Comemos, trabajamos y disfrutamos para vivir en plenitud. Por eso es bueno autoeducarnos para controlar nuestra comida, nuestro trabajo y nuestro ocio. Vivimos en un cuerpo que necesita cuidados para que pueda funcionar con la mayor calidad posible, siempre con medida y prudencia.

Una vejez radiante


Yo aconsejo lo siguiente. Cuando se llega a la adultez madura, es decir, hacia los 50 años, hemos vivido la mitad de nuestra vida. Entramos en una etapa crucial, ya hemos alcanzado la cima de la montaña y hemos cumplido los principales hitos del camino: casarse, formar una familia, ascender profesionalmente, culminar un proyecto… Ya tenemos un tesoro acumulado. Nos hemos proyectado socialmente, tenemos un superávit de experiencias contrastadas.

A los 50 se entra en otra fase, aunque seguimos con fuerza para tirar hacia adelante. Empezamos a descender por la otra vertiente de la montaña. De momento, es una pendiente suave y nos permite ir bajando con cierta tranquilidad. A medida que pasan los años la bajada se hace cada vez más pronunciada y tendremos que andar con mucho tiento para no tropezar. Hay que irse preparando para el descenso final hacia la vejez, con realismo y aceptando que, sí o sí, las limitaciones se irán manifestando: en la movilidad, en enfermedades, en pérdidas emocionales que hay que ir gestionando con serenidad. No tiene por qué ser un drama. Lo negativo de esta nueva fase puede contrarrestarse con el cúmulo de experiencias atesoradas.

En este nuevo momento hay que aprender a saborear la riqueza acumulada y crecer humana y espiritualmente. Hay que gestionar lo que hemos cosechado durante los primeros cincuenta años para poder cambiar de «chip» mental. Saborear, paladear, digerir lo que hemos aprendido para sacar el máximo partido al vino que ha llenado el cáliz de nuestra vida. En esta edad hay que aprender a dar y compartir lo que sabemos y tenemos, de manera generosa, pero sobre todo lo que somos, ese diamante pulido en que nos hemos convertido. Ahora toca empezar a familiarizarnos con nuestra nueva realidad. Aquel niño que se admiraba contemplando las estrellas ahora debe aprender a emocionarse dando tiempo de su vida y aconsejando a los demás, desde la atalaya de su experiencia. También debe aprender a despedirse con un abrazo de ese niño y ese joven que fue, y empezar a acoger al adulto que ha iniciado su vejez sin miedo a esta nueva conquista, que puede ser tan seductora como las primeras etapas.

Puede ser fascinante descubrir que las imperfecciones también tienen su belleza. Hay brillo en un rostro maduro, hay un pozo de sabiduría en sus ojos, hay ternura en las arrugas de su frente. Una certeza y una fuerza diferente van a dar un empuje especial a esta edad, en la que uno se convierte en oro líquido, como dice la filosofía oriental, que tanto valora lo efímero y lo viejo, incluso lo deteriorado. Al igual que en el arte, lo «vintage» tiene su emoción y su estética.

La vejez no tiene por qué ser una caída traumática; es el momento para descubrir lo que tienes en tu corazón. Conozco a ancianos y ancianas que viven con intensidad serena estas últimas zancadas de su vida y se los ve felices, solidarios, apacibles, incluso radiantes. Dan de sí todo lo que pueden con esplendidez.

No importa lo que has dejado ni lo que has hecho, sino lo que has amado. Esta es la última gran lección. Pregúntate, ante el espejo, cuánto de tu vida has dado a los demás. Y da las gracias.

domingo, 18 de agosto de 2019

Sumergidos en la bruma


Hay personas que viven en una situación de permanente indecisión. Son perfiles que podríamos llamar “líquidos”, como si no tuvieran claro quiénes son, qué hacen y qué quieren. Viven como en tierra de nadie, con un horizonte confuso, sin un propósito vital que les haga salir de sí mismos y capaces de tomar decisiones. Son personas que viven como si una espesa niebla las cubriera; desaparecen cuando menos te lo piensas, como si se evaporasen.

De apariencia tímida, suelen ser poco habladoras, como si tuvieran miedo a ser ellas mismas. En grupo se muestran discretas y a veces huidizas. Les cuesta cooperar, servir, sociabilizar. Se las ve solas y alejadas con frecuencia y tienen dificultades para la comunicación normal cotidiana.

Paradójicamente, muchas de estas personas tienen una intensa actividad digital y numerosas conexiones virtuales. La soledad y la inseguridad quedan tapadas en las redes sociales, en las que se prodigan y se mueven constantemente. En cambio, en situaciones presenciales, se tapan tras una careta que oculta la gran laguna de su identidad. Viven un frenesí virtual, continuamente se descargan vídeos, programas o juegos y alimentan contenido no siempre claro con el WhatsApp. Las tecnologías pueden generar en ellas una total dependencia y adicción.

