domingo, 31 de julio de 2022
El jardinero de Dios
domingo, 24 de julio de 2022
Vivir es volar hacia la plenitud
Un retiro necesario
Como cada verano, procuro hacer un paréntesis en mi
ajetreado trabajo. Me gusta parar y cambiar de ritmo. Durante todo el curso
estoy enfocado a realizar mis tareas con esmero intentando sacar el máximo
fruto, dedicando mi tiempo a servir a los demás. Así como cada día procuro
tener un espacio para la oración y el cultivo espiritual, en este tiempo
estival hago lo posible para retirarme, meditar, caminar y pasar más horas de
soledad y silencio, profundizando en mi propia vocación. Pues es necesario no
perder nunca el rumbo y el sentido último de la llamada.
Por eso a veces es importante, no sólo tener horas para
saborear el silencio, sino unos días enteros para dejarte envolver por esa
misteriosa presencia de un Dios que desea la plenitud del hombre. Te das cuenta
de que estás hambriento de silencio y necesitas sumergirte en la suavidad, ir a
otro ritmo, más despacio. Cuando te instalas en el silencio la percepción se
agudiza y captas a tu alrededor matices de la realidad muy diferentes. Has
dejado atrás la prisa, el reloj y la agenda, la aceleración mental y el estrés
que disminuyen los sentidos. Todo adquiere un tono y un color diverso: los
paisajes que contemplas se despliegan en mil tonos variados con sus infinitas
gamas de verde y tierra.
El silencio ayuda a profundizar en la belleza del entorno,
pero también en la belleza del corazón humano y sus anhelos. Aquietar el ruido
es abrir las puertas para ir penetrando en tu castillo interior, ahí donde te
lo juegas todo, allí donde reside tu identidad.
Tener unos días de reencuentro contigo mismo y con lo que da
sentido a tu vida es crucial. Es hacer un alto en el camino, ponerte en dique
seco y reparar las grietas y desperfectos del alma, sus huecos y vacíos. Dios
es el carpintero del barco de tu vida, y necesita tiempo, también, para
restaurar las heridas y restablecer las piezas rotas, para recuperar el tono e
iniciar el camino de nuevo. Ya regenerado, puedes volver a tu misión de
evangelización con paz, pasión y lucidez.
Un retiro es tiempo para dejarte moldear según aquello que,
en el fondo, deseas: estar junto a tu Creador. Es dejar que el jardín de tu
alma florezca y dé el máximo fruto. Hay que atreverse a volar por la inmensidad
del corazón de Dios.
Sobrevolando el Montsec
Uno de estos días, tuve la ocasión de subir por la carretera
serpenteante que lleva a la cumbre del Montsec. Desde esta montaña prepirenaica
se divisa el valle de Áger y buena parte del llano de Lérida, desde la comarca
de la Noguera. Cuando llegué a lo alto de la montaña caminé hacia una explanada
que moría en el abismo. Allí había un grupo de jóvenes con sus parapentes,
dispuestos a lanzarse al vacío. Me quedé observándolos y vi que intentaban
aprovechar las corrientes de aire, tensando las cuerdas del parapente, para
elevar la enorme tela que les sirve para suspenderse en el vacío. Y vi que se
necesitan tres cosas para culminar el vuelo. Por un lado, conocer la técnica y
el manejo de las cuerdas, así como conocer con absoluta certeza la dirección de
la corriente del aire. La segunda, tener arrojo para lanzarse corriendo hacia
el precipicio y deslizarse por los cielos. Es decir, valentía, seguridad,
confianza en sí. Y la tercera, la más lúdica, es atreverse a jugar con el
viento, con las emociones intensas y el riesgo. Los que practican deportes de
aventura hablan de un profundo sentimiento de libertad. Se dejan mecer por el
aire y pierden el miedo. Una vez lo tienen todo controlado, disfrutan. Una
diminuta persona, suspendida en el aire, vive la grandeza de una experiencia
indescriptible. Para muchos es una locura, pero ellos lo viven como algo sublime: el pequeño hombre superándose a sí mismo,
rozando la infinitud, es capaz de grandes gestas. Para quienes contemplamos, es
un gozo visual.
