lunes, 16 de enero de 2012

Tengo un sueño

Cierro los ojos. Dejo que las alas de mi pensamiento surquen las alturas que toda alma humana desea alcanzar. ¿Puede concebirse el hombre sin ese deseo innato de soñar?
Buscamos respuestas a tantas y tantas preguntas que la realidad nos plantea. Más allá de lo visible, cerrar los ojos nos lleva lejos del hoy para proyectarnos hacia el futuro desde nuestro presente, sin que el tiempo ni el espacio condicionen la grandeza del sueño.
Aunque pueda parecer que soñar es de ilusos, es un hecho antropológico que no se puede vivir sin esperanzas ni anhelos. Por eso hemos de tener la osadía de soñar sin que nada ni nadie pueda impedir que, durante unos instantes, nos abandonemos y nos lancemos hacia el cielo de las posibilidades. Volar y dejarse mecer es vivir con la certeza de que podemos llegar a surcar cielos más hermosos de lo que nunca imaginamos si nos atrevemos a soñar aquello que tanto deseamos. Solo a partir de un sueño podremos hacer realidad lo que más anhela nuestro corazón.
Para ello hay que dar un primer paso, sin miedo al vértigo de experimentar nuevas sensaciones, que acompañan experiencias sublimes hasta que logramos hacer real aquello que soñamos. ¡Soñar no cuesta nada! Yo diría que forma parte de esos ratos en los que nos conectamos con la trascendencia, cuando cerramos los ojos y nos ponemos en actitud de oración, dejando que el Espíritu de Dios nos dé el impulso necesario para superar toda fuerza de gravedad —de inercia, de temor— que nos impide subir bien alto. Necesitamos un primer empuje, un impulso para que el viento, con su fuerza, nos eleve hasta el sueño más alto, con la confianza de que volveremos a quedar de pie; sin miedo a las turbulencias de la inseguridad, como Pedro, que temía ahogarse al caminar sobre las olas; sin temor a chocar con los montes o a caer en el abismo.
Seremos capaces de hacerlo posible cuando Dios es quien nos pide que no pongamos freno a nuestros sueños y que confiemos en Él. Entonces, os aseguro que todo aquello que soñamos será el preludio de una nueva realidad, que viviremos bien despiertos. A veces no habrá que volar tanto hacia arriba, sino sumergirse en lo más profundo del corazón para descubrir realmente qué es lo que tanto deseamos, cuál es nuestra esperanza, qué queremos culminar. La misma realidad que vivimos comenzó siendo un sueño.
Una tarde, paseando por la Vila Olímpica, divisé la puesta de sol. La luz declinaba en medio de un estallido multicolor en el cielo. El sol encendía las nubes, antes grises y densas, ahora luminosas como brasas. Cerré los ojos y, al abrigo de un copudo árbol, arrullado por la brisa, me dejé llevar por un perfume de trascendencia, que me hizo saltar en el tiempo y el espacio. En la luz de aquella tarde otoñal, que iba apagándose lentamente, soñé.
¿Qué soñé, en aquel instante tan denso, tan largo?
Soñé que, como pastor de dos comunidades, lograba crear un grupo de cristianos, auténticos y apasionados seguidores de Jesús. Soñé que la serenidad de esa tarde invadía a todos los que forman parte de estas parroquias. Soñé que, por fin, como aquellas nubes prendidas por el sol, sus corazones se encendían y vibraban al unísono. Soñé que el sentido de pertenencia a la parroquia se convertía en una adhesión viva a Cristo. Soñé que las parroquias crecían, no solo en número, sino en espiritualidad y compromiso. Soñé en un estado de alegría contagiosa, en una hermosa fraternidad. Soñé que nada impedía la comunión gozosa en Cristo. Soñé que cada uno de los feligreses era un testimonio vivo, radiante, capaz de encender el corazón de todo aquel que se le acercara. Soñé que las eucaristías se convertían en auténticas experiencias de cielo con Cristo sacramentado, sentido pleno de nuestra identidad cristiana. Soñé que cada parroquia se convertía en una inmensa bandera de esperanza que aleteaba con el soplo del Espíritu Santo. Soñé que las diferencias entre unos y otros no eran causa de distanciamiento, sino una riqueza a explorar. Soñé que todos formábamos un gran tapiz de realidades entretejidas y multicolores.
