
Vivir es un reto apasionante. El ser humano no sólo existe
como otros tantos seres en la naturaleza. La consciencia de nuestro yo nos hace
dar un paso más allá: no somos algo, somos alguien
especial e irrepetible. Ese plus de la consciencia nos hace ser personas muy
diferentes, con un potencial enorme capaz de crear, amar, soñar y arriesgarnos
por algo o alguien a quien queremos. Tenemos la información genética para
convertirnos en auténticos héroes de nuestra existencia. Somos capaces de vivir
la vida con auténtica pasión. Todo lo que nos rodea puede llegar a ser una
experiencia intensa, desde la belleza de un paisaje hasta un nuevo propósito o
una nueva relación. Si sabemos extraer el jugo a lo que vivimos, todo será
crecimiento, aprendizaje y descubrimiento que nos llevará a un mayor gozo y
alegría.
Para ello es necesario integrar la realidad cotidiana: desde
fracasos, rupturas, sufrimiento hasta logros, éxitos y errores. Es decir, hemos
de asumir que somos vulnerables, pero también con la capacidad de mirar muy
alto, más allá de nosotros mismos. Si sabemos trascender nuestros propios
límites y nuestros condicionamientos e hipotecas, llegaremos a fortalecer la
esencia pura de nuestra existencia.
Tenemos dentro una capacidad racional, de autoanálisis, para
no dejarnos atrapar por emociones o sentimientos que nos quitan la lucidez para
actuar según lo que somos: hombres y mujeres protagonistas de nuestra historia.
Sí, con límites y agujeros, pero también artífices de auténticas hazañas:
llegaremos tan lejos como queramos llegar.
Tenemos un potencial sagrado capaz de convertir nuestra vida
en un milagro. Estamos llamados a recrear y ajardinar el mundo,
embelleciéndolo. Somos parte de una historia que va más allá de nosotros
mismos. Somos fruto del amor y esa realidad espiritual y energética nos hace
ser constructores de algo nuevo. Surcamos los cielos de nuestra existencia en
busca de nuevas aventuras.
Heridas que destruyen
Pero ¿qué ocurre cuando nos quedamos encallados, atrapados
en situaciones que ahogan ese anhelo de vivir con pasión nuestra existencia?
¿Qué ocurre cuando pasamos de la fe a la destrucción? ¿Por qué a veces pasamos
de una vida plena a una vida mediocre, del amor al odio y al resentimiento, de
la cordialidad a la crítica destructiva, de un sano realismo a un pesimismo
enfermizo? Del coraje pasamos al miedo, de la ternura a la agresión, de la paz interior
a la violencia verbal y a un enfado permanente. Y, sobre todo, dejamos de tener
un propósito vital y caemos en el vacío más profundo que lentamente va
desintegrando la esencia de nuestro ser. La rabia acumulada se convierte en un
arma letal que nos volatiliza por dentro. Somos como animales heridos que
necesitamos desgarrar y aplastar, volcanes en erupción siempre escupiendo
fuego; potros salvajes pegando coces…
Un animal herido sangra hasta debilitarse, pero se nutre de
la fuerza del resentimiento, que le hace mantenerse. ¡Cuánta energía
desperdiciada en dañar y autodañarse!
Las personas así heridas emprenden una huida hacia adelante,
hasta llegar a la pérdida de su identidad, hasta la propia locura. Como los
animales heridos, son incapaces de mirar, de discernir, de rezar y reflexionar.
¿Qué hacer cuando esta actitud existencial y psicológica se convierte en una
patología? ¿Qué hacer con estas personas tan heridas, tan rotas, tan
descoyuntadas? ¿Quién las hirió de esta manera?
La importancia de abrirse
Todos sufrimos golpes en la vida, pero no todos reaccionamos
igual. Ante una misma circunstancia dolorosa, hay quienes se hunden y hay
quienes se sobreponen y salen adelante. Otros tardan más en reaccionar, o
necesitan tiempo para ir asimilando la experiencia y extraer de ella una
enseñanza, o más fortaleza. No hay dos personas iguales. Pero ciertas actitudes
contribuyen a ahondar la herida, mientras que otras ayudan a sanarla.
Sanar a una persona herida no es fácil, porque muchas veces
se cierra en sí misma y rechaza ayuda. Se resiste a cambiar y no quiere
arriesgarse. Aunque pida ayuda, en realidad lo que quiere es reafirmarse en su
posición y que los demás le presten atención y la escuchen. Pero no quiere
salir del hoyo. Y busca mil razones para justificar su actitud y su forma de
ser.
El primer paso para la sanación, creo, lo ha de dar la misma
persona dañada. Es importante que vea la necesidad de abrirse a los demás —y de
abrirse a Dios—. No para que se limiten a regalarle el oído, sino para que
puedan ayudarla a salir de una situación que no la hace feliz y le impide
crecer. La persona herida ha de tener el valor para curarse, y las curas
duelen. Deberá renunciar a algunas seguridades e ideas, quizás. Deberá salir de
su zona de confort, porque a veces el dolor y la oscuridad también son guaridas
confortables. Si se ha instalado en la rabia o en la tristeza, necesitará
coraje para salir de ellas.
Cuando una persona se abre, igual que una casa oscura y
cerrada, la luz poco a poco va penetrando en su interior e iluminando todos los
rincones. Quizás se asuste al ver tanto caos, tanto miedo… pero es el primer
paso para sanarse y dejar que su vida cambie.
¿Qué podemos hacer?
¿Qué podemos hacer los demás? Generar ese ambiente de
confianza, de acogida y de respeto, necesario para que la otra persona pueda
abrirse. Quizás al principio no podremos hacer mucho; simplemente estar ahí,
respetarla y amarla aunque sea a distancia. Tratarla con extrema suavidad y
mucho tacto. Los que tratan animales heridos saben cuánto cuesta acercarse a
ellos, y cuánta delicadeza hace falta para que recuperen la confianza. También
hace falta paciencia y tiempo.
Y lo que siempre podemos hacer por estas personas heridas es
rezar. La oración es mucho más eficaz de lo que creemos. Quizás no veamos
resultados inmediatos, pero si aquella persona ocupa un lugar en nuestro corazón,
ofrezcámosla a Dios. Pidamos al Padre amoroso que cuide de ella, que la
proteja. Santa Mónica nunca se cansó de rezar por su hijo, que andaba perdido
entre filosofías y vanidades intelectuales… Finalmente Agustín se convirtió al
cristianismo, ¡y qué gran cristiano fue!
Cuando estemos ante una persona iracunda, enfadada
existencialmente, amargada o conflictiva, mirémosla con ternura y comprensión.
Mirémosla con ojos de Dios, como una madre. Quizás descubramos las claves de su
enojo o de su postura. Y podremos atisbar cómo tratarla para ayudarla, si está
en nuestras manos. También hemos de ser humildes y aceptar que no siempre
podremos ayudar. Cada alma encierra misterios enormes, que sólo conoce Dios, y
hemos de respetarlos. Pero, como decía san Juan de la Cruz, hay un remedio que
pocas veces falla: «Donde falte amor, por amor… y sacarás amor». Amar, y saber
cómo amar, es la mejor terapia.