El verano está muy avanzado y la mañana es fresca. Sobre las
ramas de las acacias cantan algunos pajarillos que me hacen de despertador. Más
allá del patio, en la biblioteca de la universidad, el sol acaricia la cima del
edificio dándole un tono rojizo. Todo está en calma. Algunas hojas amarillas de
la morera han caído, alfombrando el suelo alrededor de la mesa donde me siento
a escribir. La belleza matinal, con sus melodías y su textura, se despliega,
dejando intuir el rostro de su Creador.
El sosiego me invita a meditar sobre el paseo que di al
atardecer, el día antes, caminando hacia el mar. Los rayos de sol se iban
apagando y el matiz suave de los colores iba anunciando la llegada del
crepúsculo. Sobre el mar, el cielo se teñía de tonos pastel azulados sobre el
gris del mar en calma.
Al amanecer, ese mismo día, había paseado por el campo, en
tierras de Ponent, respirando el frescor del rocío en los valles cubiertos de
robles y encinas. Allí fui testigo del nacimiento de un nuevo día. Contemplé
cómo el sol se deslizaba tras la montaña, lanzando sus primeros rayos y bañando
el campo de color. Poco a poco fue ascendiendo, con luminosidad creciente,
hasta elevarse sobre el cielo, radiante, con toda su fuerza.
Aunque muchas mañanas veo salir el sol, cada día es un
espectáculo diferente, ofrecido por una mano amorosa que desea que mis sentidos
puedan gozar de su creación. Recordé aquellos versos tan hermosos del canto de
Débora: Sean los que te aman, Señor, como
el sol cuando nace con toda su fuerza. Saborear y gustar las primeras
caricias del sol es delicioso y di las gracias, respirando profundamente el
oxígeno fresco de la mañana.
Esto lo meditaba de noche, sentado frente al mar, mientras
la luna se reflejaba en las pequeñas olas, formando un sendero luminoso hacia
mí. El sol de la mañana lo bañaba todo; la luna de la tarde trazaba un camino
de luz sobre las aguas. Otro hermoso espectáculo natural: el suave celeste del
firmamento sobre el mar plateado.
Miraba y remiraba sin cansarme, extasiado, y meditando.
Comparé el oleaje con la humanidad, bañada por la luz de la luna. Y también lo
comparé con la vida de cada hombre, bañada por la luz divina. Esta luz
atraviesa toda la existencia humana. La luna se convierte en un faro que indica
el camino hacia un nuevo horizonte. Aunque a veces nuestro mar interior se
oscurezca, siempre brillará una luz, aunque sea pequeña, que disipará la
angustia y la oscuridad. El hombre tiene un camino trazado hacia la luz,
dependerá de su voluntad y su libertad que se oriente hacia ella y dé sentido a
su existencia.
Cuanto más oscurecía el mar, más aumentaba la claridad. A
veces podemos sentir que nuestra alma también se oscurece, pero misteriosamente
la luz de Dios se torna más intensa y las aguas interiores clarean. Es como si
el hombre, junto a sus contradicciones internas, tuviera una capacidad para
discernir que más allá de sus fuerzas hay un rescate; en su destino brilla la
esperanza.
Ante la inmensidad de su océano existencial, el hombre no
acaba perdiéndose, como pensaban los existencialistas ateos. Para ellos, el
hombre es un náufrago obligado a navegar por una existencia absurda. Pero la
realidad es que en su interior el ser humano posee una fuerza desconocida que
lo empuja a abrirse al misterio, más allá de la razón. Está concebido como
criatura de Dios. Pese a sus incertezas, está llamado a vivir en la luz de la
trascendencia. Esto es lo que constituye la esencia de la vida: mirar al
infinito y buscar respuestas ante sus profundos interrogantes.
Frágil y pequeño ante la inmensidad del mar, pero iluminado
por un Creador amoroso, entiendo cada vez mejor a san Francisco, el pobre de
Asís, enamorado de la creación. Llamaba hermano al sol, y a la luna hermana.
Sentía la fraternidad cósmica entre él y las demás criaturas, todos hijos de un
mismo Padre, y alababa a Dios por ello en su cántico.
¡Loado seas, Señor, porque nos has creado!