Con estas personas reservadas, poco asequibles, de carácter gelatinoso, nunca se sabe en el fondo qué piensan, qué las motiva. Son y no son, están y no están, hacen y no hacen. Viven en un estado de indefinición. Me recuerdan a esos corredores que, antes de acabar la carrera, les falta aire y nunca llegan a la meta. Se autoexcluyen a sí mismos de cualquier compromiso y caminan sin rumbo, flotando en el vacío, en una frustración permanente.

¿Tienen pánico a enfrentarse a la realidad, que les exige sinceridad, presencia, compromiso? ¿Temen abrirse a los demás? ¿Les da miedo madurar para asumir responsabilidades? ¿Les cuesta aceptar su inseguridad, y al mismo tiempo su capacidad de acción y decisión?

El discernimiento, es verdad, da vértigo. Verse vulnerable ante los demás puede generar una terrible inseguridad. Lanzarse de lleno al mundo real, para estas personas, implica salir de ese agujero negro que los absorbe, incapacitándolos para proponerse metas entusiasmantes. Sobre todo, les cuesta echar abajo su búnker interior, en el que viven encarcelados.

¿Por qué este tipo de personas viven y actúan en medio de una espesa niebla? En su yo más profundo quizás hay un gran miedo a la luz, a exponerse, tal como son. ¿Qué les ha ocurrido para preferir vivir en la burbuja de su ego? No han reconocido ni desplegado sus valores y talentos y se esconden, viviendo cosas irreales. Quizás han sufrido experiencias muy dolorosas en su pasado, con su familia. Quizás la soledad los ha incapacitado para comprometerse y se sienten inseguros ante los demás. Quizás la inestabilidad familiar no les ha dado esa base sólida que les permita confiar y abrirse a los demás. Tal vez les han faltado personas sólidas, coherentes, maduras, que hayan sido referencias y modelos a imitar. Ahora, viven la realidad como si se ahogaran y prefieren la cabina de oxígeno para ir sobreviviendo. Los pulmones de su psique están frágiles por falta de una educación que les ayude a plantearse retos, asumiendo el esfuerzo por alcanzarlos, las ganas y la voluntad para romper esa barrera de seguridad artificial.

Ojalá algún día encuentren quien les ayude a salir de ese caparazón que se han creado. Que algún día descubran que el oxígeno entra cuando te abres a los demás, y que ese aire es mucho más potente y rico que el de la burbujita personal. Es mucho mejor sufrir porque amas y ensanchas tu vida y tu corazón, que encerrarte en tu mundo y distraerte con relaciones virtuales que te hacen vivir en el país de las sombras. Es mucho mejor el riesgo a perder, cuando te liberas, que la seguridad de una vida desconectada de la realidad. Ojalá esas personas descubran el tesoro inagotable que hay en su alma. Sólo así cada paso será una hermosa aventura que valdrá la pena vivir.

Mírate al espejo, mira tus ojos, más allá de tu pupila. Hay un Himalaya de existencia en ti. Descubre la riqueza que tienes dentro.

domingo, 11 de agosto de 2019

Sobrevivir o vivir


Cuando hacemos un parón en nuestra vida, podemos reflexionar y pensar si estamos viviendo o sólo sobrevivimos.

La gente corre, no tiene tiempo, no piensa, no se cuestiona, no sabe a dónde va… ¡Sobrevive en un mundo turbulento! Sobrevivir es como respirar con dificultad, jadeando, al límite. Se hace mucho, se vive poco.

Otra forma de sobrevivir es pensar: «A vivir, que son dos días». Quienes así piensan explotan el tiempo y dilapidan sus fuerzas.

La bulimia del tener o del hacer es una forma de supervivencia multiplicada. Es bueno trabajar y tener lo necesario. Pero lo que nos sirve para sobrevivir, exagerado o en exceso, nos puede impedir vivir en plenitud.

El que sobrevive actúa compulsivamente. El instinto de supervivencia degenera en una compulsión: por comer, por acumular cosas, por embarcarse en un frenético activismo… La adicción no es vivir.
Sobrevivir en exceso es malvivir, es ser esclavo de las adicciones. Muchas personas creen vivir, pero, en realidad, «desviven».

No conocemos nuestras necesidades reales, que van más allá de las básicas. Cuando ya tienes lo básico y lo necesario, hay que aspirar a algo más que la supervivencia. Tener mucho no es más que sobrevivir, aunque seas rico en posesiones. Simplemente, eres un gran superviviente, a gran escala.

