domingo, 6 de diciembre de 2015

La mística de una bella anciana

Camino de los ochenta años, vive la última etapa de su vida plena, serena y abandonada, con una paz inquebrantable. Cada día abraza la realidad y contempla su vida de manera trascendida. Pese a sus dolores y achaques tiene una fuerte certeza: el encuentro con su Creador. Maestra, madre, esposa y viuda de vocación, vive ya con la mirada puesta en el cielo. Mantiene su piel fina y se muestra elegante y exquisita en el trato. Su conversación desvela poco a poco los profundos secretos de su corazón. La belleza de su interior se transluce en su rostro y va más allá de lo físico: su elegancia espiritual expresa la hondura y el sólido fundamento de sus valores. Los leves surcos de su frente esconden una intensa experiencia vital.

Vivió una viudez temprana, con un duelo sereno y contenido. Ha superado una larga y dolorosa enfermedad con paciencia y una absoluta confianza en Dios. Reconoce que ha atravesado amargas noches oscuras, llenas de sufrimiento. Pero ahí estaba, fuerte en su fragilidad.

Mujer de profundas convicciones, toda ella es hermosa. Sus ojos, su semblante, su sonrisa, sus palabras, sus gestos de caridad hacia otros enfermos, la elegancia y el gusto de sus vestidos. Es un alma bella, limpia, dulce, amorosa y tierna, de una exquisita espiritualidad.

Recientemente me comentaba que ha amado mucho a los suyos, con todos sus errores, pero que con los años ha descubierto que nada hay igual que un amor sublime: el amor a Dios. Siente en él un gozo que culmina todo amor humano; por muy bello e intenso que este haya sido, no es nada comparable al éxtasis de un amor que no tiene barreras, que todo lo eleva y lo plenifica. Toda ella ya es para Dios.

Su finura y su capacidad de penetrar en los corazones de los demás la hacen vivir una experiencia mística en su ancianidad. Percibo en ella que respira, huele, ve y toca a Dios como una realidad cotidiana, tan misteriosa y tan cercana a la vez, tan visible y tan invisible, tan cerca y tan lejos, tan íntima como inabarcable, tan tocable como intangible, tan presente como ausente.

Su alma no deja de rezar, con la total certeza de que incluso la aparente ausencia de Dios es presencia absoluta. Y pese a las enormes cargas familiares que soporta a su edad, tiene la frescura del rocío al amanecer. Delicada como una flor, fuerte en sus convicciones, así es como desafía el progresivo desgaste del tiempo y de su enfermedad. En su corazón aún vive la niña que nunca abandonó, la joven que se ha mantenido viva, la adulta que nunca se resquebrajó por la fuerza de su amor, que ha sido capaz de abrirse a la niña interior que tenía dentro. Ahora las tres convergen en una anciana de singular atractivo que encara la etapa más bella de su vida: la espera con dulce impaciencia de la fusión última con su Amado.

Con esperanza serena se prepara para el salto definitivo mientras saborea la brisa que va anticipando ese encuentro. Y mientras tanto, deja que el brillo de ese gran Amor poco a poco la vaya transformando, deslizándose en sus momentos de oración íntima, donde puede sintonizar con él.

En esto consiste la mística de la ancianidad: en seducir al Amor de los amores hasta las puertas de la eternidad. Una historia vibrante, llena de luz, que termina en el umbral del corazón de Dios. 

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