domingo, 13 de abril de 2025

Amanecer en el hospital

 

Ver la luz del día

Tras varios días postrado en la cama del hospital, entre tubos y sueros, por fin puedo incorporarme. Empiezo a ingerir alimentos sólidos y recupero lentamente el movimiento.

Durante tres días he permanecido encamado, apenas sin poder moverme ni ver la luz del sol. En el box de urgencias, donde la luz artificial no distinguía el día de la noche y el sueño se veía interrumpido por el ir y venir constante de médicos y enfermeros, descansar era una tarea imposible.

Me han sometido a múltiples pruebas y analíticas en busca del origen del cólico que me trajo hasta aquí, sin resultados concluyentes. Sin embargo, he comenzado a mejorar. Mis constantes vitales son buenas, el dolor ha remitido, y cada día me siento un poco más fuerte.

La noche del tercer día me trasladan a planta, y todo cambia.

Salir del encierro de las cuatro paredes del box es un alivio indescriptible. Incluso mi ánimo da un vuelco. Me instalan en una habitación de la nueva ala recién construida, con luz natural y vistas al mar. Anhelaba profundamente volver a contemplar la claridad del sol derramándose generosamente sobre calles y edificios.

Cada mañana, al amanecer, me gusta caminar hasta el mar para ver salir el sol. Ahora, en el hospital, me desplazo hasta una sala con un amplio ventanal desde donde puedo contemplar ese espectáculo que tanto me nutre.

Mis ojos se pierden en el cielo, que va dejando atrás la oscuridad de la noche para vestirse de aurora. Las siluetas de las palmeras se recortan sobre el mar en calma, teñido de un azul pálido. El silencio me envuelve; ningún paciente se ha levantado todavía.

A medida que la luz crece, el suave celeste se transforma en rosa, iluminándose con mil matices. Un pintor disfrutaría retratando esta sinfonía cromática con sus acuarelas; un fotógrafo querría eternizarla en su cámara. Este carrusel de colores es un canto grandioso al Creador, el mejor preludio para un nuevo día. Un gozo para los sentidos… y para el alma.

Son las ocho de la mañana, aunque con el reciente cambio de hora, apenas han dado las siete solares. Embelesado ante tanta belleza, puedo pasar una hora entera contemplando el mar.

Cuando el sol asoma sobre el horizonte, todo estalla: sus rayos disipan la oscuridad, y también mi alma se llena de claridad. Doy gracias a Dios por este regalo luminoso.

Es una experiencia estética y espiritual que me colma y me renueva. Aunque siga en el hospital, me siento vivo, con el deseo intacto de seguir descubriendo maravillas.

Belleza terapéutica

En un escrito anterior afirmaba que una dieta casera y esmerada favorecía buenos niveles de azúcar y tensión arterial. Hoy añado que esta vivencia matinal también es terapéutica. Cuando mejora el ánimo, mejora todo el ser. Desde que llegué a esta habitación, mis constantes vitales han mejorado tanto que han decidido darme el alta… sin haber hallado aún el origen de mis cólicos.

Contemplar, respirar con conciencia, y sentirme unido a Alguien que me trasciende ha sido decisivo en este tiempo de fragilidad y dolor. Todo lo vivido ha contribuido a armonizar mi estado físico, anímico y espiritual.

Somos un todo: con los demás, con la naturaleza y con Dios, la fuente que da sentido a nuestro caminar.

Así como contemplar la belleza de un nuevo día nos sostiene, también lo hace el recogimiento al atardecer. Si por la mañana la luz vence a la oscuridad, al anochecer su declinar deja un poso de serenidad. El cielo, al volverse malva, invita a recogerse. La intensa claridad da paso a una luz tenue y envolvente. Cuando cae la noche, me invade una paz profunda: el día termina y me dispongo a saborear la tregua del descanso.

