domingo, 3 de mayo de 2020

Libros vivientes


Los más azotados por la pandemia


La pandemia sigue dejando su rastro de muerte. Pero, lentamente, se va reduciendo el número de los fallecidos, y esto arroja esperanza y da un respiro a las instituciones y los profesionales de la salud. Por fin vemos algo de luz en medio del caos. Hoy quisiera detenerme en un sector muy amplio de los fallecidos.

Podríamos decir que más de la mitad de las víctimas de esta pandemia son ancianos. Este es el colectivo que se ha descuidado más. Muchas familias han vivido el drama y el dolor de ver cómo sus abuelos caían uno tras otro. Los esfuerzos sanitarios no han priorizado la atención a este grupo especial de riesgo. Estamos hablando de más de 15 000 fallecidos, según algunos recuentos, aunque otras fuentes afirman que la cifra real puede ser aún mayor.

Esta realidad no puede dejar a nadie indiferente. Son miles de historias truncadas y familias rotas que ni siquiera han podido despedirse de los suyos. El sentimiento de abandono y soledad ha hecho más doloroso el duelo. Muchos ciudadanos sienten que han sido dejados de lado por la administración.

El gobierno y los medios han sido opacos: no sabemos nombres, sus rostros han desaparecido, no hay historias familiares que contar. Toda muerte es dura y dolorosa, y todavía más en estas circunstancias. Todo son números, y no personas; estadísticas, y no vidas; curvas de mortandad, y no familias destrozadas.

El legado de nuestros mayores


El valor de la vida es sagrado. Vale tanto la vida de un joven como la de un anciano, que tanto ha dado al mundo. El coronavirus se ha cebado en esta población más frágil por su edad y por las posibles patologías añadidas, pero la dignidad de la persona es la misma. No quiero quedarme en la crítica, ni cuestionar si la gestión del gobierno ha sido correcta. Pero lo cierto es que las muertes en las residencias han sido muchas, y también los fallecidos solos en sus hogares. Hay cosas que no se entienden, y esto produce desasosiego e indignación.

Pero hoy quiero centrarme en ellos, en los abuelos que han fallecido y en el tesoro que nos han dejado. No seríamos sin ellos, sin su trabajo, sus sacrificios, su paciencia y su amor. Ellos nos han transmitido nuestros valores. El sustrato en el que hemos crecido lo pusieron ellos, sobre todo en nuestras primeras etapas de crecimiento. En la cultura africana y asiática los ancianos son los sabios, referentes no sólo en las familias, sino en la sociedad. Son abuelos venerables, respetados, a quienes se atiende y escucha. Son pozos de sabiduría para las generaciones venideras. Pero en Occidente se han convertido en una lacra improductiva, una carga social que hay que apartar, condenándola a una soledad no querida. El respeto a los mayores, como nos señala la tradición bíblica, es fundamental. No podemos despreciar ni abandonar a aquellos que han sido parte de nuestras raíces, que nos lo han dado todo, e incluso en épocas de guerra y hambruna, se han sacrificado y han arriesgado su vida por la prole. No han escatimado esfuerzos por cohesionar la familia. Su entrega ha sido indiscutible.

Una deuda de gratitud


Hoy me produce escalofríos ver ese ejército de ancianos que han caído en el combate contra el virus, sin el suficiente apoyo por parte de la administración y forzosamente aislados de sus familiares. Nadie puede olvidarse de nuestros abuelos, ni la familia, ni la sociedad, ni la administración. Ellos son los fundamentos. Su generosidad ha levantado el país, la economía y el propio estado. Merecen nuestro respeto, reconocimiento y gratitud. Son los héroes de nuestra sociedad. Héroes que han caído aislados en una UCI. Un día, la sociedad tendrá que pedir a las instituciones públicas que desagravien a sus ancianos. Es una deuda que hemos contraído con ellos.

Los ancianos son libros vivientes que se han cerrado, dejando un testimonio de lucha constante. Son un bagaje de experiencias, de logros y sufrimiento. Nos dejan el legado de unas vidas apasionantes que no tienen precio, un tesoro de sabiduría, un ejemplo de lucha sin tregua y de ternura imborrable en nuestro recuerdo y en nuestra piel. El estado no hace luto, pero todos deberíamos hacerlo y rezar por ellos. No merecen menos.

Aprendamos a extraer el jugo de todo lo que nos han dejado, esa mina de oro de la experiencia convertida en grandes lecciones. Somos herederos de un legado extraordinario de inmenso valor. Vivimos de sus raíces. El pasado, el presente y el futuro se unen gracias a la generosidad de nuestros ancianos. Mirar atrás con gratitud nos permite abrazar nuestros orígenes. Podemos ser diferentes de nuestros antepasados, pero desde nuestra libertad, no dejemos de reconocer lo que tenemos en común. Los vínculos de sangre han marcado nuestra existencia. Cada cual ha escuchado la música de su tambor, pero esta es la gran riqueza de la familia. Nunca lo olvidemos: hemos sido plantados con amor en el jardín de sus hogares. La sintonía que se establece entre nietos y abuelos trasciende lo generacional. Ancianidad e infancia se unen en el tiempo. De esta unidad surgen los mejores momentos que vinculan para siempre al abuelo y al niño. Más allá de la familia, el sello de la amistad quedará impreso en sus corazones.

Gracias, ancianos, por ser nuestros abuelos. Hoy estaréis en otro jardín, el cielo, donde ya disfrutaréis de una vida plena y gozosa en la eternidad.

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