domingo, 24 de mayo de 2020

Vivir de la mentira


Hay muchas relaciones humanas que están basadas en las apariencias. Desde afuera, se ven sinceras, auténticas y modélicas. Impactan y muchos quieren imitarlas. Parecen perfectas, sin aristas, todo cuadra, los gestos de amabilidad y las sonrisas convencen y generan admiración. Son alabadas y reconocidas, inspiradoras para muchos. Sus destellos ciegan a quienes las siguen, idolatrándolas.

Pero, detrás de esa aparente luz, a veces se esconde una terrible falsedad. Las vidas de estas personas están fundamentadas en la mentira. Sus relaciones no son auténticas, todo es imagen y falacia. Viven en una paranoia, ocultando motivaciones inconfesables. El sustrato de estas relaciones es polvo: se están utilizando, el uno al otro.

Lo que parece que es y no es


Quizás uno de los dos sea sincero en la búsqueda de una relación sana y libre, y desea ser correspondido. Pero cuando el deseo se basa en algo irreal, la relación se convierte en una huida para escapar de la tragedia. Con el tiempo, ambos acaban precipitándose en el absurdo. Una amistad que parecía auténtica se rompe, produciendo un daño inconmensurable. La aparente verdad se transforma en cruda realidad. El zarpazo del engaño convierte los discursos brillantes en palabras huecas, sin sentido, cuando se descubre que la verdadera motivación de ese encuentro no era sincera, sino interesada. Había otra realidad paralela, oculta, que acaba saltando por los aires en un juego de pirotecnia emocional,  y deja tras de sí un rastro de humo, quedándose en nada. Los cohetes de colores, lanzados al falso cielo de una vida vacía, intentan tapar la miseria humana. Cuántas parejas han pasado por esta situación y cuántas siguen sobreviviendo porque les da miedo afrontar la verdad. Cuántos matrimonios (o seudo-matrimonios) viven en esta contradicción. No tienen la fuerza para afrontar el problema y reenfocar su vida. Una parte de la sociedad está sometida porque prefiere amar en falso antes que cultivar una amistad auténtica y libre, que no renuncia a la identidad propia a cambio de un amor virtual. Cuántas grietas dejan estas contradicciones en el corazón.

Hemos de tener la valentía de asumir que es mejor mantener la libertad, a base de sacrificios y lucha, que una esclavitud en una jaula de oro. El brillo de ese metal no es otra cosa que una falacia, un destello artificial que engaña para mantenernos dentro de esos artilugios emocionales. Nos acostumbramos a respirar tantas mentiras que acabamos anestesiados y prefiriendo las pirotecnias efímeras antes que un fuego cálido y real, fruto del esfuerzo.

La senda de la verdad


¿Cómo detectar lo falso de lo verdadero? Esto pasa por un largo camino de profundo autoconocimiento; pasa por tener muy claros los límites morales y conocer al otro en profundidad; que lo que tu corazón desee esté en sintonía con lo que eres y necesitas para crecer, sin renunciar a tu identidad. Una relación debe estar basada en el conocimiento mutuo, respetando los tiempos, y ese inicio del camino debe ir siempre por la senda de la verdad. Entonces sí que se atisba la autenticidad y un deseo humilde y sincero de construir algo sólido. Si no es así, cuidado. Puede ser el inicio de un auténtico infierno, aunque al principio parezca todo muy risueño y nos parezca flotar en nubes de color rosa.

Las palabras pueden mentir, pero los ojos nunca. Ellos revelan lo que hay en lo más hondo del corazón. Hasta la sonrisa puede engañar, pero no la mirada… Ella nos define tal como somos, expresando lo que a veces no queremos decir verbalmente. Los ojos nos delatan. Podemos mentir a los demás, podemos incluso autoengañarnos, pero nunca engañaremos al alma.

