domingo, 30 de julio de 2023

Cabalgar sobre la mentira

La mentira como defensa

Ante la complejidad del ser humano y su entorno, la mentira aparece como un mecanismo inconsciente de defensa o huida. Mirarnos en el espejo de la verdad nos da pánico, porque descubrimos en ella lo que realmente somos: personas contradictorias, ambiguas y llenas de fragilidades. Tememos la verdad porque nos sentimos desnudos e inseguros. Aunque aparentemos seguridad y coherencia, nos da miedo ser descubiertos tal y como somos.

De aquí vienen ciertos comportamientos que muchas veces no podemos controlar. Entre la realidad que queremos esconder y lo que mostramos, nuestra personalidad se va fragmentando de tal manera que a veces no llegamos a distinguir la verdad de la mentira. La frontera entre ficción y realidad se diluye y mentir llega a hacerse tan natural que uno acaba perdiendo el control. Es entonces cuando los demás se percatan y las mentiras se hacen más visibles.

Una enfermedad del alma

El mitómano es aquel que ha convertido la mentira en el eje de su vida, llegando a la patología. Vive fuera de la realidad y de la verdad, dos conceptos que, desde un punto de vista moral, sustentan la integridad de la persona.

¿Qué razones psicológicas hay detrás de alguien que constantemente está mintiendo? Tal vez le ha faltado una educación moral que le ayudara a distinguir lo falso de lo verdadero. Quizás sea una tendencia a mentir por miedo a recibir reprimendas o castigos en su infancia; una excesiva severidad de los padres o simplemente la fragilidad de un niño temeroso. Lo cierto es que, si un niño aprende a mentir, de joven y de adulto lo seguirá haciendo.

La mentira genera adicción. El adulto que ha integrado el hábito de mentir inevitablemente va a provocar conflictos en su entorno y en las relaciones humanas que entable. Cuando las mentiras son tan evidentes que sus interlocutores se dan cuenta, surgirá la desconfianza, incluso entre las personas que más quiere. Y es que el mentiroso compulsivo arroja dudas sobre sí mismo.

La pregunta más aguda que me surge es: ¿qué está intentando tapar de su realidad? ¿Qué aspecto de su vida quiere ocultar? ¿Por qué necesita mentir tanto? ¿Es la ficción un muro para no mostrar su verdadera personalidad?

Resolver esta situación necesita de una acción terapéutica que ponga a la persona cara a cara con su realidad. Por muy pobre y mísera que se sienta, moralmente hablando, siempre será mejor la verdad que una mentira que la va destruyendo por dentro. Cabalgar sobre ella es lanzarse hacia el abismo. Se irá vaciando hasta llegar a somatizar el problema con dolencias físicas. Huir de la verdad es vivir en constante tensión, porque la naturaleza humana tiene una brújula interior que señala siempre la verdad como valor instintivo. Cuando uno va en dirección contraria a su GPS interno, que señala la vía de la bondad, la belleza y la verdad, se dirige hacia la maldad, la fealdad y la mentira. Es un camino destructivo que rompe por dentro ocasionando problemas de identidad y una crisis moral.

La verdad es liberación

La verdad actúa como un foco que ilumina la existencia. La mentira es un agujero negro que fagotiza a la persona quitándole el don más valioso: la libertad.

La verdad os hará libres, dice Jesús. La verdad nos permite encontrarnos a nosotros mismos y reconciliarnos con nuestro ser. Aceptando nuestra realidad podemos mejorar. La verdad, por dura que sea, es el primer paso hacia la sanación interior. Y es el camino que nos llevará a la auténtica felicidad.

domingo, 23 de julio de 2023

Saborear el silencio

Después de un año de intenso trabajo aprovecho el tiempo estival para sumergirme hasta las entrañas del silencio. Durante el curso, hago lo que puedo para buscar momentos de paz en medio del trasiego. La verdad es que sabe a poco, pero ese poco es necesario para mantener el rumbo de la misión. El frenesí nos puede robar esos instantes cruciales, que son verdadero rocío en la lucha y el acelerado trajín cotidiano. Sin este parón diario, aunque corto, perderíamos el eje central de lo que hacemos y somos. El silencio es importante para mantenernos firmes en las convicciones y fieles en nuestra responsabilidad.