Cuando vi que se iban alejando, convertidos en pájaros que
surcan las alturas, pensé que todos los seres humanos, en el fondo, anhelamos
rozar la trascendencia, volar alto y superar nuestras limitaciones.
Observé que, entre los voladores, uno de ellos era capaz de
manejar bien las cuerdas y controlar el viento, manteniendo su lona en alto
durante mucho tiempo, pero no se movía. Lo tenía todo: técnica, formación,
conocimiento y el viento a su favor, pero le costaba decidirse, y permanecía
plantado e inmóvil.
Finalmente, seguí mi camino por el monte y, cuando volví, la
explanada estaba desierta: todos volaron. Todos tuvieron el coraje de saltar y,
junto con sus compañeros, convertirse en dueños del viento, fundiéndose en el
paisaje.
De regreso, pensé que saber vivir, como volar, tampoco está
exento de riesgos. Pide atención y conocimiento, destreza y control de la
situación, pero también asumir riesgos. En el fondo, vivir de manera plena
implica una elección libre, entre vivir de verdad o sumergirte en una burbuja
donde sentirte protegido, pero encerrado. Cuántos, por miedo a conocerse a sí
mismos, no saben lanzarse desde la rampa de su corazón, porque les falta el
valor para verse como son, incluso arriesgándose en sus decisiones. Muchos no
saben ni siquiera quiénes son y qué anhela su corazón. Se quedan quietos, les
da vértigo lanzarse al vacío, tienen miedo, están inseguros y esto los lleva a
la parálisis.
Vivir en plenitud es como volar: no es dejarse llevar por el viento, sino aprovecharlo en tu favor. Con las cuerdas bien tensas, que son los valores que nos orientan y nos mantienen a flote. Unos valores firmes nos permiten navegar sin perder el rumbo. Sabiendo despegar y soltar lastre, que es correr el riesgo de perder... En ese momento, no caes, sino que el viento te eleva. Así sucede también en la vida interior: cuando lo das todo, arrojándote al vacío, Dios te sostiene en sus alas y te eleva.
domingo, 17 de julio de 2022
La enfermedad de la prisa
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En el jardín de un monasterio |
Estamos lanzados a la cultura de lo inmediato, del frenesí, del ahora y ya. Nuestra sociedad se sumerge en la velocidad: hacer y hacer es lo más importante. El culto a la actividad centra nuestra vida, causando y provocando un cansancio psicológico y físico. Todo se precipita y nos lleva a divorciarnos de nosotros mismos. Nos alejamos de la naturaleza del ser para caer en el culto a nuestra obra e imagen. Cuando no hacemos algo parece que no somos nada.
Si no somos capaces de parar nuestro reloj interior, vamos a
la deriva y perderemos nuestra identidad, es decir, lo que somos. La velocidad
vertiginosa en que vivimos nos lleva a la fragmentación del ser, y cuando esto
ocurre nos desubicamos existencialmente. Hemos perdido la brújula que nos
indica hacia dónde tenemos que dirigir nuestros anhelos.
Sin orientación estamos perdidos. Sin valores que marquen
nuestra trayectoria caeremos en el abismo o viviremos corriendo siempre,
intentando ganar tiempo para hacer más y más. Todo está orientado a multiplicar
nuestras actividades, hasta llegar a la extenuación y el agotamiento. El ser
humano no es una máquina rentable de producción.
Plantear nuestro ritmo acelerado, algo que casi nunca
hacemos, se hace necesario para reenfocar el rumbo de nuestra vida. Aunque no
lo parezca, la velocidad puede ser adictiva: necesitamos hacer muchas cosas y
con la máxima rapidez. Nos hemos acostumbrado a ir siempre corriendo porque
ciframos nuestra valía y capacidad en el trabajo para ser alguien ante la
gente. Creemos que cuanto más hacemos, mejor aprovechamos el tiempo, y tenemos
miedo de que se nos escape. Así, lo estiramos como si fuera un chicle.