Los ojos son el reflejo de lo que hay en nosotros: verdad, libertad y coherencia definen a un ser humano entero. No renunciemos nunca a estos tres valores. Sobre ellos podremos construir de manera sólida cualquier proyecto. Hemos de pasar de una vida artificial a una vida auténtica y plena. Esto es lo más genuino de nuestro ser: lo que no sea esto, es una mentira vacía que nos llevará a la pobreza de espíritu y al fracaso.

domingo, 17 de mayo de 2020

Miedo a la libertad



La libertad es consustancial al ser humano. Y me atreveré a decir que la persona se realiza, crece y se proyecta cuando hace uso pleno de su libertad. Desde un punto de vista ético, atentar contra ella es reducir a la persona en algo que le es sagrado. Nada ni nadie, ni estructuras, ni gobiernos, ni ideas, ni todo el poder del estado, puede impedir su ejercicio: esto es el máximo respeto a la dignidad del hombre.

Quitar la libertad a alguien es matar la esencia de su propia identidad. Ningún ser humano tiene la potestad para impedir su uso con pleno derecho. Ninguna formación política ni religiosa puede arrogarse esa capacidad. Nadie está por encima de nadie. Todos somos iguales y libres.

Nuestra cultura occidental tiene su origen en la religión judeo-cristiana, en la filosofía griega y en el derecho romano, afirmando con rotundidad el respeto sagrado hacia el hombre y su libertad. Si es propia de nuestra naturaleza, ¿por qué temerla?

¿Por qué temen a la libertad?


Podríamos decir que todo tipo de poder, tanto político como religioso, teme a la libertad, porque sabe que esta es más fuerte que el dominio que pueda ejercer. El que ocupa un puesto de poder, tiende a controlar a los demás para evitar perder su rango. Quien está fuertemente ideologizado, tiende a sospechar de la libertad de los demás, porque pueden discrepar de sus ideas. Esto lo vemos en los regímenes totalitarios, que hacen todo lo posible por reducir o anular el derecho a la libertad de expresión y de acción.

¿A qué temen las personas que tienen poder?

Cuando se prueba la miel del poder, uno se siente como un semidiós, que puede decir y hacer lo que le venga en gana, sin limitación alguna, con toda inmunidad moral y legal. Puede manipular a las gentes y obligarlas a cumplir todos sus decretos, doblegando su voluntad y quitándoles la seguridad jurídica para defenderse. Vivir la experiencia de sentirse como un dios es la peor droga. El poder es como la cocaína pura: enajena al que la consume y genera una adicción que siempre pide más. Llega un momento en que está tan enganchado que ya no puede pasar sin él. Poco a poco, se le irá necrotizando el corazón, la mente y, finalmente, el alma, hasta convertirse en un cadáver viviente, a merced de las fuerzas que manipulan y dictan su voluntad. La adicción es tan letal que lo transforma en un auténtico monstruo, perdiendo toda referencia moral. El poder destruye a los que se oponen a él y acaba destruyendo a los que lo ejercen. Esta es su lógica. Jugar a esto es la peor de las enfermedades.

Por otra parte, el poderoso vive pendiente de que nadie le arrebate el trono, y a los que cree que pueden amenazarlo, si no puede deshacerse de ellos, los difama o los critica, elaborando bulos y mentiras para debilitarlos socialmente. La libertad siempre es una barrera para el adicto al poder. El otro se convierte en un peligro que a toda costa hay que destruir. Es un impedimento que le estorba tomar su droga. Se descompone, como un drogadicto en síndrome de abstinencia. Sí o sí, necesita de esa miel. De la dulzura pasará a la hiel del miedo, la inseguridad, la desconfianza, hasta llegar a la locura. El miedo le genera una violencia incontrolada, y puede llevarlo a cometer daños irreparables, que en un extremo podrían causar la muerte del enemigo. No me refiero sólo a la muerte física, sino a la muerte de su dignidad.

El miedo genera adicción, violencia y, finalmente, destrucción. Lleva a la persona a querer poseerlo todo y controlarlo todo, porque no quiere perder nada.

