El hombre, en su existencia,
está sujeto
al
tiempo y al
espacio. Su dimensión histórica y su temporalidad contribuyen a forjar
su propia identidad.
Nacemos
en una fecha concreta, un día, un mes, un año, y en un contexto histórico, con
un entorno social y familiar. Estamos de lleno insertados en el tiempo.
La pregunta sobre el valor
del tiempo forma parte de la búsqueda del sentido de la vida. Este es objeto
de muchas reflexiones filosóficas y teológicas, como las que se hizo san
Agustín.
Pero ¿qué es el tiempo? Aunque
nos parezca que es un concepto abstracto que no tiene forma, no por ello es
menos real. Nos damos cuenta de que nacemos, crecemos, maduramos y envejecemos.
Las diferentes etapas que marcan nuestra vida se suceden en el tiempo.
Las emociones, la pasión o la
desidia dan un carácter elástico al tiempo, que se nos hace corto o largo,
tedioso o veloz. Su paso por nosotros es una sucesión de momentos fugaces en
los que nuestro corazón vibra. Cuantos más años vivimos, más parece que el
tiempo acelerara su velocidad. Los días, los meses con sus estaciones, los
años, se
van sucediendo. Te miras al espejo y ves las huellas del paso del tiempo
en tu rostro: la textura de la piel baja de tono, aparecen las arrugas, el
cabello encanece… con la sorpresa de que la mirada nunca envejece, aunque sí
los ojos. Cada noche que pasa nos queda menos tiempo para enfrentarnos al
inevitable final de esta vida.
A veces el tiempo se convierte
en una carga pesada que nos cuesta aceptar, porque nos recuerda nuestro final
biológico. Muchos tienen la soberbia de querer alargar su juventud con
operaciones de cirugía estética, como si quisieran detener el tiempo, y caen en
una espiral angustiosa, porque no soportan asumir las consecuencias físicas y
sicológicas del deterioro progresivo de sus órganos vitales. Por mucho que lo
intenten estas personas, el tiempo las irá empujando hasta la muerte.
¿Por qué se dan estas
actitudes? Buscar la eterna juventud es una forma de querer huir de la propia
realidad. Quizás falta madurez para asumir nuestra condición mortal. Somos así,
o no seríamos humanos ni existiríamos. Solo abrazando la realidad, tal como
estamos configurados por nuestra genética, descubriremos que la muerte forma
parte de nuestro código vital. La tenemos inserta en nuestros genes. Se podría
decir que la muerte empieza ya con nuestro nacimiento.
Pero aquel que acepta y asume
la muerte aprende a vivir la vida con la máxima intensidad, dando sentido y
esperanza a sus días. El tiempo ya no le pesa ni le asusta. Cuanto más vive,
más experiencia atesora, y más sabiduría: aprende a bailar con el tiempo y
dejarse llevar al son de su ritmo. Saborea todo lo que acontece, aprende las
grandes lecciones de la vida. Ya no le abrumará la velocidad ni la lentitud:
disfrutará de su ritmo. Lo que importa es sacar jugo a toda experiencia y
adquirir serenidad ante lo que nos sucede. Todo añade valor y crecimiento. Es
tan bello el instante de un beso que querrías eternizar como saborear la
soledad de una tarde.
El tiempo te lleva
inexorablemente a una etapa de plenitud de la vida, cuando te conviertes en oro
líquido, doctorado en la vida y en el amor. Es entonces cuando el ser es más
que el hacer y el aspecto físico ya no importa. A un adolescente el tiempo se
le queda corto; a un adulto le pasa volando y a un anciano que va llegando al
final de su camino, consciente de la densidad del ser, ya no le angustia el
ritmo del tiempo porque ha aprendido a saborear su riqueza interior.
El tiempo es el gran regalo
que no se deja atrapar. Solo permite que nos deslicemos por él como un surfista
sobre las olas: disfrutando de esa aventura que lleva a vivir la vida hasta el
límite de la existencia.
La misión del tiempo es
dejarte a las puertas de una vida nueva, más allá del tiempo y del espacio. No
es un salto al vacío, es un salto a otra dimensión, hacia una vida más plena
que no podemos imaginar, fundiéndonos con el Ser Absoluto, libres para siempre
de ataduras. En esta existencia nueva ya no volaremos por el cosmos, sino que navegaremos
en el Amor Absoluto.
Podemos atisbar esta plenitud
ya aquí, cuando vivimos una experiencia de amor tan intenso que perdemos la
noción del tiempo e incluso del espacio, como si flotáramos en el infinito.
Esto nos lleva a la culminación de nuestra existencia. Cuando se experimenta un
amor tan incondicional es cuando se empieza, aquí y ahora, a saborear la
eternidad. Solo quien ama se convierte en señor del tiempo.
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