lunes, 22 de junio de 2020

No intentes ser lo que no eres


Vivimos en una sociedad compleja y contradictoria. La integridad, como valor ético y social, tendría que formar parte de nuestra realidad humana. Pero a menudo nos fabricamos una imagen de los demás que no siempre responde a la realidad, ya sea porque nos engañan o porque no tenemos capacidad de análisis y crítica constructiva.


Apariencias engañosas


Hay personas tan sutiles y sibilinas que harán cualquier cosa para que creamos en ellas, aunque no sean de fiar. Son camaleónicas, se comportan en función de lo que les interesa y van cambiando de actitud para sacar el máximo partido de cada situación. Su ambivalencia llega a ser patológica; no les importa decir lo mismo o lo contrario, con tal de conseguir algo. Cambian de traje constantemente. ¿Por qué?

Somos así por naturaleza. Inventar algo que no es verdad nos hace superar la mediocridad de una vida sin sentido. Aparentar lo que no somos puede ser fruto del miedo, de una personalidad insegura, de la inmadurez, de la falta de realismo o de coraje para gestionar nuestras contradicciones. Tenemos miedo a la realidad y nos cuesta enfrentarnos a nosotros mismos. Y empleamos nuestra capacidad para inventar relatos más o menos verosímiles que nos permiten esconder nuestras carencias, convencer a los demás o, simplemente, sobrevivir.  Pero cuando la conciencia salta, uno se da cuenta de qué es lo que realmente está haciendo.

¿Por qué nos metemos en un papel que no es el nuestro? ¿Por qué vivimos la vida como si fuera un teatro, alimentado de imaginaciones que nos hacen vivir una realidad paralela? ¿Tanto cuesta ser lo que somos, tal como somos, sin apariencias ni engaños? ¿Tanto nos cuesta tener humildad?


Chocar con la realidad


La necesidad de aparentar no sólo afecta a nuestro carácter, sino a las cosas que decidimos hacer, aunque no salgan propiamente de nosotros.

No se puede vivir siempre así. Con el tiempo, a medida que renunciamos a lo que somos, esta duplicidad se convertirá en una patología bipolar, que nos alejará de nuestra esencia. Llegará el día en que nos miraremos ante el espejo y no nos reconoceremos a nosotros mismos. Esto terminará en una profunda crisis de identidad que tal vez precise de una psicoterapia.

He conocido a personas con este perfil. Viven en un entorno conflictivo, siempre chocando con la realidad, hasta que todo les parece insoportable y reaccionan con actitudes agresivas, rompiendo lazos con los demás y perdiendo amistades, en algunos casos, irrecuperables.

Será la realidad la que nos llevará a vivir situaciones límites que quizás nos harán despertar. Una cosa es lo que fabrica nuestra mente y otra cosa es lo que realmente es. No nos importe reconocer lo que somos. No necesitamos inventarnos un personaje de nosotros mismos. Ser como somos es nuestra mayor dignidad. Tampoco necesitamos hacer algo diferente para que los demás nos reconozcan y aprueben. No necesitamos vivir en función de lo que piensen o digan los otros. No podemos renunciar a lo que propiamente somos, ni condicionar nuestra vida en función de los demás. Estaríamos contribuyendo a la pérdida de nuestra identidad.

No necesitamos demostrar nada para ser aceptados en nuestro núcleo más inmediato.


Sé lo que eres


Tú, como persona, con tus grandezas y defectos, eres tú y nadie más. Esto tiene un valor intrínseco. Lo llevas en tu código genético, es parte de tu hecho diferencial. Eres único, no necesitas clonar a alguien que no eres tú.

Eres una joya, de incalculable valor, con una luminosidad diferente, ni mejor, ni peor; ni más malo ni más bueno. No importan tus rasgos. Eres, y eso basta para encontrar sentido y enfocar tu vida de una manera plena. Cuanto más seamos lo que somos y lo que estamos llamados a ser en esta vida, más felices seremos, aunque tengamos que retarnos ante los propios límites.