Pero nuestro cerebro no está concebido para hacer varias
cosas simultáneas de forma consciente. Cuando en el ordenador tenemos muchas
ventanas abiertas, llega un momento en que se bloquea y necesita un reseteo. De
la misma manera, cuando nos desplazamos en un vehículo a alta velocidad,
nuestra retina no puede captar todas las imágenes del paisaje que vemos. A esa
velocidad le es imposible retenerlas. Lo mismo ocurre cuando tenemos la agenda
llena y vamos corriendo de una tarea a otra. Hoy, en ciertas empresas, la
tecnología obliga a mantener un ritmo tan alto que lleva al trabajador a un
profundo estrés laboral, como ya indican algunos psicólogos. Algo hemos de
hacer para sanar esta patología social. Entre no hacer nada y vivir estresados hay
un término medio: dar el valor justo al trabajo y, en lo que se pueda,
desligarlo de la obsesión por ganar al precio que sea.
Trabajar de otra manera
Un primer paso es plantearte si lo que haces tiene que ver
con tu propósito vital. Ese empleo, ¿te realiza? ¿Añade valor a tu vida? Es
evidente que el dinero es necesario, y muchas veces el trabajo es el único
medio para conseguirlo. También es verdad que muchas veces no podemos elegir la
ocupación que nos gustaría. Pero es importante que lo que hagas te lleve a
sentirte bien y añada felicidad a tu vida.
Una vez estés haciendo lo que quieres, plantéate muy en
serio cómo hacerlo de manera serena y ordenada, con una buena agenda, sabiendo
priorizar lo más importante y a un ritmo adecuado que te permita saborear y
disfrutar de lo que haces. Esta sería la clave del rendimiento: no trabajar
más, sino mejor. Aquello que hagas, hazlo con la máxima atención, poniendo todo
tu esmero. Con la prisa no es posible hacer las cosas bien, y no siempre se
rinde más. Si puedes pautar un ritmo adecuado puedes llegar a ser más
productivo, sin la sensación de ir corriendo siempre. Se pierde el tiempo tanto
cuando no haces nada como cuando lo quieres estirar hasta el punto de apurarte.
Aquel dicho: «vísteme despacio, que tengo prisa», encierra una gran verdad.
Igual que la fábula de la liebre y la tortuga: la lentitud constante y sin
pausa de la última ganó la carrera.
Pero, más allá de todas estas apreciaciones, pienso que esta
adicción a la prisa revela algo más profundo. ¿Qué valores tenemos? ¿Cómo
concebimos la vida? ¿Cómo estamos con nosotros mismos? ¿Y con los demás? ¿Cuál
es nuestra referencia ética y en qué modelos nos proyectamos? ¿En qué creemos?
¿Cómo cultivamos nuestra dimensión religiosa? Finalmente: ¿hemos descubierto el
sentido último de la vida? ¿El más allá?
Todo esto forma parte de nuestra realidad existencial, que
tiene que ver con nuestros anhelos más profundos y con la meta que deseamos
alcanzar. Pero una cosa es necesaria: replantearse los propios fundamentos,
nuestra visión de la realidad. Para esto es urgente evitar ciertas influencias
sociales que nos llevan a donde quizás no queremos ir.
Sumergirse en el silencio
Sumérgete en lo más profundo de tu yo, sin miedo, y conecta
con lo primigenio de tu ser para nadar hacia el misterio de tu esencia. Ese misterio donde te encuentras con el Creador. Haz una
tregua contigo mismo. Deja de exigirte más. Acalla el ruido, frena la velocidad
y esta carrera hacia el abismo.