Este miedo una patología mental que puede haberse desarrollado durante el crecimiento de la persona, o debido a un trauma de la infancia. Su origen puede ser una demanda de afecto, escucha, acogida, dulzura que no se le dio. Y ahora obliga a todo el mundo, con violencia, a que le dé lo que no tuvo.

O puede ser lo contrario: le han dado de todo en su infancia, sin límites pedagógicos ni morales, y ahora cree que tiene derecho a todo, incluso a usar y manipular a los demás para conseguir lo que quiere.

La semilla que nunca muere


La historia nos revela que los que ostentan el poder tienen miedo, con toda la fuerza destructiva que poseen. Ponen en marcha sus influencias y mecanismos jurídicos y mediáticos para anular los derechos y las libertades de los demás. Pero hay quienes nunca renunciarán a la libertad y a la verdad, que es lo que se opone a la esclavitud y a la mentira, como el miedo y la cobardía se oponen a la valentía y a la autenticidad.

El uso responsable de la libertad pondrá en jaque mate al poder. Porque sabe que al final nunca podrá matar del todo la libertad, ni siquiera una vez muerta la persona, porque las semillas de la libertad son algo más que un concepto ideológico. Son la esencia que nos define, y al final derrotarán al poder. Las semillas de la libertad se expanden de manera viral por todo el mundo y en cada conciencia. Renunciar a ella es renunciar a ser persona. Sin libertad nos convertimos en seres sin alma, fácilmente dominables, frágiles, sin rumbo, sometidos y ciegamente obedientes, a cambio de una falsa seguridad y protección, para mantenernos doblegados y arrodillados ante el poder.

No hemos de tener miedo a aquel que tiene miedo de nuestra libertad. En el fondo, es una lucha contra la esclavitud, entre el bien y el mal, pero sobre todo es una lucha contra aquello que no nos deja crecer como personas. Estamos llamados a sacar todo el potencial que tenemos dentro. Nada ni nadie puede arrebatarnos ese deseo innato. Sólo desde nuestra libertad llegaremos a ser lo que queramos, aunque en esa lucha nos encontremos cara a cara con la crudeza del poder disfrazado de buenismo y amabilidad. Será un trago fuerte, que tendremos que sorber. El único camino hacia la auténtica libertad será un arma tan potente que acabará disipando el miedo de todos los poderosos. Sólo ella, la libertad, puede asegurar un cambio de rumbo en la historia.

domingo, 3 de mayo de 2020

Libros vivientes


Los más azotados por la pandemia


La pandemia sigue dejando su rastro de muerte. Pero, lentamente, se va reduciendo el número de los fallecidos, y esto arroja esperanza y da un respiro a las instituciones y los profesionales de la salud. Por fin vemos algo de luz en medio del caos. Hoy quisiera detenerme en un sector muy amplio de los fallecidos.

Podríamos decir que más de la mitad de las víctimas de esta pandemia son ancianos. Este es el colectivo que se ha descuidado más. Muchas familias han vivido el drama y el dolor de ver cómo sus abuelos caían uno tras otro. Los esfuerzos sanitarios no han priorizado la atención a este grupo especial de riesgo. Estamos hablando de más de 15 000 fallecidos, según algunos recuentos, aunque otras fuentes afirman que la cifra real puede ser aún mayor.

Esta realidad no puede dejar a nadie indiferente. Son miles de historias truncadas y familias rotas que ni siquiera han podido despedirse de los suyos. El sentimiento de abandono y soledad ha hecho más doloroso el duelo. Muchos ciudadanos sienten que han sido dejados de lado por la administración.

El gobierno y los medios han sido opacos: no sabemos nombres, sus rostros han desaparecido, no hay historias familiares que contar. Toda muerte es dura y dolorosa, y todavía más en estas circunstancias. Todo son números, y no personas; estadísticas, y no vidas; curvas de mortandad, y no familias destrozadas.

