Sentir la creación es detenerse para bucear en las aguas de la belleza. Admirarla es fundirse en ella: respiras, y te sientes vivo en su abrazo.
En mis paseos matinales, avanzo como un nadador en un océano de maravillas. En
otoño, al salir a caminar, el mundo aún está sumido en la penumbra. Las farolas
permanecen encendidas, y su luz impide distinguir las estrellas en el cielo.
Los coches, que ya comienzan a circular, con el roce de sus ruedas sobre el
asfalto y el brillo de sus faros, parecen robarle a la noche algo de su magia y
misterio.
Sigo caminando, flanqueado por luces que parecen antorchas
encendidas, señalándome el camino en la penumbra hacia el estallido de luz y
color que me espera. A menudo, me encuentro completamente solo, y esa soledad
intensifica la experiencia.
En la playa, contemplo cómo cada amanecer es una obra nueva,
distinta, trazada por la mano del Creador. Sus pinceladas me ofrecen una vista
que ninguna imaginación humana podría replicar. Absorto ante el espectáculo de
un nuevo día en ciernes, pienso: ¡Qué regalo tan inagotable! Tanta belleza
abundante, y nosotros, en la cúspide de esta creación amorosa. Dios nos ha
brindado el mundo como el mejor de los hogares, un don especial. Por eso,
debemos aprender a cuidarlo y preservarlo.
Ojalá pudiéramos descubrir en la naturaleza el amor de Dios hacia su criatura. Sumergirnos en el silencio y la calma de la mañana nos hace sentir vivos, recordándonos que la vida cobra sentido cuando saboreamos el pulso de un nuevo día, uno más, entregado para que valoremos lo que tenemos y lo que somos. Solo así podremos vivir en plenitud, agradeciendo y amando todo lo creado, y muy especialmente al ser humano, reflejo de Dios.
La hermosura que contemplo cada mañana palidece ante el insondable misterio del hombre, consciente de sí mismo y de su Creador. Esa es la diferencia con el cosmos, que carece de consciencia. El hombre, en cambio, sí la tiene, y se estremece cuando sus ojos se recrean ante tanta belleza.