Soñé que teníamos un único Amor, que un día nos enamorábamos de Él y, por Él, todos nos reuníamos allí, juntos, viviendo una gran experiencia de cielo y con una misión metahistórica, adelantándonos al tiempo, como si ya estuviéramos resucitados.
Soñé que el gozo nos invadía, que el Amor de nuestra vida había logrado hacer el milagro de estar juntos, dejándonos mirar por Él y respondiendo a su invitación de seguirle. Soñé que, partiendo todos de diferentes historias, convergíamos en una sola historia y caminábamos hacia el mismo fin.
Soñé que allí, en el templo físico, la comunidad se extendía, creando verdaderos lazos de fraternidad unos con otros. Soñé que el amor superaba los defectos, que antes eran causa de malestar, allanando los límites y sacando lo mejor de cada uno para ofrecerlo a los demás.
Soñé que todos soñábamos y elevábamos el espíritu hacia nuestra meta: y es que, cuando ya saboreamos la eternidad, nos damos cuenta de que estamos hechos para el amor y que nuestro fin es volver con Aquel que nos ha creado y amado.
Sueño con un proyecto pastoral dinámico y entusiasta, creativo, fraternal y solidario. Con una clara misión: llevar la buena nueva de un Dios amor, que se encarna en Jesús, como motor que nos lanza a salir de nosotros mismos y, sobre todo, a salir al encuentro de los demás. La comunión ha de ser un signo distintivo de nuestra identidad, así como la apertura a otras realidades eclesiales y pastorales. Sueño con unas comunidades testimoniales. La autenticidad es el último revulsivo que puede interpelar a tantos y tantos que buscan una respuesta válida capaz de cambiarles el corazón. Solo así podremos llevar a cabo este asombroso y gran proyecto de ayudarles a descubrir la auténtica razón de sus vidas.
La experiencia religiosa no es otra cosa que vivir, muy de cerca, la presencia de Dios. Una comunidad bien enraizada en Cristo, en el más allá, puede traer el cielo al más acá, participando ya en la tierra de una realidad que nos sobrepasa.
Esta realidad nos hace participar de la misma naturaleza de Dios, que es el alma. Por eso anhelamos, buscamos y deseamos abrazar al que nos ha creado con un único motivo: amarnos.
Por eso, tarde o temprano, sé que mi sueño se hará realidad. Todos hemos quedado prendados del gran arrebato de su amor. Él nos saca de nuestras miserias, su fuego deshiela el alma más dura, penetrando hasta el último resquicio del corazón que se resiste. Cuando se vive así, uno queda desconcertado y a la vez sobrecogido de tanto derroche de amor. Esta es la locura de Dios: no ceja hasta conquistarnos, como lo hizo con san Agustín.
Mi amigo César me preguntó, ¿qué miras con los ojos cerrados? Le respondí que soñaba. Tan solo fueron unos minutos que me supieron a eternidad. Cuando abrí los ojos, el sol había desaparecido tras las nubes oscuras, que amenazaban un cambio de tiempo. El frío se despertaba e iniciamos el camino de regreso.
Me pregunté si sería capaz de hacer posible este sueño y me dije: sí, estoy dispuesto, porque para Dios no hay nada imposible. Cuando dejas que sea él quien protagonice tu sueño, solo él podrá hacerlo realidad.
Poco a poco, las farolas de la calle se fueron encendiendo. Alcé la cabeza y vi la puerta de la parroquia de San Félix, el lugar donde culminé la jornada con una preciosa eucaristía. Mi gran sueño estaba allí, en mis manos, cuando consagraba. Di gracias a Dios por tanto don inmerecido. No se puede soñar sin esperanza y no se puede tener esperanza sin certeza. Y la tenemos. La gran certeza de que Dios anida en nuestro corazón.

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