No podemos engañarnos. La vida es extraordinaria. Si tu proyecto vital te lleva a una infelicidad insoportable, replantéate si estás siguiendo el camino adecuado, pero no te engañes a ti mismo ni asumas una figura que no eres tú.

Sé valiente y empieza de nuevo. No te apartes de lo que eres para convertirte en alguien que no eres. Busca dentro de ti con ahínco, pero serena y lúcidamente. Es más soportable abrazar lo que eres, en tu proceso de maduración, que vivir en una permanente contradicción. Esta es una de las metas más difíciles para el ser humano, pero si la consigues, nadie podrá detenerte, ni siquiera tu vulnerabilidad, porque estarás anclado en tu ser.

Cada uno de nosotros es un Himalaya de existencia. Ser consciente de ello nos produce una gran liberación. La libertad es la meta de todos nuestros sueños.

domingo, 14 de junio de 2020

Ir despacio



Estamos inmersos en la cultura de la prisa y de lo inmediato. Lo queremos todo aquí y ahora. Deseamos acortar el tiempo para poseerlo todo de la manera más rápida.

Este ritmo, ¿es normal? ¿Y si el afán de posesión inmediata no es más que un signo de una patología psicológica y existencial?

Todos corremos. ¿Qué hay dentro de nosotros, que nos empuja a ir a toda velocidad? ¿Qué es lo que fuerza nuestras ganas de conseguirlo todo y ya? ¿Qué nos pasa, que estamos adoleciendo de algo que nos hace caer en el frenesí? Nos falta paz interior. Huimos del silencio. Nos cuesta controlar la moderación y el equilibrio. ¿Por qué lanzarse a una carrera para meter en nuestro tiempo el máximo de trabajo? ¿Y si la hiperactividad nos está enfermando? ¿Qué significa hacer de todo en el mínimo tiempo posible? ¿Mercadeamos con el tiempo, con la obsesión de tener y hacer?

De la prisa al vacío


El homo sapiens ha conquistado el espacio y la tecnología. Ha alcanzado grandes cimas en diferentes campos de las ciencias. Sus logros y sus hallazgos se viralizan, como la velocidad de sus éxitos. Sí, está en la cumbre de sus anhelos más altos, pero ¿qué es el hombre si le falta el tiempo, la calma, el silencio? Se vuelve un hazmerreír de sus antojos intelectuales. Pero le está faltando algo que forma parte íntima de él: le falta el silencio, la soledad, saborear despacio la belleza que le rodea.

La misma velocidad lo lleva a experimentar, más adelante, un profundo vacío. ¿Qué hay detrás de ese hacer y tener? Cuantas veces me han comentado, personas que conozco de cerca: «He hecho todo, he estado en muchos sitios, tengo de todo, pero siento un vacío dentro, una soledad tan fuerte, que empobrece mi alma. Antes tenía muy claro qué tenía que hacer. Hoy me pregunto si todo aquello me ha servido para ser feliz y sentirme bien conmigo mismo. ¿Qué hay de aquella preclaridad de la que presumía ante los demás? Me pregunto, una y mil veces, qué he hecho con mi vida. Sí, he logrado grandes metas, pero mi alma no se siente bien… Son muchas las cosas que conozco, pero ahora se abre una herida que cuesta cicatrizar».

Es verdad que puede haber diversas razones que lleven a las personas a ese impulso innato y legítimo de proyectarse socialmente. Pero ignoran el precio tan caro de vivir a velocidad de vértigo, que a muchos los lleva a un estrés sin límites. Sobre todo, cuando el tiempo se hace cada vez más corto y no soportan que las agujas del reloj pasen demasiado aprisa, porque no logran hacer todo lo que quieren y se frustran cuando no lo hacen todo. Y si lo hacen, acaban agotadas, con episodios de ansiedad.

