domingo, 29 de diciembre de 2019

Ojos que no ven, llenos de luz

Era una mañana clara, a punto de entrar en el solsticio de invierno. Un suave sol daba calidez al ambiente. Paseando por la calle, frente al parque de la Ciudadela, me saludó una señora con tono amable y cordial. Alguna vez la había visto por el barrio. Se llama María.

Mi sorpresa fue descubrir que esta persona era invidente. Siempre camina con su perra guía, y aquel día iba cogida del brazo de su marido. Quizás oyó mi voz, o su marido le indicó mi presencia. Respondí con amabilidad a su saludo y, cuando ella se giró hacia mí, vi el sol iluminando sus ojos ciegos.

Me impresionó que, pese a su mirada perdida en el horizonte, sus ojos estaban llenos de luz. Los ojos no sólo ven, sino que también comunican, y los suyos estaban radiantes bajo el sol. Sentí que, a pesar de vivir en una perpetua noche, la oscuridad no había logrado quitarle su alegría. Sus ojos, como sus palabras, desprendían vitalidad. Su semblante era firme y armonioso; había logrado abrazar la vida en una permanente tiniebla.

Hay vida más allá de los cinco sentidos. Carecer de alguno no tiene por qué restar intensidad ni valor a la existencia, aunque esté limitada. Sigue teniendo sentido, y aquellos ojos, sin mirarme, me lo decían todo.

María no se ha rendido, pese a su ceguera. Ella ve con sus oídos, con su piel, con su olfato, con su tacto. Ha aprendido a vivir sin ver, pero sus ojos siguen siendo un medio de comunicación, reforzados por los otros sentidos. ¿Dónde está el secreto? ¿En su familia, en su esposo, en sus amigos? ¿En la fortaleza de su corazón?

Lo cierto es que se creó una situación absolutamente normal, como si realmente nos estuviéramos mirando. Conversamos con espontaneidad. Ella no me veía y yo sí, pero el que no me viera no le quitaba intensidad al diálogo.

Los invidentes hacen que el resto de sus sentidos queden potenciados. Se les agudizan tanto que, además, pueden aumentar su sensibilidad en el campo energético, captando cosas que ni siquiera los ojos llegan a ver. Es algo misterioso comprobar la potencia del cerebro, que siempre busca nuevas vías para seguir trabajando y facilitando la necesaria comunicación. Esta cualidad es innata, aunque los sentidos puedan estar diezmados.

Y pensé cuán maravilloso es el ser humano y cuánta vida tiene dentro, a pesar de sus limitaciones. Algo le empuja a seguir amando la vida. ¡Cuánta vibración hay en el corazón que sigue amando, incluso en la oscuridad más absoluta! A los que sí vemos y todavía nos funciona la retina, nos da pavor pensar que un día podamos quedarnos ciegos. Nos sobrecoge la idea, y un temblor paralizante atraviesa nuestro cuerpo y nuestra alma. ¿Podríamos vivir sin contemplar un bello amanecer, una noche de luna o las estrellas, el baile de los mirlos en el aire o un ocaso que pinta de colores el cielo? Si se nos apagan las luces del cuerpo, ¿cómo vamos a admirar la inmensa belleza de todo lo creado? Nos da vértigo sólo imaginarlo.

Pero la experiencia nos enseña que la vida sigue siendo bella sin los ojos, porque se puede seguir viviendo si se ama. Amar lo embellece todo, lo hace soportable todo. El mejor amanecer, el mejor vuelo, es la presencia de alguien que te susurra al oído que te ama.

El otro se convierte, no sólo en lazarillo, sino en alguien que te hace vibrar, alguien que te convierte en un ser extraordinario capaz de surcar tus abismos interiores, como aquel que se lanza al vacío sabiendo que la corriente de la dulzura lo sostendrá en la inmensidad del cielo.