Empezar a vivir


¿Cuándo empiezas a vivir? Cuando das importancia al otro, más allá de ti mismo. Cuando dejas de centrarte en ti, en tu ego, en tu panza, en tus adicciones y necesidades, y pones distancia entre lo que quieres y lo que eres. Cuando te preguntas si lo que quieres realmente te da vida o te la quita. Porque no siempre te hace vivir.

¿Qué te hace vivir? Te hace vivir abrirte al otro, a la vida, a Dios. Aprendes a vivir cuando amas: entonces la vida tiene sentido. No te importa perder el tiempo. Asumes no tenerlo todo. Das valor al tiempo, al silencio, a la soledad. Sabes pasear solo, con Dios o con los demás. Te maravillas de las cosas pequeñas y sencillas. Descubres que no tienes que pretender ser lo que no eres, y aceptas tu realidad, tal como es.

No estás atado ni hipotecado. Aprendes a volar libre. Pones en el centro de tu vida no cosas, sino personas. Tienes una visión trascendente de la vida. Eres libre de las cadenas del ego.

Hoy se cree que vivir es correr; vivir es andar despacio.

El que sobrevive centra su vida en tener dinero. El que vive, cuando acepta sus capacidades reales, puede vivir de eso. Potencia lo que sabe y puede, lo que es.

El que vive es feliz; el que sobrevive vive angustiado, a modo de urgencia, siempre estresado y corriendo, aunque tenga mucho.

El que hace mucho, con apresuramiento, también está sobreviviendo. Si no hay paz y serenidad, su ego está en el centro y explota su vida. ¿Cuál es el precio? La enfermedad, el cansancio y el dolor.
Otra forma de sobrevivir es querer controlarlo todo. Quien controla a los demás lo hace por miedo e inseguridad, en el fondo.

La caída, la enfermedad, el accidente… todo esto nos alerta de que algo no hacemos bien.

¿Cómo está tu mundo interior?


Si está lleno, estarás en calma ante el mundo exterior. Una vida interior llena —sólo Dios basta— nos da paz, incluso en medio de la tormenta.

Vivir es tener una rica vida interior. Te permite vivir asombrado y agradecido. Si sólo ves lo exterior, siempre estarás sobreviviendo. Si ves el interior —de las personas, de las cosas— tu vida dará un salto y empezarás una experiencia regeneradora. Nacerás de nuevo, y vivirás.

Actitudes que te sirven para sobrevivir, pero no para vivir en plenitud, y sus antídotos:
-      Miedo.                               Coraje, Audacia.
-      Desconfianza.                    Confianza.
-      Cerrarte.                             Abrirte.
-      Estar a la defensiva.           Aceptar al otro que es diferente.
-      Codicia.                              Saber perder.
-      Aferrarte a las cosas.         ¡Soltar!
-      Acumular.                           Desprenderse, dar.

domingo, 4 de agosto de 2019

Abrazar el miedo


He oído muchas veces que al miedo no hay que tenerle miedo. Sobre el miedo se ha escrito mucho. Diversas escuelas de psicología ofrecen explicaciones muy diferentes sobre el mismo tema. ¿Es bueno o malo, tener miedo? ¿Cómo lo afrontamos?

La persona necesita bucear en su realidad psíquica y descubrir sus propias limitaciones, sus lagunas más profundas, la parte oscura del ser. Bloqueos, angustias, inseguridades, son parte de nuestra realidad que quizás no hemos asimilado o aceptado. Experiencias del pasado que nos han marcado pueden estar condicionando nuestro presente. De aquí pueden venir ciertas actitudes o conductas ante situaciones difíciles de digerir, y que están afectando a nuestra vida.

Miedos naturales


El miedo es una pulsión vital, una serie de reacciones cerebrales que responden al instinto de supervivencia. Gracias al sensor neuronal podemos huir frente a un peligro, o sabemos que a ciertas horas de la noche y en según qué lugar lo mejor es no pasar por allí. Frente a ciertos peligros y amenazas, tener miedo puede salvarnos la vida.

Tenemos miedo al dolor físico, a las enfermedades, a la soledad, a la ruptura con un ser querido. Tememos la inseguridad económica, la pobreza, la violencia. Tenemos miedo a la muerte. Estos miedos son absolutamente normales y hemos de ir lidiando con ellos, porque el dolor, la precariedad y la muerte forman parte de los límites humanos. Otra cosa es vivir instalados permanentemente en el miedo. Cuando el temor condiciona todo lo que hacemos y se alarga en el tiempo más de lo necesario, entonces sí que podemos hablar de una patología.