Los límites son una ducha de realismo


No somos inmortales. Cuesta de aceptar que todo tiene un límite: el tiempo, la vida, las cosas, los otros. Nos topamos de cara con la realidad, tal y como es, y nos enfadamos porque no somos capaces de controlarlo todo, desde nuestras necesidades fisiológicas hasta nuestra mente. La cultura y la educación nos han hecho sentirnos invulnerables, supermanes, y nos damos cuenta de que tenemos un ritmo biológico, un ritmo psicológico que marca nuestra manera de estar en el mundo. Aunque esto nos inquiete, son los límites que tenemos que aceptar. No somos dioses y no tenemos que actuar sin conocer quiénes somos.

Los límites son una ducha de realismo. Necesitamos parar y ralentizar la velocidad. Necesitamos tiempo para descansar, reflexionar, rezar, cuidar nuestra salud. Se necesita del silencio, de la intimidad con el otro, de la ternura, la amistad, el diálogo sosegado, el paseo. Somos así. No podemos renunciar a nuestra naturaleza. No necesitamos galopar como los caballos; nuestras extremidades son frágiles. Somos personas con un buen cerebro, pero con un cuerpo que siempre está expuesto a constantes riesgos de erosionarse y caer enfermos, porque hemos idolatrado el hacer por encima del ser.

El mejor antídoto para la patología del frenesí es autoeducarnos para aprender a deslizarnos por la vida. Hemos de aprender a ir despacio, respirar, pasear sin prisa, contemplar, emocionarnos, ser dueños de nuestro tiempo.

Descubrir el castillo interior


Necesitamos admirar, y mirar con sosiego. Que nadie nos robe el tiempo para nosotros mismos, el tiempo con la persona amada, con los amigos; el tiempo para el silencio, para respirar con calma y contemplar la realidad. Pero, sobre todo, el tiempo que necesitamos para crecer en aquellos valores que enriquecen nuestra vida: la fe en aquello que nos sostiene y una relación íntima con la fuente de nuestra existencia.

Sólo así descubriremos que dentro de nosotros hay algo que nos empuja a sacar lo mejor, porque tenemos una brújula que nos orienta a perseguir nuestros sueños. Más allá de la conquista de la Luna, nos espera la hermosa cumbre del alma. Y esto pasa por detenerse ante uno mismo y descubrir que el gran hallazgo de nuestra vida es nuestro propio castillo interior, el Edén que Dios ha puesto en nuestro corazón.

Para esto, hay que renunciar al ruido, a la prisa, y sumergirse en el misterio que nos envuelve.

Tú y Dios dialogando sin palabras. Dos corazones latiendo, trascendiendo el tiempo y el espacio. Sólo somos fundidos en un abrazo con él. Entonces el tiempo se detiene y el espacio es la intimidad. El tiempo se convierte en oración permanente si somos capaces de entrar en esta onda cada día, un rato.

Nadie nos arrebatará lo que somos, aunque estemos en medio del mundo. La brújula interior nos ayudará a no desviarnos del camino y nos llevará hacia la inmensidad de ese cielo que hay en el alma.

sábado, 6 de junio de 2020

Nadar en el océano de la escritura


Muchos de mis seguidores me habéis preguntado: ¿por qué escribes?

La verdad es que desde que soy adolescente me ha gustado escribir y he tenido la necesidad de hacerlo como una forma más de comunicación. Cuando mi corazón se llena a borbotones de ideas, pensamientos y reflexiones, escribir es una forma de canalizar todo ese potencial que llevo adentro. Reconozco que soy una persona sensible y que nada de lo que veo me es indiferente.

Todo lo que sucede a mi alrededor, para mí, es valioso. La realidad está llena de colores y texturas: unas palabras, un rostro, un amanecer, la fragancia de las flores o la belleza de una obra de arte. Todo esto impacta en mi alma. Pero, especialmente, me fascina el misterio del corazón humano, desde su sufrimiento en el abismo de sus limitaciones hasta su capacidad extraordinaria de reponerse en medio de las aguas turbulentas, y también ese reto permanente de culminar su existencia. Me sorprende descubrir esos corales en las profundidades de su océano interior, pero también la indigencia que lo lleva a cometer errores.