Ni la noche más oscura resiste algo tan certero como una mano que acaricia el alma. El otro, su voz, su tacto, su perfume, su música, se convierte en algo tan intenso que la oscuridad ya no da miedo. Este sexto sentido nos revela algo más, y es que sin amar no se puede vivir, y con amor, todo se puede superar.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Hondura y sencillez


La sabiduría discreta


Conozco a personas que han sabido armonizar muy bien estos dos aspectos en su forma de ser. Es un talento que marca una línea de acción. Estas personas son sencillas, humildes, y en algún momento incluso parecen tímidas. Saben conjugar los intervalos de silencio con la comunicación. Tanto es así, que uno se admira cuando de estas personas tan discretas surge un enorme caudal de sabiduría, como un torrente de aguas cristalinas que humedece la sequedad del alma.

Suelen hablar en un tono amable, armonioso y suave, delicado, pero su discurso está envuelto en una jugosa profundidad. Con un lenguaje sencillo saben llegar a lo más hondo del ser, lo justo pero lo suficiente como para removerte las entrañas y tocar fondo.

Con el tiempo, uno va descubriendo que la sabiduría va más allá de acumular conocimientos y expresarlo locuazmente. Una persona sabia, quizás sin tantos conocimientos o sin una retórica fluida, con sencillez y humildad, puede llegar más lejos que esas palabras punzantes que quieren penetrar al otro, haciéndole creer que el conocimiento es más importante que toda una vida masticada, saboreada, asimilada. La vida bien digerida da una visión de la realidad más rica y permite paladear con deleite los pequeños detalles de cada día, que no por ser sencillos dejan de tener profundidad.

Conocer y compartir


Hay momentos que van más allá de un análisis racional de lo que ocurre a tu alrededor. Tu razón quiere fisurar la realidad, como el que practica una cirugía, pero ciertas cosas sólo pueden entenderse desde el corazón. Es entonces cuando pasas del análisis a la contemplación, del conocimiento a la sabiduría y del orgullo a la humildad.

He conocido profesores, intelectuales, empresarios y médicos que son grandes comunicadores. Pueden convertir una clase muy densa, un diagnóstico médico o un informe jurídico en una explicación clara, sencilla y pedagógica. Lo que podía ser un «palo», se hace entendible y puede aprenderse. Cuando uno se aleja de los tecnicismos y se apea de la egolatría intelectual, el traspaso de conocimientos se convierte en una experiencia de compartir, desde lo que uno es y sabe.

Es entonces cuando lo que fluye es más que conocimiento: es vida, es amor, es sabiduría. El núcleo de la comunicación eres tú, tu persona, tu propósito vital. Tu cosmovisión es todo un bagaje que te enriquecido. Con pasos cortos a veces se llega más lejos, y a paso suave a veces se llega antes. El culto idolátrico a la razón nos ha hecho olvidarnos de mirar el mundo, la vida, el otro. Mira la realidad desde el alma; contémplala y maravíllate, sorpréndete, emociónate, simplemente porque es lo que es y tiene un valor enorme. No necesitas diseccionar lo que ves, disfrutarlo es fuente de plenitud. Saber paladear esos sencillos instantes da una dimensión de eternidad a la vida.

Nuestro saber es muy importante, pero lo es mucho más aprender la ciencia del amor, que no es otra cosa que admirarte de lo pequeño y amarlo como una gran aventura.

Ojalá aprendamos a vivir así, con sencillez y hondura, para vigorizar la bondad y la sabiduría. De esta manera, surgirá una paz infinita en nuestro corazón.

domingo, 15 de diciembre de 2019

Incontinencia verbal

Invasión de palabras


¿Qué hay detrás de las ansias incontroladas de hablar y hablar? ¿Qué se oculta tras esa catarata desmedida de palabras que salen de la boca? ¿A qué responde? ¿Tiene una explicación psicológica o neurológica?

Lo cierto es que las personas muy habladoras acaban produciendo cansancio a su interlocutor. La invasión de palabras, excesivas o reiterativas, agotan y pueden llegar a provocar el alejamiento.

