domingo, 13 de julio de 2014

Anclado en la soledad

Cruzó el charco hace doce años. De manos habilidosas y creativo, antes del boom informático trabajó como técnico reparador de máquinas de escribir. Hábil en su desempeño, de talante amable y con facilidad para las relaciones sociales, se fue labrando un camino en su país y logró reunir un pequeño capital. Pero todo esto se volatilizó cuando la informática desbancó las máquinas de escribir y perdió su trabajo. Los bancos de su país hicieron un “corralito” y se quedó sin nada: sus sueños, sus metas y la alegría se desvanecieron con sus ahorros.  Acostumbrado a disfrutar de una buena posición económica, no se había preparado para los cambios tecnológicos y la revolución de Internet, y se quedó al margen en su proyección laboral. Desde entonces comenzó un doloroso declive, un largo vía crucis que ha durado hasta hoy.

Sin empleo y sin dinero, sin horizontes de futuro, se ha ido arrastrando con una fractura interna que le ha impedido sobreponerse y le ha hecho caer en una situación de casi indigencia.

Las relaciones con su familia siempre fueron difíciles. Su madre murió cuando era niño y su madrastra no lo trató bien. Con seis años, empezó a ir de casa en casa, con diversos familiares, porque en el hogar de sus padres molestaba. Por parte de sus hermanos recibió un trato agresivo, incluso violento, en algunas ocasiones. De adulto, tampoco llegó a casarse ni a formar una familia.

Cuando se quedó solo, sin dinero y sin trabajo, un sobrino suyo le buscó empleo en un carguero. Pasó cinco años en el barco, siguiendo la ruta del Pacífico y navegando de costa a costa, transportando fruta a países como Japón, China y Estados Unidos. Cinco años navegando, quizás deseando que el mar se tragara sus angustias. A veces pasaba más de un mes sin anclar en puerto. Al principio le costó habituarse a la vida mar adentro, sobre todo cuando soplaban fuertes vientos y se agitaba el oleaje. Llegó a ser ayudante del timonel y ocupaba su lugar al timón en los días de mar calma. 

Cuando atracaban en puerto, se dejaba tragar por la vorágine de una sociedad consumista, sobre todo en Estados Unidos y Japón. La frivolidad y la diversión fácil lo dejaban extenuado; él buscaba cómo ahogar sus penas y su soledad. Aquellos intervalos de frenesí lo anestesiaban emocionalmente, pero no conseguían calmar su angustia. De nuevo lanzado a la soledad del mar, volvía a navegar. Hasta que se le hizo insoportable vivir lejos de tierra firme, constantemente zarandeado por las olas.

Aunque le pagaban poco, logró reunir algunos ahorros que le permitieron, una vez que dejó el barco, terminar la carrera de Derecho en horario nocturno. Combinaba sus estudios con algunos trabajos temporales, pero seguía sin rumbo, mientras su país se hundía en una crisis económica y política: revueltas estudiantiles, conflictos sociales, abusos de poder… Volvió a sentir una inseguridad enorme y decidió tomar otro rumbo, esta vez no hacia Oriente, sino hacia Europa. Y, concretamente, a España.

Inició otra travesía que sería tan dura como nunca pudo imaginar. En Europa se convirtió en una persona sin documentación que le permitiera desplazarse libremente de un sitio a otro. Tenía ya 60 años y un profundo desarraigo de su país, de su cultura y de su propia identidad. El paro y las dificultades para encontrar trabajo embistieron contra él como las olas del Pacífico cuando navegaba en el carguero. Aquí volvió a sentir otro tipo de soledad, quizás más angustiosa, por estar lejos de sus raíces, en un país que al cabo de unos años también se sumió en una profunda crisis.

Finalmente, encontró empleo en la recogida de la fruta, en Murcia. Pero al poco tiempo sufrió un ataque de corazón mientras trabajaba en la huerta. Se desplomó en el suelo y tuvieron que hospitalizarlo. Empezaba a rendirse, solo y abatido; iniciaba otra etapa de su vía crucis, marcada por la enfermedad coronaria que iría debilitando su vitalidad.

Un sobrino suyo, que estaba en Barcelona, lo llamó para vivir con él. Aquí encontró alojamiento en casa de otros familiares. Tenía un techo y una mesa, pero continuaba sin encontrar trabajo fijo y algo que diera aliciente a sus días. Se refugió en la lectura, de periódicos y de libros que le daban o tomaba prestados. Y en su gran pasión, la única que, durante unas horas, cada semana, lo hace vibrar ante un televisor: el fútbol.

Un buen día, vino a mi parroquia de Badalona y se ofreció para ayudar en lo que hiciera falta. Así comenzó nuestra amistad. Cuando me trasladé a Barcelona, a mi nuevo destino parroquial, él también vino a colaborar. Al menos, tiene un lugar donde comer y dormir, un espacio donde proyectarse y relacionarse con los demás, un trabajo con el que distraerse y llenar sus horas. 

Hace poco su salud sufrió otro bajón. Las venas que irrigan su cerebro y su corazón, gravemente obturadas, le impedían la circulación de la sangre y la consiguiente falta de oxígeno lo entorpeció y lo hizo lento e inseguro. La ansiedad lo llevó a comer sin control, sobre todo muchos alimentos grasos y dulces, quizás para compensar la amargura de su vida. Empeoró y de nuevo tuvo que ser intervenido, en una delicada operación para desbloquear sus venas troncales. Ahora se encuentra mejor. Le quitaron un peso del pecho, pero no del alma. Sueña con regresar a su país, aunque no quiere perder su independencia, y tampoco quiere cortar sus vínculos con España, esta tierra que le ha acogido y que ha empezado a amar.

¿Qué pasa por su mente, en las largas horas que permanece sentado en el patio? Le gusta barrer las hojas secas y meditar al sol. ¿Qué sueños, qué inquietudes, que recuerdos pueblan su memoria? Ante personas como él, castigadas por la vida, que han optado por la desvinculación para evitar más sufrimientos, uno se siente impotente y a la vez deseoso de ayudar, de aportar al menos una gota de calidez a ese espíritu fortificado entre los muros de su soledad.

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