domingo, 16 de agosto de 2015

El rostro del mal

Después de tantas noches calurosas, la lluvia de la tarde ha traído el frescor. Salgo al patio. Una suave brisa sopla entre las ramas de las acacias y la morera. Las hojas, cubiertas de gotas cristalinas, parecen adelantar el rocío de la mañana. Sorteo algunos charcos que hacen de espejo del cielo y siento un gran bienestar.

El patio se ha convertido en un claustro. La noche es apacible y la calma se apodera de mí, invitándome a penetrar en el misterio. Viajo al interior de mi corazón, intentando digerir una densa experiencia: ¿tiene rostro el mal? Busco respuestas en el silencio de la noche. El gris plateado del cielo despide una tenue luz. No estoy totalmente a oscuras. El guiño de algunas estrellas parece hacerse cómplice de mi corazón en esta vigilia.

El silencio me lleva a territorios interiores desconocidos. Avanzo hacia a un nuevo horizonte, donde el alma y el corazón se unen como el cielo y el mar. Allí, desde lo más profundo de mi ser, doy alas a mis pensamientos.

Ver el mal cara a cara


Sobre el mal se ha vertido mucha tinta. Se ha hablado y escrito sobre él desde el punto de vista filosófico, teológico y moral, pues toca aspectos que afectan a toda la persona. Desde la teología se ha intentado dar respuestas al origen de esta realidad: el libre albedrío, la ruptura del hombre con Dios, el orgullo del ser humano, la obstinación y la resistencia a la verdad.

Los frutos del mal son múltiples y bien visibles: la desintegración moral de la persona, el culto desproporcionado al ego, la mentira como eje central de la vida, la calumnia y la difamación como herramientas destructoras, la rabia incontenible, la insensibilidad al dolor. El mal también se manifiesta de forma engañosa: a veces adopta un disfraz de apariencia bondadosa como estrategia para despistar, o se reviste de un discurso victimista y obsesivo para despertar simpatía. Como afirman muchos santos, cuántas veces el mal se aparece como un ángel de luz, cargado de argumentos razonables y aparentemente buenos. La sutilidad del mal puede manifestarse con actitudes de exquisita disponibilidad y aparente servicio desinteresado. Así es como consigue penetrar hasta donde quiere: el servicio se convierte en autocomplacencia y dominio sobre las personas y las cosas. El mal puede crear dependencia y hacerse necesario, pero poco a poco comienza a desprender un olor feo. Cuando la persona pretende que todo gire a su alrededor, convirtiéndose en el centro de todos y de todo es cuando el mal hace estragos. No tardan en surgir divisiones, luchas, celos, críticas, manipulaciones, odio enconado. El mal confunde, enfrenta y crea situaciones absurdas y dolorosas.

Pero cuando te topas frontalmente con el mal, los disfraces caen. Te quedas sin aliento y el alma se encoge ante la fealdad de su verdadero rostro. Impresiona vivir y tocar el mal de cerca, sobrecoge su capacidad mortífera de destrucción. Si uno no está centrado, puede paralizarlo y arrastrarlo por sus oscuros laberintos. Golpea allí donde más duele: en el centro del alma. La rabia se convierte en llamaradas de fuego que salen por la boca, incapaz de contener tanto odio, y abrasa hasta el tuétano. Es una experiencia dura recibir esos dardos envenenados. Hay que aprender a cerrar los ojos. La mejor manera de afrontar cara a cara el mal es no pelear con sus propias armas. A quien te dé una bofetada, muéstrale la otra mejilla. Jesús sabía muy bien lo que decía.

La verdad brilla


Pero los cristianos sabemos que la luz ha disipado la oscuridad; el bien ha vencido al mal. Es necesario templarse por dentro, abandonarse, perdonar y mantener la lucidez, pese a las muchas sombras. El sol siempre es más grande. La verdad acabará desenmascarando a la mentira. Dios protege y sostiene al justo y al que sufre. Él es su escudo y su baluarte. Da seguridad en el peligro y ayuda a afrontar toda experiencia humana.

La vida te moldea como el yunque dobla el hierro al rojo vivo, hasta que el alma aprende a centrarse en su eje. Es aquel espacio donde aprendes a crecer, a sufrir, a amar, a darte y a olvidarte de ti mismo para que los otros puedan emerger. Es el espacio para perdonar, escuchar, trascender y vivir en la frecuencia del Espíritu Santo. En definitiva, es el espacio para ser y culminar tu misión, que te ha sido entregada como don para que, libre, puedas palpar el dolor del abismo y la alegría de la luz. Solo así estarás preparado para el gran combate de la vida, sin dudar que siempre tendrás un gran Aliado.

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