El legado de nuestros mayores


El valor de la vida es sagrado. Vale tanto la vida de un joven como la de un anciano, que tanto ha dado al mundo. El coronavirus se ha cebado en esta población más frágil por su edad y por las posibles patologías añadidas, pero la dignidad de la persona es la misma. No quiero quedarme en la crítica, ni cuestionar si la gestión del gobierno ha sido correcta. Pero lo cierto es que las muertes en las residencias han sido muchas, y también los fallecidos solos en sus hogares. Hay cosas que no se entienden, y esto produce desasosiego e indignación.

Pero hoy quiero centrarme en ellos, en los abuelos que han fallecido y en el tesoro que nos han dejado. No seríamos sin ellos, sin su trabajo, sus sacrificios, su paciencia y su amor. Ellos nos han transmitido nuestros valores. El sustrato en el que hemos crecido lo pusieron ellos, sobre todo en nuestras primeras etapas de crecimiento. En la cultura africana y asiática los ancianos son los sabios, referentes no sólo en las familias, sino en la sociedad. Son abuelos venerables, respetados, a quienes se atiende y escucha. Son pozos de sabiduría para las generaciones venideras. Pero en Occidente se han convertido en una lacra improductiva, una carga social que hay que apartar, condenándola a una soledad no querida. El respeto a los mayores, como nos señala la tradición bíblica, es fundamental. No podemos despreciar ni abandonar a aquellos que han sido parte de nuestras raíces, que nos lo han dado todo, e incluso en épocas de guerra y hambruna, se han sacrificado y han arriesgado su vida por la prole. No han escatimado esfuerzos por cohesionar la familia. Su entrega ha sido indiscutible.

Una deuda de gratitud


Hoy me produce escalofríos ver ese ejército de ancianos que han caído en el combate contra el virus, sin el suficiente apoyo por parte de la administración y forzosamente aislados de sus familiares. Nadie puede olvidarse de nuestros abuelos, ni la familia, ni la sociedad, ni la administración. Ellos son los fundamentos. Su generosidad ha levantado el país, la economía y el propio estado. Merecen nuestro respeto, reconocimiento y gratitud. Son los héroes de nuestra sociedad. Héroes que han caído aislados en una UCI. Un día, la sociedad tendrá que pedir a las instituciones públicas que desagravien a sus ancianos. Es una deuda que hemos contraído con ellos.

Los ancianos son libros vivientes que se han cerrado, dejando un testimonio de lucha constante. Son un bagaje de experiencias, de logros y sufrimiento. Nos dejan el legado de unas vidas apasionantes que no tienen precio, un tesoro de sabiduría, un ejemplo de lucha sin tregua y de ternura imborrable en nuestro recuerdo y en nuestra piel. El estado no hace luto, pero todos deberíamos hacerlo y rezar por ellos. No merecen menos.

Aprendamos a extraer el jugo de todo lo que nos han dejado, esa mina de oro de la experiencia convertida en grandes lecciones. Somos herederos de un legado extraordinario de inmenso valor. Vivimos de sus raíces. El pasado, el presente y el futuro se unen gracias a la generosidad de nuestros ancianos. Mirar atrás con gratitud nos permite abrazar nuestros orígenes. Podemos ser diferentes de nuestros antepasados, pero desde nuestra libertad, no dejemos de reconocer lo que tenemos en común. Los vínculos de sangre han marcado nuestra existencia. Cada cual ha escuchado la música de su tambor, pero esta es la gran riqueza de la familia. Nunca lo olvidemos: hemos sido plantados con amor en el jardín de sus hogares. La sintonía que se establece entre nietos y abuelos trasciende lo generacional. Ancianidad e infancia se unen en el tiempo. De esta unidad surgen los mejores momentos que vinculan para siempre al abuelo y al niño. Más allá de la familia, el sello de la amistad quedará impreso en sus corazones.

Gracias, ancianos, por ser nuestros abuelos. Hoy estaréis en otro jardín, el cielo, donde ya disfrutaréis de una vida plena y gozosa en la eternidad.