Entiendo la necesidad de comunicarse. Es vital para las relaciones de la persona y su proyección social. Hablar es algo innato en el ser humano. La comunicación nos permite abrirnos a los demás y, en una relación más estrecha, abrir el corazón al otro. Forma parte de un intercambio necesario, ya que huimos de la soledad y los demás forman parte de nuestra vida. El tejido social y familiar sostiene nuestra realidad. Somos gregarios por naturaleza y la comunicación es básica para nuestro desarrollo. Pero, siendo crucial, la habilidad comunicadora, como todo, debe tener sus límites.

El diálogo necesita escucha


Considero que la comunicación, para que sea real y profunda, necesita de momentos de pausa y escucha, porque, si no es así, se pierde su finalidad. En vez de conectar, la riada de palabras se convierte en una catarata de hielo, que sólo golpea y hace ruido, pero no transmite. El que escucha quedará agotado.

Hablar siempre de uno mismo, de los mismos temas, con la misma insistencia demoledora, obligando al otro a prestar oído, sí o sí: todo esto destruye la comunicación auténtica. Ciertas personas se comportan así. El interlocutor no les importa, en realidad. Lo que les importa es ser escuchadas, y no buscan opinión ni consejo, sólo una palangana donde verter sus tormentas emocionales y abocar las náuseas de su vida. Se podría hablar casi de una «violación verbal» cuando se fuerza al otro a escuchar para canalizar la propia incontinencia verbal.

¿Qué les ocurre a estas personas? ¿Les da vértigo el silencio? ¿Temen escuchar al otro? Quizás no quieren, porque escuchar es afrontar su situación, y hablar es una forma de huir de sí mismas. Levantan una muralla de palabras que tapan lo que realmente no quieren ver en su corazón.

Seguramente hay una razón de carácter más psicológico. ¿Qué pasó en la infancia de estas personas? ¿No las dejaron expresarse lo suficiente? ¿No fueron escuchadas? ¿Crecieron con alguna carencia emocional, que las reprimió y les impidió canalizar su deseo de comunicación? ¿Es una forma de llamar la atención, el disfraz de un terrible narcisismo? Si no se convierten en vedettes, sienten que no son nadie. ¿O acaso tienen un problema en su sistema nervioso?

Lo cierto es que, si la palabra no vehicula un contenido, no hay comunicación. Sólo cuando se da sentido a la palabra es cuando esta, no sólo no molesta, sino que despierta el deseo de escuchar.

De corazón a corazón


Cuando la comunicación pasa de corazón a corazón, se hace más veraz, auténtica y deseable. Logra romper toda barrera y llegar hasta lo más hondo del ser: entonces se convierte en poesía, en belleza. Nos deleitamos escuchando, porque esta palabra está saciando nuestra hambre de plenitud y esto nos hace ser más personas, más humanos. Después de una rica conversación, se necesita el silencio de la pausa y la soledad para saborear la belleza que hemos descubierto en el alma humana. El silencio permite extraer el mejor jugo a las palabras armónicas y llenas de sabiduría. Este silencio no estorba a la palabra, sino al contrario. Toda la vida se hace poesía, y se concibe como don y como un espacio estético. El hombre alcanza la plenitud cuando el acto sagrado de hablar significa algo más que decir cosas.

Cuando la palabra no sale desde dentro del corazón fácilmente se puede utilizar como un medio de poder sobre el otro: esto es matar o prostituir la comunicación. Pero cuando las palabras expresan amor, servicio y entrega, se convierten en punta de lanza que se dirige a la diana del corazón. Es entonces cuando la comunicación deviene una auténtica fiesta con sentimientos de gozo pleno. Los grandes místicos saben narrar con palabras muy bellas todo lo que trata de Dios y de la existencia. Son fruto de una comunicación con Aquel que es el sostén de su vida, un Dios que nos habla en el silencio más profundo de nuestro corazón. Cuando entramos en la dimensión de lo divino, la comunicación se convierte en éxtasis, en deleite pleno. 