Necesitamos aprender que nuestro ritmo vital está íntimamente ligado al ritmo de la naturaleza. El anochecer nos ofrece otra tonalidad, otra mirada: invita al silencio, a la oración, al abandono. El cuerpo y el tiempo nos ponen límites, como lo hacen las estaciones. Comprender este ritmo es también comprendernos a nosotros mismos. Solo si habitamos cada momento con plena presencia, aprendemos a estar realmente, ante nosotros y ante los demás.

La grandeza del ser humano

Aprender a detenerse y seguir el compás de la vida es parte del crecimiento humano. Somos parte de la naturaleza, y nuestra ecología humana se cultiva con el cuidado que todos necesitamos.

Todos aspiramos a estar sanos y a vivir con plenitud y sentido. Pero todo comienza con la salud integral: no solo la del cuerpo, sino también la de nuestras emociones, sentimientos y relaciones. Debemos cuidar lo que sentimos, lo que hacemos, lo que comemos, lo que vivimos. También hemos de atender nuestra psique, nuestra vida social y, sobre todo, nuestra dimensión espiritual. Así, todo nuestro ser se regenera y florece, aunando salud, belleza y armonía.

Si la contemplación de un amanecer o un crepúsculo nos sobrecoge ante la inmensidad del cosmos, cuánto más debería asombrarnos la criatura humana, capaz de amar, de sentir, de entregarse… incluso de morir por amor. La belleza suprema es tomar conciencia de la riqueza que llevamos dentro.

El ser humano, cumbre de todo lo querido y soñado por Dios, puede imitar a su Creador. Si el universo estalla en belleza, un solo ser humano encierra un misterio aún mayor. Porque, además de vivir y actuar, somos semejantes a la fuerza divina que nos creó. En lo profundo de nuestro castillo interior descubrimos la grandeza y el sentido de nuestra vida.

Tener plena consciencia de lo que nos distingue del reino mineral, vegetal y animal debería llenarnos de asombro: somos imagen de Dios, llamados a una experiencia sublime con Aquel que es nuestro origen.

Ahí radica la verdadera salud, con mayúsculas. No solo en estar bien, sino en ser, y ser para los demás. La vida enferma cuando pierde su sentido. Cuando falta el propósito, el sistema inmunológico se desploma. Y no solo enferma el cuerpo, también el alma.

Cuidar es amar, y amar es ser libre. Y solo quien es libre puede gozar de una vida plena.

domingo, 6 de abril de 2025

Reflexiones desde la cama de un hospital


Estos días, ingresado en el hospital, he vivido largos momentos de soledad y reflexión. Estar postrado en cama me ha ofrecido la oportunidad —rara y valiosa— de observar, escuchar y meditar con detenimiento todo cuanto me rodeaba.

Una paradoja

Una de las cosas que más me ha llamado la atención ha sido una paradoja constante. En el hospital se da un contraste evidente entre la carencia de ciertos recursos básicos —personal escaso, equipamiento limitado, incluso algo tan esencial como mantas o almohadas— y, por otro lado, la inmensa calidad humana del equipo que trabaja en él. Enfermeros, auxiliares, celadores, camilleros… todos ellos demuestran una capacidad de servicio admirable, marcada por el cuidado, la atención, la paciencia y, a menudo, el buen humor. Son grandes profesionales, y me atrevería a decir que, en muchos casos, verdaderos vocacionados. Porque cuidar a alguien en condiciones de fragilidad no requiere sólo conocimientos, sino una profunda empatía. La actitud, en estos casos, se convierte en una terapia silenciosa y poderosa, que sana tanto el cuerpo como el ánimo.

Los recursos médicos y tecnológicos son notables, pero claramente insuficientes para la enorme demanda. He visto pasillos con pacientes esperando, profesionales desbordados corriendo de un lado a otro, tiempos de espera excesivos… Y no he podido evitar pensar que estas carencias no son, en esencia, sanitarias, sino políticas. La salud pública no se prioriza como merece. Se habla mucho de su importancia, pero los presupuestos no siempre lo reflejan. Invertir en salud, en la cultura de la vida, debería ser una prioridad ética. Y más ahora, cuando se destinan ingentes cantidades a armamento. ¿No sería más humano —y más sabio— invertir en lo que realmente sostiene y cuida la vida?