Pero constato que para fortalecer mis principios cada año es necesario pasar no unas horas, sino unos días de silencio. Ese espacio me permite ahondar en mi vocación más genuina y en aquello que define mi identidad y misión en el mundo. Por eso hago un esfuerzo en parar. En ese paréntesis, reviso, planeo y organizo todo lo que hago con el fin de mejorarlo, si cabe, ya que buscar la mejora continua forma parte del crecimiento humano y espiritual del hombre.

Sin este oasis interior el hombre se aparta de su propia naturaleza. Sin ese silencio que ayuda a orientar nuestra vida perdemos el norte y hasta nuestra identidad.

Nacidos para la vida interior

El silencio forma parte de nuestra realidad más primigenia. Somos y estamos concebidos para la interioridad: es decir, pasar un tiempo a solas, sin prisas, susurrando al corazón y meditando sobre los aspectos más vitales de nuestra existencia. Necesitamos, aunque no seamos conscientes de ello, estar a solas con Dios, que es principio y fin de nuestra realidad. Él, de manera misteriosa, nos envuelve, dando sentido a lo que somos.

Todos anhelamos pasar momentos de abandono en manos de Dios, y más aún en medio de una lucha sin tregua en el mundo. Respirar al unísono con Dios, de manera sosegada, es la clave para encontrar la paz y la fuerza que nos mantendrá de pie en el combate diario. Ahondar en el misterio del hombre y su creador forma parte de esa búsqueda que, de manera innata, nos empuja a encontrar razones para vivir. Y las encontramos en nuestra misión.

Todos estamos llamados a adentrarnos en nuestro bosque interior y respirar la brisa del silencio antes de emprender el camino hacia la cumbre de la vida, donde nos dejaremos cubrir por el abrazo de un Dios Padre que ha hecho posible nuestra existencia con el fin de que seamos felices. Seremos capaces de alcanzar esta felicidad si nos remitimos a Aquel que es su fuente, cuando se dé una profunda e intensa comunión con él.

El silencio terapéutico

Estos días he tenido la oportunidad de ir a un lugar en plena naturaleza. He vuelto a sentirme en medio del silencio, sin hacer nada, sólo caminar atento a las maravillas del entorno, un derroche constante de belleza. Sólo estar y rezar. Rezar y estar para escuchar el sonido del silencio. Allí, envuelto de tanta belleza, me doy cuenta de que, además de la contaminación ambiental, existe otro tipo de contaminación: la acústica. Desde el silencio y la soledad descubro que el ruido forma parte de uno mismo, e incluso nos acostumbramos. Pero el exceso de ruido no es propio de la naturaleza humana. En una sociedad donde ciertos trabajos o actividades generan ruidos estridentes, soy consciente de que muchas veces no se pueden evitar, pero este machaqueo constante puede generar patologías físicas y neurológicas, pues impide un buen descanso. Descansar forma parte de nuestra salud y el ruido urbano, desde el tránsito hasta ciertas músicas, golpea nuestra psique.  

Pero hay otro tipo de ruidos, los ruidos que yo llamaría emocionales, esos que salen de nuestro interior. Estos ruidos paralizan y nos quitan vitalidad y fuerza. Por eso, más allá del valor espiritual, el silencio es un recurso terapéutico para no perderse en el laberinto de las emociones y paradojas humanas. Adquirir este hábito es prevenir una vida vacía, donde la gente deambula sin metas.

En medio de la Creación

Estos días, en un valle bañado por un pequeño río, he disfrutado, no haciendo cosas, sino dejándome llevar por mi viento interior, acariciado por esa misteriosa presencia que me acompaña con los primeros rayos de sol cuando despunta en el horizonte. He disfrutado de sonidos que no molestan: el viento y el cantar del agua; los pájaros al amanecer, que trinan revoloteando entre las copas de los árboles. Esto no es ruido, es música que alegra el oído y el corazón.  