domingo, 8 de diciembre de 2019

Más allá de nuestra finitud


La grandeza de lo humano


El ser humano está llamado a desplegarse en toda su potencialidad. Desea crecer, relacionarse, amar e ir más allá de sí mismo hasta alcanzar la infinitud, la trascendencia. Tiene un coraje innato, incluso le gusta arriesgarse hasta el límite. Juega, explora, camina sobre una cuerda ligera, como los trapecistas en el circo. Sin miedo a lanzarse en el vacío, le gusta volar por el aire, surcando en parapente el inmenso cielo. Juguetea con los vientos que lo llevan de un sitio a otro y se desafía a sí mismo subiendo a las altas cumbres o buceando hasta lo más profundo del océano. Con la misma pasión, acomete las hazañas más grandes, convirtiéndose en un héroe. Es capaz, incluso, de llevar su vida al borde de la muerte. Sus gestas lo hacen muchas veces invencible, señor y dueño de todo reto que se proponga, por muy difícil que parezca. Así es el hombre: apasionado, lúdico, valiente, arriesgado, libre y con aspiraciones muy altas.

Esta grandeza de miras hacia el infinito, que lo define, se une a unas enormes ganas de proyectarse hacia el futuro. Pero cuando se trata, ya no tanto de trascenderse a uno mismo, sino de zambullirse en sí mismo, el reto es aún mayor.

Quizás queremos demostrar al mundo lo que somos capaces de hacer, no tanto lo que somos. Mirando hacia afuera nos sentimos más estimulados porque, en el fondo, queremos dejar huella de nuestro paso y que los demás nos valoren. Nos gusta ser contemplados y apreciados por nuestras hazañas. 

Abrazar los límites


Entonces es cuando nos topamos con nuestros límites. Queremos dar una imagen ante los demás, y esta imagen puede condicionar nuestras relaciones.

Pero lanzarse al abismo de nuestra profundidad existencial requiere de la misma gallardía que coronar una cima o surfear en medio del océano. Ya no se trata de correr riesgos ante la naturaleza hostil, sino de retarse a uno mismo y descubrir la auténtica vocación de nuestra vida.

Y esto es más complejo que escalar una pared vertical o bajar al interior de una cueva, a kilómetros de profundidad. Lo cierto es que descender hasta el núcleo de nuestra vida implica tener un coraje enorme, que nos lleva a enfrentarnos con nuestros miedos más enquistados en lo hondo del corazón.
Cuando nos topamos con la realidad de nuestro ser; cuando descubrimos que no somos capaces de gestionar un pequeño contratiempo y perdemos el control de nuestras emociones; cuando no contenemos nuestras palabras y no podemos digerir nuestra situación, reaccionamos de forma extraña e incluso violenta. Un revés inesperado podemos sobredimensionarlo hasta la exageración.

Es entonces cuando aparece el miedo al otro, generando inseguridad. Una pequeña dificultad es un gran obstáculo para avanzar, y esto nos muestra cómo somos realmente. Nos es más fácil desentrañar los misterios del cosmos que comprender el pequeño microcosmos de nuestro ser. Nos da vértigo hacernos la gran pregunta que da sentido a nuestra vida. ¿Quién soy yo, en realidad? ¿Qué hago y para qué he venido al mundo? ¿Sólo para surcar cielos, o para dar razón a lo que hago, siento y anhelo? Esto lo descubriremos si somos capaces de ir hasta las raíces que nos configuran. Y veremos que avanzamos, no hacia el infinito, sino hacia la finitud.

