Los más azotados por la pandemia
La pandemia sigue dejando su rastro de muerte. Pero,
lentamente, se va reduciendo el número de los fallecidos, y esto arroja
esperanza y da un respiro a las instituciones y los profesionales de la salud.
Por fin vemos algo de luz en medio del caos. Hoy quisiera detenerme en un
sector muy amplio de los fallecidos.
Podríamos decir que más de la mitad de las víctimas de esta pandemia son
ancianos. Este es el colectivo que se ha descuidado más. Muchas familias han
vivido el drama y el dolor de ver cómo sus abuelos caían uno tras otro. Los esfuerzos
sanitarios no han priorizado la atención a este grupo especial de riesgo.
Estamos hablando de más de 15 000 fallecidos, según algunos recuentos, aunque
otras fuentes afirman que la cifra real puede ser aún mayor.
Esta realidad no puede dejar a nadie indiferente. Son miles
de historias truncadas y familias rotas que ni siquiera han podido despedirse
de los suyos. El sentimiento de abandono y soledad ha hecho más doloroso el
duelo. Muchos ciudadanos sienten que han sido dejados de lado por la
administración.
El gobierno y los medios han sido opacos: no sabemos
nombres, sus rostros han desaparecido, no hay historias familiares que contar.
Toda muerte es dura y dolorosa, y todavía más en estas circunstancias. Todo son
números, y no personas; estadísticas, y no vidas; curvas de mortandad, y no
familias destrozadas.
El legado de nuestros mayores
El valor de la vida es sagrado. Vale tanto la vida de un
joven como la de un anciano, que tanto ha dado al mundo. El coronavirus se ha
cebado en esta población más frágil por su edad y por las posibles patologías añadidas,
pero la dignidad de la persona es la misma. No quiero quedarme en la crítica,
ni cuestionar si la gestión del gobierno ha sido correcta. Pero lo cierto es
que las muertes en las residencias han sido muchas, y también los fallecidos
solos en sus hogares. Hay cosas que no se entienden, y esto produce desasosiego
e indignación.
Pero hoy quiero centrarme en ellos, en los abuelos que han
fallecido y en el tesoro que nos han dejado. No seríamos sin ellos, sin su
trabajo, sus sacrificios, su paciencia y su amor. Ellos nos han transmitido
nuestros valores. El sustrato en el que hemos crecido lo pusieron ellos, sobre
todo en nuestras primeras etapas de crecimiento. En la cultura africana y
asiática los ancianos son los sabios, referentes no sólo en las familias, sino
en la sociedad. Son abuelos venerables, respetados, a quienes se atiende y
escucha. Son pozos de sabiduría para las generaciones venideras. Pero en
Occidente se han convertido en una lacra improductiva, una carga social que hay
que apartar, condenándola a una soledad no querida. El respeto a los mayores,
como nos señala la tradición bíblica, es fundamental. No podemos despreciar ni
abandonar a aquellos que han sido parte de nuestras raíces, que nos lo han dado
todo, e incluso en épocas de guerra y hambruna, se han sacrificado y han arriesgado
su vida por la prole. No han escatimado esfuerzos por cohesionar la familia. Su
entrega ha sido indiscutible.
Una deuda de gratitud
Hoy me produce escalofríos ver ese ejército de ancianos que
han caído en el combate contra el virus, sin el suficiente apoyo por parte de
la administración y forzosamente aislados de sus familiares. Nadie puede
olvidarse de nuestros abuelos, ni la familia, ni la sociedad, ni la
administración. Ellos son los fundamentos. Su generosidad ha levantado el país,
la economía y el propio estado. Merecen nuestro respeto, reconocimiento y
gratitud. Son los héroes de nuestra sociedad. Héroes que han caído aislados en
una UCI. Un día, la sociedad tendrá que pedir a las instituciones públicas que
desagravien a sus ancianos. Es una deuda que hemos contraído con ellos.
Los ancianos son libros vivientes que se han cerrado,
dejando un testimonio de lucha constante. Son un bagaje de experiencias, de
logros y sufrimiento. Nos dejan el legado de unas vidas apasionantes que no
tienen precio, un tesoro de sabiduría, un ejemplo de lucha sin tregua y de
ternura imborrable en nuestro recuerdo y en nuestra piel. El estado no hace
luto, pero todos deberíamos hacerlo y rezar por ellos. No merecen menos.
Aprendamos a extraer el jugo de todo lo que nos han dejado,
esa mina de oro de la experiencia convertida en grandes lecciones. Somos
herederos de un legado extraordinario de inmenso valor. Vivimos de sus raíces.
El pasado, el presente y el futuro se unen gracias a la generosidad de nuestros
ancianos. Mirar atrás con gratitud nos permite abrazar nuestros orígenes.
Podemos ser diferentes de nuestros antepasados, pero desde nuestra libertad, no
dejemos de reconocer lo que tenemos en común. Los vínculos de sangre han
marcado nuestra existencia. Cada cual ha escuchado la música de su tambor, pero
esta es la gran riqueza de la familia. Nunca lo olvidemos: hemos sido plantados
con amor en el jardín de sus hogares. La sintonía que se establece entre nietos
y abuelos trasciende lo generacional. Ancianidad e infancia se unen en el
tiempo. De esta unidad surgen los mejores momentos que vinculan para siempre al
abuelo y al niño. Más allá de la familia, el sello de la amistad quedará
impreso en sus corazones.
Gracias, ancianos, por ser nuestros abuelos. Hoy estaréis en
otro jardín, el cielo, donde ya disfrutaréis de una vida plena y gozosa en la
eternidad.
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