Después de tantas noches calurosas, la lluvia de la tarde ha
traído el frescor. Salgo al patio. Una suave brisa sopla entre las ramas de las
acacias y la morera. Las hojas, cubiertas de gotas cristalinas, parecen
adelantar el rocío de la mañana. Sorteo algunos charcos que hacen de espejo del
cielo y siento un gran bienestar.
El patio se ha convertido en un claustro. La noche es
apacible y la calma se apodera de mí, invitándome a penetrar en el misterio. Viajo
al interior de mi corazón, intentando digerir una densa experiencia: ¿tiene
rostro el mal? Busco respuestas en el silencio de la noche. El gris plateado
del cielo despide una tenue luz. No estoy totalmente a oscuras. El guiño de
algunas estrellas parece hacerse cómplice de mi corazón en esta vigilia.
El silencio me lleva a territorios interiores desconocidos.
Avanzo hacia a un nuevo horizonte, donde el alma y el corazón se unen como el
cielo y el mar. Allí, desde lo más profundo de mi ser, doy alas a mis
pensamientos.
Ver el mal cara a cara
Sobre el mal se ha vertido mucha tinta. Se ha hablado y
escrito sobre él desde el punto de vista filosófico, teológico y moral, pues
toca aspectos que afectan a toda la persona. Desde la teología se ha intentado
dar respuestas al origen de esta realidad: el libre albedrío, la ruptura del
hombre con Dios, el orgullo del ser humano, la obstinación y la resistencia a
la verdad.
Los frutos del mal son múltiples y bien visibles: la
desintegración moral de la persona, el culto desproporcionado al ego, la
mentira como eje central de la vida, la calumnia y la difamación como
herramientas destructoras, la rabia incontenible, la insensibilidad al dolor.
El mal también se manifiesta de forma engañosa: a veces adopta un disfraz de apariencia
bondadosa como estrategia para despistar, o se reviste de un discurso
victimista y obsesivo para despertar simpatía. Como afirman muchos santos,
cuántas veces el mal se aparece como un ángel de luz, cargado de argumentos
razonables y aparentemente buenos. La sutilidad del mal puede manifestarse con
actitudes de exquisita disponibilidad y aparente servicio desinteresado. Así es
como consigue penetrar hasta donde quiere: el servicio se convierte en
autocomplacencia y dominio sobre las personas y las cosas. El mal puede crear
dependencia y hacerse necesario, pero poco a poco comienza a desprender un olor
feo. Cuando la persona pretende que todo gire a su alrededor, convirtiéndose en
el centro de todos y de todo es cuando el mal hace estragos. No tardan en
surgir divisiones, luchas, celos, críticas, manipulaciones, odio enconado. El
mal confunde, enfrenta y crea situaciones absurdas y dolorosas.
Pero cuando te topas frontalmente con el mal, los disfraces
caen. Te quedas sin aliento y el alma se encoge ante la fealdad de su verdadero
rostro. Impresiona vivir y tocar el mal de cerca, sobrecoge su capacidad
mortífera de destrucción. Si uno no está centrado, puede paralizarlo y
arrastrarlo por sus oscuros laberintos. Golpea allí donde más duele: en el
centro del alma. La rabia se convierte en llamaradas de fuego que salen por la
boca, incapaz de contener tanto odio, y abrasa hasta el tuétano. Es una
experiencia dura recibir esos dardos envenenados. Hay que aprender a cerrar los
ojos. La mejor manera de afrontar cara a cara el mal es no pelear con sus
propias armas. A quien te dé una bofetada,
muéstrale la otra mejilla. Jesús sabía muy bien lo que decía.
La verdad brilla
Pero los cristianos sabemos que la luz ha disipado la
oscuridad; el bien ha vencido al mal. Es necesario templarse por dentro,
abandonarse, perdonar y mantener la lucidez, pese a las muchas sombras. El sol
siempre es más grande. La verdad acabará desenmascarando a la mentira. Dios
protege y sostiene al justo y al que sufre. Él es su escudo y su baluarte. Da
seguridad en el peligro y ayuda a afrontar toda experiencia humana.
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