sábado, 19 de octubre de 2019

Una trampa sutil


Un reto pedagógico (educar no es modelar)


La tarea de educar no es nada fácil. Es compleja porque afecta a la totalidad de la persona: sus valores, su cosmovisión, sus modelos, sus referencias. ¿Qué entendemos por educar? La palabra latina en su origen, educere, significa sacar afuera lo mejor de la persona. Por tanto, educar no es imponer al otro lo que tú piensas o crees. No es modelar al otro según tu concepción de la vida y tu sistema de creencias. Hacerlo de esta manera implica claramente un intento de manipulación y un deseo de moldear al otro según tus criterios. Esto ocurre en el campo político, en la enseñanza y también en el ámbito religioso. Se impone una ideología, un pensamiento único, y todo el mundo debe acatarlo. Uniformar e igualar todas las mentes ocasiona un grave atentado contra la libertad de la persona.

La hipocresía del poder


Educar sin tener en cuenta la libertad del otro y su propio carácter es caer en una ideología totalitaria que lleva al sometimiento de la persona. Se ha de evitar caer en la hipocresía y en el argumento moral: «lo hago por el bien del otro». En el fondo, tras esa actitud aparentemente ética y bondadosa, se pueden esconder intereses oscuros e inconfesables. Tras el paternalismo moral puede haber un afán de dominio para someter al otro.

Educar no significa que todos sigan las consignas del maestro o del líder, del político o del padre. Educar es hacer todo lo posible para que la persona crezca y sea ella misma, potenciando sus mejores talentos, su creatividad y su libertad, aunque se equivoque. Intentar que los demás sean clones de uno mismo es la anti-educación. Es un asalto a su dignidad.

¡Cuántas veces sucede esto! Instituciones públicas, movimientos sociales y grupos religiosos caen en esta trampa. Sus dirigentes piensan que son inmunes al error, al egoísmo, a la idolatría del poder. Y, casi sin darse cuenta, poco a poco, van resbalando hacia actitudes autoritarias y fundamentalistas, hasta llegar a blindarse en la autodefensa. Creen que su superioridad moral o religiosa los sitúa por encima de aquellos que se han convertido en súbditos del que manda. Todo esto, envuelto en un halo paternal de benevolencia: «todo lo que hago es lo mejor para vosotros». Así aseguran su liderazgo. Piden una constante obediencia a su misión, porque ellos saben mejor qué necesitan los demás.

Un proceso destructivo


La primera fase de la sumisión está marcada por una exquisita amabilidad y atención. Todo es cordialidad, afecto e invitación a las actividades que organiza el grupo o la institución. Es la fase de la seducción, la caza del prosélito, con toda clase de recursos para lograr que el vínculo sea cada vez mayor. Todo es apertura y disponibilidad, hasta que logran fidelizarlo y generan en él la necesidad de pertenencia al grupo.

Una vez el neófito está totalmente integrado, se establecen criterios rígidos de carácter moral, ideológico o religioso, según la tendencia del grupo o institución. Poco a poco se empieza a hacer injerencia en su vida privada: sus relaciones, su familia, el trabajo, los amigos… hasta llegar a meterse en la vida íntima de pareja. Aquí ya vemos cómo la penetración en el siquismo emocional va produciendo su efecto. Se pide una total obediencia, casi ciega, al líder o responsable del grupo. En esta segunda fase, la suavidad de la acogida pasa a ser exigencia de compromiso y se hace una intromisión en la vida de la persona, marcando pautas para que siga las consignas del líder.

Si hay discrepancias, saltan las tensiones. Los prosélitos empiezan a darse cuenta de que sus vidas están totalmente controladas por el jefe. Algunos soportan la tensión y la acatan. Otros, no tanto.

En una tercera fase, algunas personas comienzan a cuestionar la actitud del líder, incluso su moralidad y coherencia. Despiertan de su letargo, ya no se dejan engatusar por las palabras bonitas ni por las consignas que se les infiltran, como dardos adormecedores, para conseguir la sumisión. Empieza la disidencia.

El líder pasa de las palabras dulces a una actitud exigente y dura. Ahí aflora su auténtica identidad. Ahora utilizará sus armas más mortíferas para contrarrestar a quienes se enfrentan a él y cuestionan su autoridad: la humillación ante el grupo, el reproche por su conducta moral, acusaciones de deslealtad y rebeldía. Irá generando un profundo sufrimiento a quienes se atrevan a hablar con sinceridad para intentar aclarar la situación.

