La búsqueda de silencio y soledad es una necesidad
intrínseca del ser humano. Depende de esos momentos y espacios que pueda
centrarse, serenarse y encontrar la manera de vivir más armónica, física y
espiritualmente. Su anclaje vital es crucial para que su vida tenga un sentido.
Cada año, siempre que llega la vigilia de San Juan, procuro
pasar la noche de la verbena en un lugar apartado y silencioso, lejos del
frenesí y el ajetreo urbano. El ruido de los petardos, más allá de un juego
pirotécnico, da inicio a un desmadre global, un despilfarro y un atentado
ecológico, que puede terminar en accidentes y que deja las calles y las playas
sembradas de basuras y desechos. El consumo excesivo de bebidas y altísimo
volumen de la música que daña los oídos son atentados contra la salud humana.
En un intento por alargar la noche más corta del año, la gente derrocha
frivolidad y se agota hasta caer rendida, explotando sus propias capacidades
físicas y psíquicas. En el fondo, es un querer desafiar la noche y estirarla hasta
el amanecer.
¿Es necesario llegar hasta esos límites para buscar la
felicidad? ¿O es más bien un sucedáneo de felicidad lo que se busca? Porque la
felicidad no está reñida con el orden, el respeto, el equilibrio y la
moderación. Tampoco con dejar el lugar de la fiesta aún mejor que lo has
encontrado. Lo cierto es que en la madrugada después de la verbena, cuando te
acercas a la playa, la imagen es desoladora. ¿Cómo es posible dañar algo tan
bello? ¿Para qué tanto gasto innecesario? Viendo tantos kilómetros de playa
sucia, con montañas de basuras acumulándose en la arena, comprendo que esa
noche el caos se apodera no sólo del entorno, sino de las personas. Han
confundido fiesta con frivolidad, relajación con desmadre, paz con hacer lo que
te da la gana, libertad con antojo enfermizo. Buscan el paraíso en la tierra y
la han convertido en un vertedero. Castigan nuestro hábitat natural, ese
trocito de hogar común que entre todos tenemos que custodiar, mimar y
ajardinar: la creación.
El ser humano sigue buscando ese paraíso perdido. Anhela la
plenitud, quiere tocar el cielo con sus dedos. Pero a veces se pierde en un
falso paraíso que le hace olvidar, durante unas horas, sus dramas, su soledad,
su vacío. Perdido en su laberinto interior, sin horizontes y sin metas, tiene
que sobrevivir a su angustia existencial forzando su máquina biológica y
creando un estado alterado de consciencia que lo lleve a un clímax emocional y
seudo-religioso, inducido por el alcohol u otras drogas, la música, el ruido y
el ambiente. ¡Qué lejos está de su naturaleza más profunda! Qué lejos de su
deseo primigenio, que es encontrar el sentido último de la vida.
Esa noche de verbena es cuando más necesito bucear en el
silencio primigenio que me envuelve. Agradezco vivir la noche más ruidosa
convertida en la noche más silenciosa y apacible. Soy un elemento más de la
naturaleza, en armonía con el medio. Escucho el murmullo del agua y siento el
aire fresco en mi mejilla. Mi sombra se alarga sobre el camino. El día más
largo se acaba.
Paseo de noche bajo las estrellas y me despido de la jornada
dando gracias, con suavidad, y elevando mis ojos hacia el infinito, a la
captura de tanta belleza. La belleza es la otra gran necesidad del ser humano,
tan acuciante como el hambre de pan.
La brisa de la noche me acaricia después de un día de calor.
Relajado, lejos del rugido ensordecedor y del griterío de la masa lanzada hacia
la nada, me dispongo al descanso. Descansar forma parte de este día. Con serena
alegría contemplo la silueta de las montañas a mi alrededor. Protegen el valle
de ese hermoso rincón de la Noguera donde me refugio. Lanzo una última mirada
al cielo, donde todavía veo el resplandor del día hacia poniente. El sol se ha
puesto hace poco dejando en el cielo una tenue franja plateada. Son las once de
la noche y todavía hay claridad. Todo es bello. Tengo paz.
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