Cuando escribo, no me quedo nunca en el mero análisis de la psique humana. La abordo con respeto y admiración, con un deseo incansable de aprender en esta ósmosis entre mi realidad y la realidad de los otros. Para mí, todo lo que ocurre, lo inesperado, lo doloroso, lo gratificante, me enseña algo cada día y me lleva a paladear cualquier instante: gotas de sucesos que van llenando el estanque de mi alma.

Escribir no sólo es describir, sino vivir de la experiencia cotidiana y ser capaz de comunicar, con letras llenas de sentido, lo que vivo cada día como un regalo.

Escribir también es conectar las manos con el alma. De esa conexión surgirán bellos relatos que darán luz a esas personas humanas con sus historias, sus anhelos y sufrimientos. Escribir es definir las más bellas auroras del corazón del hombre. Es dejar suelta la imaginación que me lleva a navegar por los mares de la psique humana. Mis escritos tienen que ver con el inmenso misterio del hombre, sus límites y sus desafíos por lograr metas difíciles de conseguir, anhelos de culminar toda cumbre. También exploro esa dimensión del hombre que busca más allá de sí mismo a Dios. Sólo con la experiencia mística se da cuenta de que no es una abstracción mental, sino una realidad que lo envuelve y lo sobrepasa, pero que a la vez es capaz de iniciar un diálogo con él hasta llegar a fusionarse.

Me gusta incidir en este aspecto, que lo define como un ser hambriento de trascendencia, desde su propia indigencia. Esta dimensión espiritual que define al hombre como un ser abierto a los demás, a la naturaleza y a Dios. Quiero, con mi pluma, expresar y comunicar, frente a una cosmovisión de la realidad y del hombre negativa y destructora, una visión realista, pero positiva. No sólo somos pulsiones y estamos enganchados a unos traumas infantiles, que han podido marcar nuestra historia y nuestro futuro, sino que estamos llamados a crecer y florecer, con un propósito vital. No sólo estamos condicionados por la fisiología y la psicología. Tenemos algo dentro, que tiene que ver con esas ansias de plenitud que llevamos en el ADN. Esta búsqueda es la razón última de nuestra existencia.

Escribir es como tocar un instrumento, cada letra es una nota que embellece la melodía del relato. Por eso, un escrito es un diálogo entre aquello que escribes y tu yo más profundo. La literatura no es como una película en blanco y negro o muda. Cuando aquello que escribes está muy bien elaborado, puede llegar a penetrar tanto en tu psique que la propia imaginación y sensibilidad te llevarán a vivirlo como si fuera real, tanto como el impacto de una película en color. Las emociones que puede producir la escritura pueden llegar a ser incluso más intensas. Por eso hay mucha gente a quien le gusta leer, meterse de lleno en el libro y buscar en las profundidades de su contenido.

Escribir para mí es algo que forma parte de mi vida, como comer, descansar, rezar y amar. Es algo que me ayuda a descubrir lo que tengo dentro, en ese constante roce con la realidad. Escribir es dar rienda suelta a mi alma, dejar que vuele, abrazar la vida. Es abrirme a la sorpresa de esos acontecimientos que no salen en la prensa ni en la televisión, pero que no dejan de ser bellos e inspiradores, con los que te puedes emocionar, sufrir y alegrarte. Son lecciones para aprender a vivir y amar. Son pequeños relatos que pueden ayudar a retomar el rumbo a aquellos lectores que quizás más de una vez se han identificado con la persona y la historia que he contado, porque todas son reales, fruto de una experiencia vivida.

Escribir, para mí, es más que deslizar el bolígrafo sobre un papel; es fotografiar y a la vez dar vida con realismo poético a las grandes hazañas del ser humano. Escribir, finalmente, para mí es acariciar con la suavidad de una pluma la belleza del alma.