domingo, 12 de junio de 2011

Anhelo de eternidad

Cuántas veces los medios de comunicación y ciertas filosofías insisten en la mediocridad de la naturaleza humana. La prensa nos bombardea constantemente mostrándonos situaciones conflictivas que hacen hincapié en los aspectos más egoístas del hombre. Estas escenas refuerzan una ideología al servicio de una concepción del ser humano que lo presenta como incapaz de trascenderse a sí mismo, afirmando su tendencia malévola. Es una versión moderna de la llamada filosofía de la sospecha, aupada por pensadores como Nietzsche, Sartre, Freud.
Esta forma de pensar reduce al hombre a un conjunto de pulsiones sexuales, según Freud; al superhombre frustrado de Nietzsche y a la angustia vital de Sartre.
Estas concepciones antropológicas olvidan sospechosamente la dimensión religiosa de la persona, negando algo esencial en su naturaleza: su apertura a los demás y a una realidad superior que da densidad a su existencia y le hace trascender a sí mismo. La identificación con un ser absoluto que pauta su conducta en relación a los demás, a sí mismo y hacia Dios como realidad suprema marca toda su proyección humana y social. Más allá de una visión fragmentada del hombre por parte de ciertas corrientes ideológicas, cuando éste desplaza a Dios, queda un hueco profundo en su corazón. Es en ese momento cuando la criatura reconoce su vacío y necesita vincularse a su creador. Porque todos somos creados por Dios, con, desde y para el amor, de ahí viene ese anhelo de eternidad que albergamos dentro. En nuestro ADN llevamos impreso el deseo de infinitud, y ésta no será posible si no nos dejamos llevar por la fuerza del amor.
Cuando uno se lanza a la aventura del amor de Dios, no dejará de sentir un deseo permanente de crecer, de abrirse, de darse, de trascender. Sentirá una explosión de amor tan grande que no querrá que se apague nunca. En esta experiencia vital, el hombre descubre la belleza de la libertad y siente un gozo incesante. Como les sucedió a santa Teresa y a san Juan de la Cruz, su corazón reposa en el corazón de su amado, llegando hasta el éxtasis, fundiéndose en una profunda comunión.
Esta es la máxima libertad del hombre: fundirse en un abrazo con Dios para siempre. Y descubrir la forma de amar de Dios: cuanto más se ama, más se crece y se recrea. El amor de Dios es auténtico, incansable, inconmensurable, y tan lleno de calor que impide la menor gota de gelidez en el corazón. Es un amor tan apasionado que funde el hielo con su potencia regeneradora, un camino sin retorno a la felicidad. Este es el deseo más genuino de Dios, que es alcanzado por el hombre cuando es capaz de ir más allá de sí mismo y se abre al infinito. Como el mar cuando acaricia la arena de la playa, en un vaivén constante que expresa una tierna complicidad entre el océano y la tierra, así el alma abierta a Dios es bañada por su amor inagotable, naciendo entre ambos una profunda intimidad.

domingo, 5 de junio de 2011

Mirar al cielo

Nuestra cultura urbana y la masificación de personas en diferentes núcleos de poblaciones han originado la construcción de grandes bloques, convirtiendo las ciudades en enormes bosques de edificios para albergar la explosión demográfica de ciudadanos. Del tiempo de nuestros antepasados, que vivían en armonía y en estrecho contacto con la naturaleza, hemos pasado a la tensión de una convivencia masificada, que genera conflictos sociales, también provocados por la rigidez del medio así como por la falta de espacio vital que permita una oxigenación en la convivencia.
La construcción masiva de bloques de pisos altos y tan cerca uno del otro hace que nuestra visión también se acorte. Nuestros ojos, preparados para la visión de lejos, se han tenido que amoldar a la corta distancia, y esto también ha contribuido a la aparición de diversas patologías oculares. Especialmente para aquellos que sufrimos dificultades de visión, las excesivas aristas del paisaje urbano llegan a suponer una agresión visual.
De aquí la necesidad, de tanto en tanto, de huir del asfalto y el cemento para buscar la amplitud del campo y disfrutar del estallido multicolor que nos regala la maravillosa y exuberante naturaleza.
Hay en el ADN humano un deseo y una tendencia innatos a volver a nuestro estado primigenio. Necesitamos envolvernos de árboles, brisa, sol, recuperar y no olvidar nunca que nuestra casa originaria fue el bosque; la tierra fue el suelo de nuestro hogar y el cielo nuestro techo. Ojalá aprendamos a escapar de la dictadura de las aristas y sepamos dejarnos mecer por el viento de un cielo abierto, abrigados por las ramas del arbolado y la calidez de los rayos de sol, que cada día sale a nuestro encuentro.
En medio de la selva urbana, necesitamos mirar hacia el cielo, aunque sigamos pisando asfalto, y dejarnos invadir por la sensación de bienestar y liberación que da contemplar el firmamento. Es extraordinario: como pegar un salto hacia arriba, mirar por encima de las aristas y sentir un bien terapéutico, una paz y una calma que nos hace mejorar nuestra salud, anímica y espiritual.
Más allá del firmamento físico, no olvidemos que nuestra humanidad siempre buscará aquello que le hace feliz, aquello que la hace trascender a sí misma. Buscará mirar más allá de sus propios límites, siempre querrá tener una mirada puesta en lo alto. Hay una necesidad irresistible de contemplar los cielos, que ensanchan el horizonte y el corazón ante tanta belleza derrochada.
Para que los ojos no pierdan luz, no dejes nunca de mirar hacia lo alto. Dios nos ayudará a oxigenar nuestra vida espiritual. Salgamos de las sombras del orgullo humano y sepamos vivir en la claridad del amor, inmensa como la claridad de un mar abierto y un cielo lleno de color que abraza el horizonte, llevándonos a rozar el infinito. Dios es la medida del hombre en su búsqueda de la verdad. Mirando al cielo encontramos muchas respuestas sobre el misterio humano y el misterio de Dios.