domingo, 3 de julio de 2016

En busca del silencio

La búsqueda de silencio y soledad es una necesidad intrínseca del ser humano. Depende de esos momentos y espacios que pueda centrarse, serenarse y encontrar la manera de vivir más armónica, física y espiritualmente. Su anclaje vital es crucial para que su vida tenga un sentido.

Cada año, siempre que llega la vigilia de San Juan, procuro pasar la noche de la verbena en un lugar apartado y silencioso, lejos del frenesí y el ajetreo urbano. El ruido de los petardos, más allá de un juego pirotécnico, da inicio a un desmadre global, un despilfarro y un atentado ecológico, que puede terminar en accidentes y que deja las calles y las playas sembradas de basuras y desechos. El consumo excesivo de bebidas y altísimo volumen de la música que daña los oídos son atentados contra la salud humana. En un intento por alargar la noche más corta del año, la gente derrocha frivolidad y se agota hasta caer rendida, explotando sus propias capacidades físicas y psíquicas. En el fondo, es un querer desafiar la noche y estirarla hasta el amanecer.

¿Es necesario llegar hasta esos límites para buscar la felicidad? ¿O es más bien un sucedáneo de felicidad lo que se busca? Porque la felicidad no está reñida con el orden, el respeto, el equilibrio y la moderación. Tampoco con dejar el lugar de la fiesta aún mejor que lo has encontrado. Lo cierto es que en la madrugada después de la verbena, cuando te acercas a la playa, la imagen es desoladora. ¿Cómo es posible dañar algo tan bello? ¿Para qué tanto gasto innecesario? Viendo tantos kilómetros de playa sucia, con montañas de basuras acumulándose en la arena, comprendo que esa noche el caos se apodera no sólo del entorno, sino de las personas. Han confundido fiesta con frivolidad, relajación con desmadre, paz con hacer lo que te da la gana, libertad con antojo enfermizo. Buscan el paraíso en la tierra y la han convertido en un vertedero. Castigan nuestro hábitat natural, ese trocito de hogar común que entre todos tenemos que custodiar, mimar y ajardinar: la creación.

El ser humano sigue buscando ese paraíso perdido. Anhela la plenitud, quiere tocar el cielo con sus dedos. Pero a veces se pierde en un falso paraíso que le hace olvidar, durante unas horas, sus dramas, su soledad, su vacío. Perdido en su laberinto interior, sin horizontes y sin metas, tiene que sobrevivir a su angustia existencial forzando su máquina biológica y creando un estado alterado de consciencia que lo lleve a un clímax emocional y seudo-religioso, inducido por el alcohol u otras drogas, la música, el ruido y el ambiente. ¡Qué lejos está de su naturaleza más profunda! Qué lejos de su deseo primigenio, que es encontrar el sentido último de la vida.

Esa noche de verbena es cuando más necesito bucear en el silencio primigenio que me envuelve. Agradezco vivir la noche más ruidosa convertida en la noche más silenciosa y apacible. Soy un elemento más de la naturaleza, en armonía con el medio. Escucho el murmullo del agua y siento el aire fresco en mi mejilla. Mi sombra se alarga sobre el camino. El día más largo se acaba.

Paseo de noche bajo las estrellas y me despido de la jornada dando gracias, con suavidad, y elevando mis ojos hacia el infinito, a la captura de tanta belleza. La belleza es la otra gran necesidad del ser humano, tan acuciante como el hambre de pan.

La brisa de la noche me acaricia después de un día de calor. Relajado, lejos del rugido ensordecedor y del griterío de la masa lanzada hacia la nada, me dispongo al descanso. Descansar forma parte de este día. Con serena alegría contemplo la silueta de las montañas a mi alrededor. Protegen el valle de ese hermoso rincón de la Noguera donde me refugio. Lanzo una última mirada al cielo, donde todavía veo el resplandor del día hacia poniente. El sol se ha puesto hace poco dejando en el cielo una tenue franja plateada. Son las once de la noche y todavía hay claridad. Todo es bello. Tengo paz.

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