Un reto pedagógico (educar no es modelar)
La tarea de educar no es nada fácil. Es compleja porque
afecta a la totalidad de la persona: sus valores, su cosmovisión, sus modelos,
sus referencias. ¿Qué entendemos por educar? La palabra latina en su origen, educere, significa sacar afuera lo mejor
de la persona. Por tanto, educar no es imponer al otro lo que tú piensas o
crees. No es modelar al otro según tu concepción de la vida y tu sistema de
creencias. Hacerlo de esta manera implica claramente un intento de manipulación
y un deseo de moldear al otro según tus criterios. Esto ocurre en el campo
político, en la enseñanza y también en el ámbito religioso. Se impone una
ideología, un pensamiento único, y todo el mundo debe acatarlo. Uniformar e
igualar todas las mentes ocasiona un grave atentado contra la libertad de la
persona.
La hipocresía del poder
Educar sin tener en cuenta la libertad del otro y su propio
carácter es caer en una ideología totalitaria que lleva al sometimiento de la
persona. Se ha de evitar caer en la hipocresía y en el argumento moral: «lo
hago por el bien del otro». En el fondo, tras esa actitud aparentemente ética y
bondadosa, se pueden esconder intereses oscuros e inconfesables. Tras el
paternalismo moral puede haber un afán de dominio para someter al otro.
Educar no significa que todos sigan las consignas del
maestro o del líder, del político o del padre. Educar es hacer todo lo posible
para que la persona crezca y sea ella misma, potenciando sus mejores talentos,
su creatividad y su libertad, aunque se equivoque. Intentar que los demás sean
clones de uno mismo es la anti-educación. Es un asalto a su dignidad.
¡Cuántas veces sucede esto! Instituciones públicas,
movimientos sociales y grupos religiosos caen en esta trampa. Sus dirigentes
piensan que son inmunes al error, al egoísmo, a la idolatría del poder. Y, casi
sin darse cuenta, poco a poco, van resbalando hacia actitudes autoritarias y
fundamentalistas, hasta llegar a blindarse en la autodefensa. Creen que su
superioridad moral o religiosa los sitúa por encima de aquellos que se han
convertido en súbditos del que manda. Todo esto, envuelto en un halo paternal
de benevolencia: «todo lo que hago es lo mejor para vosotros». Así aseguran su
liderazgo. Piden una constante obediencia a su misión, porque ellos saben mejor
qué necesitan los demás.
Un proceso destructivo
La primera fase de la sumisión está marcada por una
exquisita amabilidad y atención. Todo es cordialidad, afecto e invitación a las
actividades que organiza el grupo o la institución. Es la fase de la seducción,
la caza del prosélito, con toda clase de recursos para lograr que el vínculo
sea cada vez mayor. Todo es apertura y disponibilidad, hasta que logran
fidelizarlo y generan en él la necesidad de pertenencia al grupo.
Una vez el neófito está totalmente integrado, se establecen
criterios rígidos de carácter moral, ideológico o religioso, según la tendencia
del grupo o institución. Poco a poco se empieza a hacer injerencia en su vida
privada: sus relaciones, su familia, el trabajo, los amigos… hasta llegar a
meterse en la vida íntima de pareja. Aquí ya vemos cómo la penetración en el
siquismo emocional va produciendo su efecto. Se pide una total obediencia, casi
ciega, al líder o responsable del grupo. En esta segunda fase, la suavidad de
la acogida pasa a ser exigencia de compromiso y se hace una intromisión en la
vida de la persona, marcando pautas para que siga las consignas del líder.
Si hay discrepancias, saltan las tensiones. Los prosélitos
empiezan a darse cuenta de que sus vidas están totalmente controladas por el
jefe. Algunos soportan la tensión y la acatan. Otros, no tanto.
En una tercera fase, algunas personas comienzan a cuestionar
la actitud del líder, incluso su moralidad y coherencia. Despiertan de su
letargo, ya no se dejan engatusar por las palabras bonitas ni por las consignas
que se les infiltran, como dardos adormecedores, para conseguir la sumisión.
Empieza la disidencia.
El líder pasa de las palabras dulces a una actitud exigente
y dura. Ahí aflora su auténtica identidad. Ahora utilizará sus armas más
mortíferas para contrarrestar a quienes se enfrentan a él y cuestionan su
autoridad: la humillación ante el grupo, el reproche por su conducta moral,
acusaciones de deslealtad y rebeldía. Irá generando un profundo sufrimiento a
quienes se atrevan a hablar con sinceridad para intentar aclarar la situación.
Empieza una larga agonía para el disidente, que puede llegar
hasta la depresión. Se preguntará si puede creer o no en la institución. Su
psique queda rasgada: creía haber encontrado la razón de su vida, una comunidad
donde integrarse y crecer, y se ha encontrado con una gran mentira. Creía haber
encontrado la libertad, y poco a poco ha visto como esta se veía atenazada.
Esta es la fase destructiva: además del sufrimiento interno, la dureza del
líder se volcará contra él, como una máquina demoledora que, sin piedad, irá
triturando al rebelde hasta despojarlo de su dignidad y volatilizarlo. De la
ternura ha pasado a la dureza, y de la dureza a la violencia psicológica. El
disidente, tachado de rebelde y traidor, acabará abandonando el grupo. Pero lo
hará completamente destrozado y sin norte.
Vuelvo al principio. Ni en nombre de una idea, ni de una
estirpe o familia, ni en nombre de Dios, tenemos derecho a pisotear la libertad
de nadie. La libertad es tan sagrada como la vida y como el mismo Dios. Si
resbalamos por aquí, estaremos convirtiendo la institución, ya sea familia,
partido político o grupo religioso, en un sistema tiránico que sólo busca
subyugar a la persona, exprimirla al máximo y desnudarla de toda dignidad. Esto
sucede con especial virulencia en las sectas manipuladoras.
Este escrito quiere ser una alerta: que el afán de poder no
lleve a ningún líder a convertirse en un sectario. El sectario aborrece, por
definición, la libertad del otro. Todo cuanto pueda ofrecer será engaño y
mentira, pues está negando el don más sagrado que, después de la vida, posee
todo ser humano.