Nos da miedo el otro. Nos dan miedo la muerte, el dolor, la soledad. Nos asusta rozar nuestros límites, fragilidades y contradicciones. Tenemos pánico a reconocer que somos mortales, que un día dejaremos de ser. El duelo nos aterra y huimos, porque no queremos reconocer que somos de carne y hueso, perecederos, y que nadie va a impedir que atravesemos la sombra de la muerte: ni nuestras creencias, ni nuestras religiones. Estamos abocados a la caducidad de la vida. ¡Cuánto nos cuesta abrazar nuestra realidad caduca y mortal! Nos creemos alguien porque seremos capaces, algún día, de salir de nuestra galaxia. Pero ¡qué poquita cosa somos cuando recordamos que nos convertiremos en cenizas! Sólo reconociendo nuestra corporeidad y nuestros límites mentales seremos capaces de aceptar que, o somos así, o no seríamos. La única forma de estar en la vida es de esta manera, es decir, hemos de aceptar con humildad nuestros orígenes y nuestro fin. Es la única forma de existir. Cuando aceptemos con serenidad nuestros límites físicos y nuestro pasado, por mucho que nos disguste, bucear hacia adentro se convertirá en una victoria. Aceptar que no soy quien quisiera ser, ni hago lo que querría hacer, es el primer antídoto contra el miedo, y el primer paso para explorar mi océano interior.

Un nuevo horizonte


Mi pasado y mi presente empiezan a tener sentido en la orilla calmada de la vida. Miro la realidad de otra manera, ya no importa brillar más allá de lo necesario, ya no tendré miedo al dolor, a la enfermedad, ni siquiera a mis contradicciones. He descubierto que en el paquete de mis genes estaban incluidos, desde mi nacimiento, mis límites, mi caducidad, mi muerte. No tendría vida si no fuera así.
Una mirada sosegada ante la realidad nos permitirá abrirnos a una dimensión nueva. Nos haremos otra pregunta: ¿Hacia dónde voy? ¿Tiene sentido todo, si todo ha de acabar? ¿Y si hay algo, o alguien, que es el motor de todo? ¿Y si hay una mano creadora que, fruto de una intención amorosa nos ha hecho existir, para ser capaces de atravesar el muro de la muerte? Si es así, la misma muerte tiene sentido, porque es el salto definitivo a una nueva realidad que trasciende toda lógica. Si al nacer recibimos el aliento divino, capaz de traspasar todo límite, ¿será la muerte el final? ¿Y si el final no es una cavidad en la tierra, sino el anhelo real de subir hacia las alturas? ¿Y si el destino último del hombre es el encuentro con Dios, más allá, en la inmensidad del cielo? Muchos se dan cuenta de que realmente es así. Cuando les queda un último instante de vida, un suspiro antes de su muerte, lo comprenden todo. Por mi vocación, me he encontrado acompañando a muchos enfermos que, en la agonía, me han confesado: Ahora sí que entiendo que todo tenía un sentido y un propósito. Y con paz, sigilosamente, se van hacia el otro lado, donde descubren unos brazos amorosos que los están esperando.

Abrazar la vida es aceptar lo que somos. El miedo no cabe porque nuestra última realidad no es desaparecer en la nada, sino encontrarnos con Alguien que nos ha hecho y nos ha estado esperando siempre. Aquí empieza, de verdad, la gran aventura.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Sueño que vuelo


El otro día, hablando con una persona, me contaba que muchas noches sueña que vuela. Me sorprendí, porque hace tiempo que lo conozco y me despertó la curiosidad. Es una persona que ha sufrido mucho a causa de conflictos familiares en su infancia, y sigue sufriendo. De carácter desconfiado, se muestra inseguro y seco en el trato. Le gusta la soledad, lee mucho sobre psicología y filosofía, quizás buscando respuestas a los grandes interrogantes de su vida. Se ha encerrado en sí mismo, alejándose de toda relación humana que pudiera implicar un compromiso emocional y afectivo. De niño y de joven siempre tuvo la sensación de estar solo y abandonado. En esas edades se ponen las bases de la madurez del futuro adulto. El afecto, la sociabilidad, la confianza, la amistad, el valor del otro y el respeto a la diferencia, la capacidad de diálogo, la espiritualidad y la ética sobre el trabajo y la fiesta se forjan en esa etapa.

