domingo, 15 de septiembre de 2013

El latido de un amanecer

Tras la noche sosegada, durmiendo abandonado en el silencio, que restituye todo mi ser, amanece un nuevo día. Me dirijo a paso suave y rítmico hacia el lugar del milagro, a orillas del mar, donde el sol, majestuoso, aparece en el horizonte. Sus destellos van bañando el mar y su luz aleja la noche, en medio de una claridad rosada, de fuego.

En la ciudad, todavía se ve a poca gente, caminando hacia su trabajo, o a algunos deportistas que hacen footing. No se detienen a contemplar este hermoso regalo matinal.

En pocos minutos se obra el prodigio. El sol, cada vez más intenso, asciende sobre el mar como un auténtico señor del día. El color rojo se hace dorado y su brillo ilumina la playa y la ciudad. Es otro parto de la naturaleza. Sin ese saludo, sin ese color, sin esa luz, la vida no podría existir sobre la tierra. Dependemos absolutamente del sol, ¡y qué poco conscientes somos de que la justa distancia, y la inclinación precisa de la Tierra, han hecho posible la vida en nuestro planeta!

Nuestros ancestros sabían la importancia del sol, hasta llegar a idolatrarlo como Señor de la Vida. Hoy, en cambio, vivimos a un ritmo tan acelerado que nos hemos vuelto miopes. No sabemos ver la grandeza de los acontecimientos de la naturaleza. El progreso técnico y científico nos está apartando de nuestro medio natural. Hace unos pocos miles de años dormíamos en abrigos, al aire libre, íbamos descalzos y nos acostábamos siguiendo el ritmo solar. El silencio acelerado del progreso nos está haciendo más vulnerables, más inseguros. Aunque creamos que con la razón llegaremos a descubrir todos los secretos de la vida estamos lanzados a un futuro incierto. La soberbia intelectual nos está alejando de nuestras raíces. Ya no hablo de las raíces culturales, ideológicas, familiares, ni siquiera de las geográficas. Hablo de la tierra, la naturaleza, el agua, el sol, el aire. Las raíces de la Creación, en la que Dios nos ha hecho existir.

Negar esto es mutilar una parte de nosotros. Somos cuerpos limitados que necesitamos de nuestra hermana la tierra, como decía san Francisco de Asís. Somos contingentes, pequeños y vulnerables. El orgullo de no respetar nuestros propios ritmos biológicos hará que un día no sepamos quiénes somos. No olvidemos que somos materia, como la tierra. Cada vez que la pisamos ella nos sostiene, somos parte de ella. Necesitamos su contacto, como también la luz del sol, el agua y el aire. Reconociendo esto, humildes y agradecidos, podremos saborear y disfrutar mejor de la vida. Nos sentiremos más vivos que nunca y cada nuevo día tendrá sentido. Cuando el sol bosteza ante el nuevo día cada persona ha de ser consciente de que la potencia de esos primeros rayos que iluminan el mar se convierte en luz que también alumbra su existencia y la de quienes están a su alrededor.  

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