Una asignatura pendiente

Otra gran asignatura pendiente que he podido constatar es la alimentación hospitalaria. Los menús que se sirven suelen ser de escasa calidad nutricional y, en muchos casos, poco adecuados. Para quienes sufrimos problemas digestivos, pueden incluso resultar contraproducentes. La alimentación debería considerarse un pilar fundamental en la recuperación. Así como una mala dieta puede enfermar, una buena puede sanar.

Tengo la impresión de que la nutrición sigue siendo la cenicienta de la medicina. Su papel sigue sin ser plenamente integrado en los protocolos hospitalarios. En mi caso, por ejemplo, al tomarse regularmente mis constantes, se detectó una tendencia a la hipertensión y se me prescribió una dieta baja en sal. Sin embargo, me sirvieron platos con salsas y grasas poco aconsejables, y con una salinidad claramente perceptible. En otro momento, al detectarme el azúcar elevado, el desayuno que me trajeron consistía en carbohidratos refinados y dulces. Uno termina comiendo por hambre, sabiendo que aquello no le beneficia. En cuanto mi familia comenzó a traerme comida cocinada con mimo, sin sal y suave, tanto la tensión como el azúcar descendieron de forma natural.

En los hospitales se minimiza la importancia de la alimentación, y eso es un grave error. La comida servida —de catering barato, en muchos casos— deja entrever una lógica más económica que médica. Sin embargo, la digestión está íntimamente ligada a lo emocional, a lo que sentimos y a lo que comemos. Ambos factores —afectividad y nutrición— son esenciales para sanar.

El paciente consciente

La medicina del futuro, creo firmemente, debe integrar lo natural, lo alimentario, lo emocional. Y también promover el conocimiento personal. El paciente debe ser consciente de su situación, de sus límites, de la necesidad de asumir la terapia, por incómoda que sea. No desde una pasividad resignada, sino desde una actitud activa, colaboradora y, en la medida de lo posible, positiva.

La relación entre médico, paciente y cuidador debe estar tejida de empatía, sin que ello reste profesionalidad. El enfermo no debe ignorar lo que le ocurre; debe comprenderlo para aceptar con más serenidad la incomodidad transitoria de su estado.

En mi caso, el abandono en Dios ha sido fundamental. La forma en que se vive una enfermedad puede ser, en sí misma, sanadora. No sólo en el cuerpo, también —y sobre todo— en el alma.

Después de más de cincuenta años sin una sola intervención, piso por primera vez un hospital. Siempre he procurado cuidarme, pero por descuidos pasados sufrí una trombosis ocular que aún hoy me recuerda mis límites. Ahora, estos cólicos pueden ser otra lección vital. Un aviso para seguir cuidándome. Estar bien es una responsabilidad moral, hacia uno mismo y hacia los demás. Porque solo si estamos bien, podemos servir bien.

Un aprendizaje

Todo lo que nos ocurre, incluso lo que más duele, puede enseñarnos algo que aún no sabíamos. Y desde esa perspectiva, la enfermedad se transforma en una maestra. Una experiencia que, paradójicamente, puede sanar.

También he constatado que los pequeños detalles importan: respetar la intimidad del paciente, apagar las luces por la noche, evitar voces estridentes, minimizar el ruido… Todo ello ayuda a descansar, a no sentirse invadido, a sanar.

Porque, al final, el amor —en su forma más sencilla y concreta— es profundamente sanador.

Vivimos tiempos de conquistas técnicas admirables: vamos a la Luna, enviamos sondas a Marte, desarrollamos inteligencia artificial, computación cuántica, cirugía robótica… Todo eso es fascinante. Pero si perdemos la calidad humana, si olvidamos el poder de una mirada, una sonrisa, una palabra de ternura, entonces corremos el riesgo de dejar de ser personas.

La persona humana es única. Y lleva inscrita en su ser una dignidad inviolable. Por eso, en los momentos más frágiles de la vida, no hay nada más necesario que otro ser humano a su lado.