Miedos ocultos e imaginarios


Pero hay otro tipo de patología, más sutil, que aún puede superar los grandes miedos básicos. A lo largo de los años hemos crecido y nos hemos hecho fuertes. Hay miedos encapsulados en nuestra mente, que sólo aparecen en momentos puntuales. Los hemos aprendido a tapar ante la gente, pero están ahí, en lo más profundo del inconsciente, y nos marcan. Cuando vivimos una situación que de algún modo nos recuerda aquello que queremos olvidar, se produce una reacción incontrolada de inseguridad y nervios. Es en ese momento cuando la imaginación se dispara. Imaginamos lo peor y damos por hecho que lo que imaginamos es lo que ocurrirá. Sólo ocurre en la mente, pero con tanta intensidad que lo sentimos como una realidad abrumadora. Aunque podemos controlar el relato mental, el miedo nos lleva a distorsionar la realidad.

El otro día escuchaba en la radio que, de todo lo que podemos imaginar, sólo se hace realidad un 5 % y el 95 % restante se evapora y no tiene ninguna repercusión en nuestra vida.

Ante el miedo al futuro, a la inestabilidad económica, a la enfermedad, ¿existe un antídoto? ¿Qué hacer para que estos miedos no nos hagan daño?

El antídoto


Todos tenemos miedo a algo. Si alguien dijera que no tiene miedo a nada, estaría mintiendo. No se trata de tener o no tener miedo, sino de saber que lo tenemos, y lo importante es no atarte a él, sino asumirlo como parte de tu vida.

Todos somos imperfectos y estamos llenos de lagunas que han marcado nuestra historia y nuestro presente. Hemos de abrazarlas y aceptar que no somos Superman, aunque queramos parecerlo. Aceptar nuestra indigencia existencial y psicológica es una buena manera de empezar, no tanto a resolver los miedos, sino a saber convivir con ellos, sin que puedan hipotecar nuestra vida. Son como las heridas, pero ahí están, formando parte de la dermis psicológica.

¿Qué hemos de hacer? Saber cómo somos, conocernos en profundidad, sin miedo a toparnos con nuestros límites. Es más, hemos de aceptarlos y abrazarlos.

Nadie se libra de sus agujeros y fisuras. Todos los tenemos. A veces conocemos a personas que nos impresionan por su estabilidad, su serenidad, su madurez y su capacidad para comunicar; grandes líderes en sus ámbitos sociales y culturales, personas compactas que incluso nos pueden deslumbrar y nos hacen desear ser como ellas. No concebimos que puedan tener lagunas, porque las vemos enteras y modélicas. Pero todos tenemos nuestra historia, nuestra familia y nuestra estructura psíquica. Nadie se libra de esas huellas que han marcado su vida en algún momento, durante su proceso de crecimiento vital. Todos tenemos que enfrentarnos al pasado.

Lo importante es cómo lo abordamos y manejamos para integrar aspectos de nuestra vida que en su momento no pudimos digerir. Lo meritorio es que, estando marcados por esas cicatrices emocionales, sepamos abrazar nuestra realidad. Así, estas experiencias habrán servido para espolearnos y avanzar en el camino de nuestra madurez humana.

Todos los traumas o experiencias negativas, si las incorporamos como parte de lo que somos, pueden llegar a convertirse en grandes maestros, aleccionándonos de tal manera que puedan ensanchar y enriquecer nuestra manera de estar en el mundo.

Tú eres dueño de tu mente, de tus pensamientos, de tu vida. Dentro de ti no ocurrirá nada que tú no quieras, porque la voluntad y el alma están por encima de la mente. 

Tú puedes hacer que esta mente, tan poderosa, esté totalmente a tu servicio. No dejes que sea una tirana que haga lo que quiera de ti. La mente es conducida por la voluntad y la libertad.

Somos capaces


Lo maravilloso del hombre es que, con todos los miedos, defectos e inseguridades, con su pasado e incluso su presente reciente, es capaz de pegar un salto y crear gestos preciosos en su vida, grandes hazañas que lo trascienden a sí mismo. Con todas sus pesadas cargas ahí está, luchando como un auténtico jabato. Porque nada, ni el peor miedo, puede parar la potencia de su alma. Ella es la dueña de su ser, que lo hace invencible pese a sus agujeros.

Permitidme que haga una lectura cristiana. Por nuestros agujeros Dios entra hasta lo más profundo del inconsciente. Por las grietas más oscuras de nuestro ser, Dios se abre camino. Si no tuviéramos esos agujeros, él no podría entrar. Sólo más allá de nuestras fuerzas y voluntad él puede sanarnos, de tal manera que desde ese abrazo a nuestra realidad existencial dejemos de tener miedo al miedo. Porque descubriremos que nuestro presente es más real que los miedos irreales de nuestra imaginación distorsionada.

Un solo ser humano, como decía un amigo sacerdote, es mucho más que todas las estrellas del cielo.