domingo, 15 de febrero de 2015

Encarando las olas

La madurez de una persona se va tejiendo poco a poco en la medida en que va aprendiendo a abrazar la vida tal como es, y no tanto como quisiera que fuese. El gran reto de todos es saber con serenidad lo que realmente implica vivir una existencia plena. Aceptar la existencia propia y la de los demás es la clave que nos ayudará a sortear y afrontar las dificultades que surgen por el simple hecho de estar vivo.

Todos deseamos una vida serena y apacible, y eso es necesario, tanto como asumir con humildad nuestras contradicciones. Si de verdad queremos darle un sentido a nuestra vida hemos de lidiar con esta doble realidad: un deseo sincero de crecer y mejorar y, por otro lado, aceptar nuestra fragilidad humana, que se manifiesta en situaciones que no siempre controlamos.

Para llegar a esto se necesita de una humildad transformadora que nos haga ver que nuestra estructura psíquica no es lineal. Muchas veces está segmentada y condicionada por circunstancias que no podemos dominar. A menudo nos cuesta incluso dominarnos a nosotros mismos.

Abrazar con humildad la existencia ayuda a prepararse para los desafíos de la vida, y uno de ellos es asumir la parte de misterio que hay en cada persona.

Hoy, paseando por la playa, el mar se confundía con el cielo: una fina línea fluorescente los unía en el horizonte. Las aguas plateadas reflejaban el cielo gris y las olas apenas ondulaban su superficie cristalina, muriendo con timidez en la playa. El sol no lucía con fuerza, pero bañaba con luminosidad las nubes, otorgando al día un matiz suave y sosegado. 

Y pensé que hay días en que la vida de una persona es así: todo es calma, suavidad, silencio. Sus aguas interiores están tranquilas y el viento está quieto; la vida se desliza con suavidad, como una barca, y nos encontramos bien, nada parece arrebatarnos la paz. Pero el mar no siempre está igual. De esa calma se puede pasar a un viento impetuoso que arrastra las olas con fuerza hasta la orilla, o a una tormenta que puede levantar un oleaje de metros de altura. ¿Qué hacemos cuando el viento huracanado nos azota? Aquí es cuando corremos riesgos y necesitamos de nuestro coraje. Un estrés incontrolable puede dejarnos paralizados por el miedo o nos puede empujar a huir. El látigo de las olas, que galopan como caballos desbocados, nos hace sentirnos inseguros y sin reflejos. El pánico nos aturde y se apodera de nosotros.

Pero el peligro, el riesgo, es también nuestra gran oportunidad para afrontar nuestros miedos. Cuando uno encara las olas gigantescas y se convierte en un surfista de la vida, sin vacilar, con tenacidad y valentía, ese ser humano minúsculo se enfrenta a la inmensidad del mar. Su cerebro está dotado de inteligencia para poder desafiar cualquier situación de choque. La creatividad que mueve sus resortes es más grande que todo el océano. Puede adueñarse de la situación y sobrellevarla. Este es el trampolín de la madurez humana: cuando uno aprende a estar en medio del túnel interior de una ola es cuando nace el buen surfista que no pierde la calma, mantiene la respiración y se hace invencible. Desde su insignificancia crece, se adueña de la ola y se desliza, dejándose llevar por las aguas y aprendiendo a salir airoso de sus fauces.

Dentro de nosotros hay un surfista que sabe que, si quiere vivir en medio de los torbellinos de agua, debe tener una calma inquebrantable. Estamos preparados para este reto: saber vivir con paz en medio de las tormentas. Si queremos armonizar nuestra vida hemos de aprender a vivir entre la luz y las tinieblas, entre el ruido y el silencio, entre el sol y la lluvia, entre la calma y el frenesí.

Surfeamos entre los límites y la infinitud, entre la alegría y la tristeza, entre la libertad y las hipotecas, entre el amor y el desamor, entre el vacío y la plenitud, entre nuestras metas y nuestros fracasos, entre la esperanza y el desánimo, entre la soledad y la compañía.

Las personas estamos constantemente evolucionando, también en el plano espiritual. Caminamos hacia nuestra madurez y perfección, hacia la morada más íntima de nuestro ser, donde habita la calma divina, donde nos invade el éxtasis. Pero hasta que no llegamos ahí necesitamos asumir nuestra condición mortal y limitada. No somos dioses y solo cuando aceptamos con humildad nuestra contingencia podemos saltar a otro estado: el del camino místico, hacia la intimidad con Dios.

Será entonces, instalados para siempre en la luz, en la belleza, en la armonía, cuando las tormentas de la vida ya no nos harán tambalear, porque estamos anclados en otra dimensión. Nuestra conexión con Dios será tan fuerte que nada ni nadie podrá perturbar nuestra calma. Sabremos y tendremos la certeza de que Dios está en nosotros.

Dios está en ti, y te ama. Esta certeza es más fuerte que las olas devastadoras. Te mantendrá firme, sin temor a ser engullido. Cuando decimos sí a Dios y abrimos nuestro corazón a Cristo, no temeremos ni los abismos ni las alturas, ni las profundidades ni las tinieblas. Seremos reyes con él y con él siempre saldremos victoriosos de cualquier combate, por más arduo que sea.

¿Qué nos falta? Tan solo dejarse llevar por el soplo de su Espíritu. Todos nuestros nombres están inscritos en el cielo.

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