Sólo desde el silencio podrás retomar las riendas del tiempo
y dominar la prisa. En el silencio Dios llena tu vacío. Tomar sorbos de silencio en un mundo que nos empuja hacia
la nada, en medio de un ruido ensordecedor, es la mejor manera de reparar tus
heridas internas y cohesionar tu vida. El silencio asusta, porque nos pone ante
el espejo y nos vemos a nosotros mismos, quizás como no esperamos, y nos da
vértigo. Pero en el silencio encontraremos nuestro pálpito vital. En la lucha diaria, el silencio
será un bálsamo, una brisa en medio de nuestros quehaceres. Hemos de ser
capaces de parar, meditar, acallar nuestro ruido interior y
reencontrarnos con nuestra esencia, que tiene que ver con nuestra propia
vocación y nuestra forma de estar en el mundo, con nosotros mismos y con los
demás.
El silencio es una catapulta que nos lanza a surcar nuevos
horizontes y a descubrir la belleza que hay en nuestro corazón. Será entonces
cuando en medio de la guerra encontraremos momentos de plenitud. Será entonces
cuando la prisa se transforme en una danza, un deslizarse con suavidad por el
escenario de nuestra vida.
Será entonces cuando pasaremos del vértigo mortal a las
aguas vivas del alma que crece.
sábado, 2 de julio de 2022
La amistad, un tesoro
Pero, siendo todo esto muy importante, lo que nos completa
como seres humanos es la amistad. A lo largo de la vida conoces a muchas
gentes, pero no todas aquellas que conoces llegan a ser amigos tuyos. Cultivar la
amistad con ellos es necesario para mantener los vínculos y vivir una bonita
experiencia con aquellos que te aprecian y con los que sintonizas. La elección
no siempre es fácil y en algún caso se producen desilusiones. Es verdad que no
se puede tener muchos amigos, pero aquellos que tengas, cuídalos siempre.
El libro del Sirácida, en la Biblia, dice que quien tiene un
amigo tiene un tesoro. Cuánto alegra compartir con tus amigos los episodios más
importantes de tu vida. El amigo es un oasis en pleno desierto, una brisa de
primavera y el sostén ante las dificultades; la mano firme donde puedes
agarrarte, la luz en la noche oscura. Tener un amigo es como un amanecer que
ensancha el corazón y te abre los pulmones para respirar con plenitud.
Ayer me encontré con un matrimonio amigo de Badalona,
después de más de doce años sin verlos. Apenas me abrazaron, sentí que la
amistad que me une con ellos se encendía, latiendo con fuerza.
Los conocí cuando fui rector de la parroquia de San Pablo.
En aquellos años organizamos muchas actividades y eventos pastorales, y ellos
siempre fueron grandes colaboradores. También tuve la alegría de acompañarlos
en sus bodas de plata, una celebración muy emotiva y entrañable.
Son un matrimonio fuerte y cohesionado, que se ha mantenido
fiel en el tiempo. Antonio es bondadoso y alegre, serio en su trabajo, valora
mucho a sus amigos y sabe sacarle el jugo a la vida. Estar en su compañía es
gratificante, porque en los momentos más difíciles hace gala de su ingenio y buen
humor; sus chistes ayudan a suavizar la tensión, creando un ambiente más
calmado y relajado.
Lourdes es una mujer cálida y firme, con criterios muy
claros. Pilar de su casa, diligente y hogareña, su aguda inteligencia le
permite gestionar los asuntos cotidianos con gran intuición femenina. Siempre
sabe estar donde le toca. Es abierta y acogedora y cuida a sus amistades.
Humildes y trabajadores, Antonio y Lourdes valoran la vida y
la familia por encima de todo. Tenerlos como amigos es un regalo y una
bendición. Son dos personas luchadoras, que han sabido superar momentos muy
difíciles, construyendo una sólida familia a lo largo de 40 años. Soy testigo
de ello. Encontrarme con ellos ha supuesto una gran alegría para mí, sintiendo
ese calor que no ha disminuido con el paso del tiempo. Durante nuestra
conversación, sentados bajo la morera del patio parroquial, se sucedieron los
recuerdos y revivimos muchos momentos que compartimos en el pasado.
Fue un hermoso reencuentro; nos dimos cuenta de que, a pesar
del tiempo transcurrido, la amistad seguía muy viva en nuestro corazón.