Empieza una larga agonía para el disidente, que puede llegar hasta la depresión. Se preguntará si puede creer o no en la institución. Su psique queda rasgada: creía haber encontrado la razón de su vida, una comunidad donde integrarse y crecer, y se ha encontrado con una gran mentira. Creía haber encontrado la libertad, y poco a poco ha visto como esta se veía atenazada. Esta es la fase destructiva: además del sufrimiento interno, la dureza del líder se volcará contra él, como una máquina demoledora que, sin piedad, irá triturando al rebelde hasta despojarlo de su dignidad y volatilizarlo. De la ternura ha pasado a la dureza, y de la dureza a la violencia psicológica. El disidente, tachado de rebelde y traidor, acabará abandonando el grupo. Pero lo hará completamente destrozado y sin norte.

Vuelvo al principio. Ni en nombre de una idea, ni de una estirpe o familia, ni en nombre de Dios, tenemos derecho a pisotear la libertad de nadie. La libertad es tan sagrada como la vida y como el mismo Dios. Si resbalamos por aquí, estaremos convirtiendo la institución, ya sea familia, partido político o grupo religioso, en un sistema tiránico que sólo busca subyugar a la persona, exprimirla al máximo y desnudarla de toda dignidad. Esto sucede con especial virulencia en las sectas manipuladoras. 

Este escrito quiere ser una alerta: que el afán de poder no lleve a ningún líder a convertirse en un sectario. El sectario aborrece, por definición, la libertad del otro. Todo cuanto pueda ofrecer será engaño y mentira, pues está negando el don más sagrado que, después de la vida, posee todo ser humano.

domingo, 13 de octubre de 2019

Culto a la apariencia


La sociedad cada vez más nos empuja a dejar de ser nosotros mismos. Esta batalla por abrirse camino y lograr un hueco importante se cobra su precio: puede llevar a la persona a renunciar a sus valores, su talante y su forma de ser. Los cánones impuestos por la moda exigen no sólo un cierto aspecto físico, sino capacidad de empatizar con los demás y fluidez comunicativa. El cine, los medios, la televisión, con programas de contenidos vacíos y moralmente muy discutibles, tienden a destruir la intimidad de las personas. Por un lado, exaltan el culto al cuerpo con un tipo de vestuario insinuante. Por otro lado, prima un periodismo amarillo que se complace en ensuciar la fama y desvelar la vida privada de las gentes. La situación es grave, pues lejos de valorar a la persona como tal, fomenta un narcisismo enfermizo, que sólo busca recrearse en el culto al yo, cayendo en la frivolidad más exagerada.

Cuántas adolescentes viven excesivamente preocupadas por su cuerpo. Se ven poco atractivas y son capaces de cometer auténticas barbaridades con tal de cumplir con los cánones de belleza que marcan modelos anoréxicas de una delgadez extrema. Estando en su peso, se creen gordas. Todo gira en torno a su físico. Necesitan gustar, ser aceptadas y acogidas, aunque esto les cueste sufrimiento y adoptar conductas patológicas en cuanto a la comida: los trastornos alimentarios como la anorexia y la bulimia se están convirtiendo en una pandemia entre el colectivo juvenil.

La obsesión por gustar


El problema de fondo es este: si no eres guapo o guapa, simpático y popular, no eres nadie. Ser alguien pasa por la aprobación de los jueces de tu entorno: amigos, familiares, compañeros de trabajo… La fragilidad psíquica de un adolescente le puede empujar a cometer graves errores. Urge apearse de esta cultura de la apariencia. Tener un cierto físico no puede ser el medio para conseguir lo que se quiere. Nadie tiene que decir a otro lo que tiene que ser, obligándole a renunciar a su propia identidad. La fama, alcanzar la cumbre mediática, presumir de reconocimiento y talentos puede llevar a vaciarse por dentro.

Los centros de medicina estética asisten a esta locura colectiva. Cada vez son más las jóvenes, incluso menores de edad, que quieren cambiar su cuerpo sometiéndose a cirugías agresivas que pueden tener consecuencias graves en su salud. Y lo peor de todo es que a veces lo hacen con total consentimiento e incluso alentadas por sus padres.