La falta de un núcleo familiar sólido es lo que le ha vuelto una persona insegura, carente de fuertes vínculos afectivos. Nunca se ha sentido aceptado y amado. Se quedó sin padre a los dos años. Con él tenía un vínculo precioso: jugaba con él, subiéndolo a hombros, y lo llevaba de paseo al monte, donde se levantaba el castillo de su pueblo. Era un niño feliz y radiante, de ojos vivos y frente despejada, como su padre, que se mostraba siempre acogedor y cariñoso con su retoño. Pero con la muerte todo se truncó y los ojos de aquel niño se apagaron. La vida le dio un revés fortísimo a una edad demasiado tierna, y todavía no lo ha podido superar. Todo se torció en su corazón cuando perdió lo que más quería. El mundo de aquel niño se volvió gris. Los vínculos con su madre no eran tan fuertes y, a medida que iba creciendo, se fue distanciando de ella. Así fue sobreviviendo, sin respuestas, hasta que en la adolescencia rompió prácticamente toda relación con su familia y a los dieciséis años se fue de casa.

Se quedó sin padre porque este murió, y se quedó sin madre pues, al romperse el vínculo con ella, fue otro tipo de muerte. También se alejó de sus hermanos, cortando las relaciones con ellos. Se quedó completamente solo y no supo gestionar tantas rupturas. Ese dolor, ahora, con 65 años, todavía lo siente en lo más profundo de su corazón. Vive aislado de tal manera que se ha creado su propio mundo, una realidad paralela con la que establece una barrera entre él mismo y los demás. Lo que piensa, lo que siente, lo que vive, todo pasa por su percepción subjetiva. Lo que concibe su mente se convierte en su realidad, por encima de lo que pueda experimentar. Y esto genera un desarraigo que en algún momento le ha generado conflictos. Todo es malo, todo es injusto, todo es manipulador. Todo está orquestado para controlar a la persona. Han pasado más de 60 años y sigue, inconscientemente, sumergido en esa nube oscura y en el duelo de aquel día trágico en que perdió a su padre. Quién sabe si el último pensamiento de este fue para su pequeño, al que dejaba desamparado.

Misteriosamente, ha sobrevivido a la angustiosa soledad, pero sin librarse de ese vacío del que sigue huyendo, siempre hacia ninguna parte. En medio de su océano interior, vive agarrado a un madero que lo impulsa por el oleaje, quizás buscando un rumbo, un faro que le ilumine el camino de retorno. Allí está, meciéndose como un náufrago en el vaivén del agua, esperando una luz que lo conduzca a la orilla para volver a empezar. Ojalá algún día rescate toda su existencia. Cuando hay amor, nunca es demasiado tarde. Tengo la esperanza de que algún día algo cambie en él.

Un sueño liberador


Cuando lo vi la última vez me dijo, medio sonriente: «¿Sabes que muchos días sueño que vuelo? Y siento una sensación de plenitud.» Sus ojos chispeaban y su semblante se volvió armónico. Sus labios sonreían y vi un atisbo de nueva vida en él. Por mis convicciones religiosas, creo en la capacidad de regeneración de las personas. Es un potencial que tienen dentro, quizás desconocido para ellas, pero lo tienen. Creo en esa fuerza interior, que el Creador nos ha dado para reiniciar nuestras vidas. A veces no somos capaces de ver la fuerza que hay dentro del ser humano, capaz de llegar a cumbres insospechadas. Me decía, aquel día, que sentía en su mejilla la brisa de las cumbres mientras volaba en sueños. Y, cuanto más se alzaba, más sensación de gozo sentía.

Me pregunto si sus sueños no serán un mecanismo cerebral para que se dé cuenta de que esos vuelos nocturnos hacia el infinito no son otra cosa que la necesidad de trascender de su vacío, de sobrevolar por encima de las dificultades, de elevarse hacia las alturas de su existencia, alejándose de su profundo pozo interior.

Quizás estos sueños simbolizan lo que todos anhelamos: volar despiertos, bien alto, hacia las cumbres divinas. Allí donde todo tiene explicación y sentido, y se abre el corazón a la esperanza. Algo ha empezado: el sueño hace descansar su agitado corazón. Ojalá algún día sienta que cuanto más ame, más y más volará y sentirá una alegría desconocida, porque abrazará la realidad tal como es, y podrá aprender de ella.