Paseando en silencio me he sentido parte de la Creación y he descubierto una vez más mi indigencia ante Dios. Todo depende de él y veo su mano creadora cada mañana, tiñendo de matices diferentes cada amanecer.

Os invito, aunque sea a sorbitos, a que allí donde estéis, también en la ciudad, sintáis que vuestra persona puede convertirse en un pequeño monasterio, un jardín interior que también forma parte de esta hermosa creación de Dios. Él os ama y sólo desea que tengáis esta certeza. Será entonces cuando se produzca la fusión con su realidad trascendente, que tanto anhelamos y buscamos desde nuestra concepción.

Mañana, tarde, noche. En medio de una catarata de silencios enriquecida por una explosión de colores bellísimos, el hombre se encuentra a sí mismo.

* * *

Si os apetece escucharlo, podéis clicar este enlace de audio.

domingo, 9 de julio de 2023

La alegría de dar

El sol luce en sus ojos: es una mujer menudita y ágil, de sonrisa contagiosa. Tiene noventa años y se llama Rosa. Aunque su aspecto es frágil, la expresión de su cara revela una enorme vitalidad. Su mirada transmite vida y alegría.

Me deja pensativo. Una señora de esa edad, que ha pasado por situaciones complejas y difíciles, que seguramente pueden haber afectado a su salud, podría tener motivos suficientes para quejarse de la vida. Cuando las fuerzas van flaqueando o se sufre alguna enfermedad, casi todo el mundo decae y también se apaga la alegría. Pero ella, en esta mañana luminosa, está ahí, tirando de su carro, tan fresca como una flor con su mirada pilla y su sonrisa amable. Hablando con ella descubro, más allá de un carácter abierto y comunicativo, unos profundos valores humanos.

Le comento que la encuentro muy bien, como preguntándome el secreto de tanta vivacidad, y me contesta que para ella dar es una alegría. Va acompañada de una gran amiga, Ana, con la que suele pasear. Se conocen desde hace 50 años; todo empezó en la habitación de un hospital, donde Ana era enfermera y cuidadora de la madre de Rosa. Su atención y su trato hacia ella eran exquisitos. Desde entonces se fraguó una gran amistad, que ni el tiempo ni las dificultades han podido romper.

Dos ancianas viudas, cuidando una de la otra, acompañándose durante largo tiempo: un bello canto a la amistad. Las dos han sido capaces de luchar contra todo tipo de barreras y son un ejemplo de amor y de solidaridad.

Veo sus rostros arrugados, pero adivino en ellas dos almas jóvenes y tersas. El tiempo ha envejecido su piel, pero la frescura de su corazón pervive. Sonríen como las adolescentes que fueron, sólo que ahora, con la experiencia que tienen, saben mucho más. Han elegido el camino de la generosidad: dar y darse, desafiando el tiempo y manteniendo el vigor de la amistad.

Rosa es delgadita y de aspecto vivaz. Sabe cuidarse, lleva una dieta muy equilibrada, empezando el día con un buen batido de frutas. Prepara comida para sus nietos, regala platos cocinados por ella a familiares y vecinos. Dice que tiene la nevera llena... ¡para alimentar a otros! No le importa: vaciando su nevera llena su corazón.

En ella he encontrado un alma rebosante de belleza y fuerza amorosa. Salir a pasear y hablar con la gente me permite descubrir estas perlas en el corazón de las personas. ¡Cuánta gente buena hay que, desde su anonimato, sabe estar presente en la noche de quienes necesitan ayuda y calor! Ellas, que están en el otoño de la vida, llevan la primavera en su interior. Su presencia se convierte en un regalo, brisa para el alma y bálsamo dulce en el bregar cotidiano. La amistad es un néctar que baña estas historias desconocidas en medio de la gran ciudad. Encontrarme con ellas es beber un sorbo de humanidad y escuchar un canto de esperanza. A veces, en medio de la oscuridad, aparece un destello luminoso. Personas como Rosa y Ana son estrellas que iluminan el gélido firmamento de una sociedad que vive en la penumbra, alejada de la luz. A pesar de tantas tragedias, en el corazón humano hay mucha luz y un enorme caudal de bondad.