Este comportamiento está fomentado por muchos artistas, actores, actrices, modelos y famosos que se convierten en referentes para los jóvenes. Quieren imitarlos y copiar su imagen, sin pensar que todo lo que sea alterar su naturaleza mediante la cirugía va a dejar huellas irreparables en su cuerpo. ¿Quién no ha visto flamantes artistas, con un físico impresionante que, a medida que envejecen, han ido deformando sus rostros de tal manera que, al final, dejan de ser ellos mismos? Ver esos rostros tan retocados sobrecoge. ¿Cómo es posible cometer tales atrocidades con el propio cuerpo, con la propia vida? Algunos, en su obsesión, acaban enfermos o dementes.

Ser tú mismo


Quisiera que los jóvenes pudieran leer esto como un aviso, para que no se queden en su envoltorio. Las personas somos algo más que un aspecto. Más allá de la piel o de la belleza física, hay una belleza interior que nadie te puede arrebatar. Y esa belleza se refleja en tu rostro y en tu cuerpo, tal como es. Tú puedes crecer y lograr lo que quieras sin renunciar a ser tú mismo. No ambiciones nada que signifique diseccionar, descarnar, mutilar tu rostro o tu cuerpo. Tu vida vale más que eso. No dejes que otros hagan de ti una imagen que no eres tú, y una vida que no es la tuya. No dejes que te empujen a hacer algo que está en contra de tus valores, de lo que anhelas en el fondo de tu corazón.

Es verdad que esta obsesión por el éxito, el dinero y la fama puede ser muy atractiva, pero ¡cuidado! Porque te puede llevar por un camino que, mientras lo recorres, te atrapa con su falsa luminosidad y puedes llegar a perderte en un laberinto de donde te será difícil salir. El deslumbramiento puede ser tal que te haga vivir en una burbuja, apartándote de tu propia realidad y tus necesidades. Cuando se tiene lo que uno quiere, es fácil olvidar que eres un mortal, como todos. Toda esa parafernalia ha sido un continuo engaño que te ha llevado a sentirte invencible, olvidando que no sólo tienes un cuerpo bello por fuera, sino un organismo maravilloso que funciona armónicamente para que vivas bien y sano. Cuando lo maltratas con bebida, droga, un ritmo frenético, poco sueño y un cansancio continuo, tu energía irá mermando poco a poco. Una vida enloquecida sin control ni equilibrio puede llevarte a la muerte. El éxito nos embriaga y creemos que podemos estirar el tiempo, pero nuestro ritmo biológico sigue su paso. Cuando forzamos el ritmo vital la decadencia acecha y sobreviene antes de tiempo. Entonces es cuando la cirugía estética se convierte en el remedio rápido, pero sólo consigue convertirnos en pequeños “Frankestein”, deformes y grotescos. Esto les sucede a todos aquellos que se dejaron llevar por la fama efímera y acabaron perdiendo su belleza natural, la que les dio la naturaleza, para terminar hundidos en el vacío, en el absurdo y en una triste imagen de lo que fueron.

Madurar con belleza


La naturaleza es muy sabia. Cuida de ella, mima tu cuerpo, aliméntalo bien, descansa, haz deporte, elige bien tus amigos, estudia, haz lo que te gusta… ¡ama la vida! Ama a tus familiares, a tus amigos, a ti mismo, a Dios. Y acepta la muerte.

Cultiva el silencio, abraza tu realidad, mírate al espejo y piensa: soy una maravilla para el Creador, él no cambiaría nada de lo que soy. Tienes un cuerpo bello, sea como sea. Es un regalo, no lo modifiques. Una belleza sofisticada no es natural. No caigas en la trampa de dejarte engañar por las promesas falsas, por lo efímero. Tu cuerpo no tiene precio, no lo truques ni creas en una falsa inmortalidad. Tu cuerpo es tu casa, donde moras. Cuídalo porque, si lo haces, él cuidará de ti. Si vives arraigado en unos valores y principios, todo tú estarás armonizado. También tu cuerpo y tu piel.
 
Vive de manera sana y, cuando envejezcas, porque eso será lo natural, no necesariamente enfermarás. El desgaste se ralentizará porque estarás oxigenando tu cuerpo y le estarás dando vida. Podemos llegar a ser ancianos bellos y con salud. Esta es la meta de toda persona: mantener bella su alma para mantener bello su cuerpo hasta el último día de su vida. ¡Qué paz morir con un corazón que ha amado mucho, que ha sabido cuidarse para servir sanamente a los demás!

