sábado, 13 de abril de 2024

Saber escucharse


Estamos en un mundo donde la prisa, lo inmediato, está marcando nuestra trayectoria vital. Vivimos lanzados al frenesí constante. La dictadura del hacer nos carga de compromisos más allá de lo necesario. La exigencia externa nos lleva por un camino de actividad incesante, lanzándonos hacia el «superhombre». Si no estamos ahí presentes, haciendo muchas cosas o activos en redes sociales, es como si no fuéramos nada.

La constante exposición supone a la larga un gran cansancio. Estar siempre a modo de hiperactividad, haciendo cada vez más y más, nos arrastra y nos hace creer que estamos creciendo, cuando en realidad nos estamos agotando y perdemos capacidad y reflejos para el autoanálisis.

Cuando llegamos a esta situación, poco a poco vamos desconectando de nuestra propia identidad, hasta quedar a merced de los impulsos de nuestra vanidad. Estar siempre pendiente de lo que ocurre ahí afuera genera un profundo estrés. La velocidad mental nos aparta del propio cuerpo, desoyendo los avisos que, primero como un susurro, van apareciendo. Llegamos a una disociación total entre cuerpo y mente.

Estar en el cuerpo

Estar en el propio cuerpo es nuestra forma natural de ser. El cuerpo, con su fisiología y sus necesidades básicas de alimento y descanso, nos alerta a veces suavemente, pero otras con urgencia, de que algo está pasando. Pero el poco hábito que tenemos de escucharnos y sentirnos nos impide calibrar y entender el lenguaje del cuerpo. Cuando sufrimos por algún problema de salud, aunque sea leve, nos está indicando que hemos de estar atentos para que esa sensación inicial de malestar o dolor no se convierta en un profundo trauma que puede cambiarnos totalmente la vida.

El cuerpo sabe lo que necesita y sabe hacer sus demandas, pero el divorcio entre mente y cuerpo a veces hace imposible la comunicación interna entre ambos. El cuerpo grita; la mente no escucha. Finalmente, esto desemboca en alguna patología.

Por eso es necesario ir más despacio, para poder detenernos y familiarizarnos con la propia esencia. La prisa nos aleja de nosotros mismos, pero ahí está el cuerpo, con rotundo realismo, para alertarnos de que estamos perdiendo la brújula que nos orienta hacia la plenitud de nuestro ser.

La sociedad siempre nos empuja a la hiperactividad. No dejemos que interfiera en aquello que es genuino y propio de nuestro ser humano. Vivir armónicamente, teniendo en cuenta esta tríada: descanso, alimento y movimiento, nos ayuda a centrarnos en el eje de nuestra vida y a no salirnos de la trayectoria que tenemos inscrita en nuestro ADN. Que no es otra cosa que conocernos a nosotros mismos para proyectarnos hacia los demás y descubrir nuestra auténtica naturaleza y la vocación a la que estamos llamados. En el fondo, escucharse y sentir el cuerpo es conectar con nuestra indigencia, reconociendo que necesitamos cuidarnos y que nos cuiden: ¡es parte de nuestra realidad humana!

Armonía vital

No somos dioses, estamos condicionados por nuestra biología, nuestras limitaciones psíquicas y por un corazón que hay que cuidar emocionalmente. Cuando, más allá de armonizar cuerpo y mente, subimos otro peldaño, que es el alma, llegaremos a definir nuestros anhelos más profundos. Mirar la vida y el mundo desde un alma sosegada, sabiendo que hay una realidad que sostiene nuestro ser, es ver desde la trascendencia. Entonces todo se coloca en su sitio.

Vivimos sujetos a un cuerpo, pero con el deseo de que el espíritu, ese soplo de Dios dentro de nosotros, nos impulse a iniciar un viaje de conocimiento hasta la infinitud que desea el alma. Aquí será cuando cuerpo, mente y alma se fundan para vibrar en una eterna armonía. Estaremos llegando a nuestra madurez humana y espiritual. Esta es la clave de la felicidad.