martes, 16 de junio de 2015

Una oración cuando se apaga el día

La noche cae lentamente. El cielo apaga su color azul y la luz se vuelve tenue. La jornada intensa se acaba, dejando un suave silencio. La brisa corre entre los árboles y murmura entre las hojas de la morera, erguida y majestuosa, que ha alargado sus brazos para acoger a los comensales sentados bajo su sombra. Tras un día de convivencia intensa y fraterna, un estallido multicolor y festivo, con amenas conversaciones y espectáculos, el silencio se vuelve a apoderar del patio. De la risa de los niños ante el ingenio del payaso el patio pasa a envolverse en la calma del anochecer.

Veinte mesas, con doscientos comensales, han dejado un profundo sabor comunitario. La jornada ha transcurrido con serenidad, sin excesivo ruido y en medio de una calma gozosa, teñida del color y la belleza de las danzas, bañada en música, sonrisas y ricas experiencias compartidas en los diálogos. La comunidad respiraba al unísono. En estos eventos se fragua el camino que nos lleva a tomar consciencia de la gran riqueza que supone abrir el corazón al otro y experimentar la alegría de estrechar lazos y generar vínculos más intensos. Vivir una experiencia de hermandad nos ayuda a ser conscientes del gran tesoro que compartimos.

Pero de nuevo el silencio llena mi alma, y en la brisa nocturna reflexiono sobre el misterio que hay en el corazón humano. Cuánta hondura y generosidad hay en él. El silencio bajo el manto estrellado del cielo me sumerge en la realidad más profunda que constituye al hombre, ese deseo de crecer amando y dándose. Solo, en medio del patio, sentado sobre la tarima desierta y mirando a lo alto, abro los brazos, extenuado pero contento, y doy gracias.  Gracias por la música, el sol, los colores. Gracias por la generosidad de tantos voluntarios y colaboradores. Gracias por la creatividad, por el canto, el baile, el juego y el disfrute de un gran ágape. Por la belleza de un entorno agradable, por los árboles y la gente, por los niños que juegan e imaginan otro mundo, correteando por el patio. Pero también gracias por la calma, el sosiego y la soledad buscada que abrazo.

Permanezco en pie. A mi derecha crece la morera, a mi izquierda las acacias desprenden sus flores amarillas; en frente la campana María me recuerda el tiempo de Dios y la hora del recogimiento interior. Permanezco allí, sin prisa.

El día ha culminado y la noche me envuelve. Descanso, asimilando las delicias de una jornada llena de color y sabor. Es la hora de callar, de estar quieto, de no hacer nada y abandonarme. Dejo que sea Dios, con la calidez de su aliento, el que vaya entrando en mi interior. La noche transcurre a un ritmo más lento, como si el tiempo se detuviera, desvaneciendo toda inquietud. A solas con Dios decir algo es romper la melodía de su presencia, tan seductora como apacible.

Solo allí, en medio del patio, cierro los ojos y los oídos para poder oírle, verle y sentirle con el corazón. Sin nada que me pueda apartar de él.

Después de un largo rato, con una sensación de plenitud, de haber terminado bien un día en que la comunidad se ha consolidado un poco más, miro hacia el futuro. Y atisbo un renacimiento espiritual, que va a suponer un cambio para la parroquia: la evangelización será la punta de lanza de una nueva etapa. Dejo que mi sueño inicien un viaje imparable con una meta: que la comunidad vibre con un solo corazón. Pongo este sueño en manos de Dios: al caer el día, esta es la mejor plegaria.

Joaquín Iglesias

15 junio 2015 

1 comentario:

  1. ¡Cuánta verdad hay en su escrito!
    Esta misma noche, repartiendo comida en la calle, en la Estación del Norte de Barcelona, con mi grupo, estaba viendo y pensando que, mucha de la gente que recoge la comida (no toda), no levanta la vista, la recoge tan avergonzada que parece que tenga miedo de que le vayas a hacer más daño del que ya les ha hecho la vida hasta ahora.
    Les dices ¿Buenas noches! o ¡Buen provecho! y se van corriendo sin mirarte.
    Es tan injusto lo que está pasando que deberíamos tener más conciencia del problema y, quizás, los avergonzados deberíamos ser nosotros.
    Muchas gracias por su reflexión y por no dejar que nos olividemos de ello.

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