Esta es la auténtica elegancia y belleza. La de saber que la vida tiene sentido sólo cuando descubres tu auténtica misión. La piel envejece, pero el corazón siempre se mantiene joven, porque sólo así puede amar, y el amor siempre rejuvenece. No importa la edad: vivir siendo quien soy es la mejor respuesta al don que se me ha dado.

domingo, 6 de octubre de 2019

Hijos del mundo

Hace poco me ofrecieron la oportunidad de hacerme un test genético, donde se rastrean los orígenes de la persona tras el análisis de unas muestras de ADN. Acepté, pues siempre me ha inquietado conocer mis raíces y las de mi familia, y esperé con curiosidad e interés los resultados del test.

Cuando llegó la respuesta, me quedé entre sorprendido y contento. Como era de esperar, una parte importante de mi procedencia es ibérica, más de un 70 %. La sorpresa estaba en ese 30 % restante: una parte italiana, otra eslava, de la Europa del Este… ¡un 10 % africano! y un insólito 1,3 % melanesio, es decir, de las islas del Pacífico. 

La primera reacción es preguntarse quiénes debieron ser esos antepasados, de dónde venían y cómo llegaron a encontrarse unos con otros para ir forjando lo que sería mi linaje. Pero más allá de esta curiosidad, fui reflexionando con más hondura sobre los resultados de esta prueba. La memoria familiar se pierde; como mucho, dura dos o tres generaciones, en algunos casos más, pero no suele ir más lejos de unos pocos siglos. En cambio, el ADN no miente: nos revela datos que nuestra memoria ha olvidado hace mucho tiempo, y que están ahí. Más allá del apellido, más allá del árbol genealógico, el laboratorio nos muestra que en el origen de nuestra historia hay una mezcla variopinta de culturas y procedencias. Todos somos mestizos y todos somos hermanos. Nuestra historia se forja sin conocer fronteras.

Más allá del árbol genealógico


Soy ibérico, soy africano, soy eslavo y soy aborigen del Pacífico… El mundo es mi hogar. Mi familia, la humanidad. No estoy presumiendo de cosmopolita: mis genes así lo descubren. La fuerza de la vida trasciende lugares, países, continentes, ideologías, religiones, culturas y naciones. Todos somos una unidad, más allá de las abstracciones culturales y filosóficas. Somos parte de este gran mosaico cultural, social e histórico que es la humanidad.

Y si aún vamos más allá, todos los seres vivos somos fruto de ese impulso que surgió tras el Big Bang. Una corriente de vida nos une desde las primeras células hasta ahora.

Después de sentir en mí esta hermandad existencial con todos los seres humanos, con todos los seres vivos, con la misma materia que forma el universo, me dejo asombrar por otro hecho.

Soy fruto de la unión de dos células. Existo gracias a los demás. Concretamente, gracias a mis padres. Pero también es cierto que mis padres pudieron tener otros hijos, en vez de yo. ¿Por qué fui concebido? Mi vida no sólo es fruto de unos padres, sino de un momento, un lugar, una situación muy concreta. 

Uno solo entre miles de espermatozoides, uno solo entre cientos de óvulos, dieron lugar a mi ser. Yo soy una posibilidad casi imposible entre millones, fruto de circunstancias, decisiones, encuentros… ¡Qué poco faltó para que yo nunca llegara a existir! Y, sin embargo, aquí estoy, preguntándome por mis orígenes y maravillándome de la universalidad de mis genes.

Solemos decir que el ser humano es nada, apenas una motita de polvo en medio del inmenso cosmos. Y es cierto, si comparamos nuestro tamaño con las dimensiones astronómicas del universo. Pero al mismo tiempo, entre no ser nada y entre ser, ¡hay un abismo infinito! Decía un teólogo que cada persona es un Himalaya de existencia, una cumbre grandiosa del ser en medio de la nada.

Sentir esto, la mínima posibilidad de ser que tengo, y la grandeza de estar existiendo, fruto de tantas coincidencias y de una historia tan larga, me estremece. Y siento que en mí late una gratitud muy profunda, y un gozo que nada ni nadie puede apagar. Porque el hecho de ser y estar vivo me habla de una voluntad amorosa que hizo existir todo: el universo, la vida, el ser humano, yo.

Miro de nuevo los resultados de mi ADN y siento alegría, agradecimiento, y ternura hacia el resto de seres humanos que me rodean. Siento que todos somos padres de todos e hijos de todos. Hermanos, al fin, en esta gran aventura de la existencia.