domingo, 21 de agosto de 2016

¡Eres fantástica!

Era un mediodía de verano. El sol apretaba. El calor abrumador y asfixiante caía sobre aquel cruce de calles. Un indigente, con brazos y piernas enflaquecidos y la cara quemada por la intemperie, lanza una mirada pilla a los transeúntes, pidiendo limosna. Sus dos ojos azules miran sin mirar, sólo alerta a quien puede ayudarle: sobrevivir en la calle es un reto diario al que está acostumbrado.

Hace años que vive en este barrio. Los días pasan por él sin tregua. Vive sin vivir, huyendo del sufrimiento interno a base de cervezas y algún que otro porro que lía después de buscar colillas bajo los coches, reutilizando las últimas caladas. El gentío pasa a su alrededor, ignorándole. Algún que otro día se pone a gritar, metiéndose con los viandantes. Otros días se acurruca junto a un portal, ensimismado y ausente. Y la gente pasa sin mirarlo, como si fuera parte del mobiliario urbano, o evitándolo por su olor a sucio y a alcohol.

Pero aquel día sucedió algo inesperado. Él se acercó a una chica esbelta, amable y elegante, que le sonreía. Como siempre, le pidió algo, aunque sólo fueran veinte céntimos. La joven se detuvo, lo miró con cariño y le dio una moneda de dos euros. Entre ambos se cruzó una mirada de complicidad y entrechocaron las manos en un gesto de camaradería. Parecía surrealista, pero había algo en aquel cuadro que no desentonaba. Sin ningún tipo de reparo o manía higiénica, aquella muchacha supo acercarse y saludarlo amablemente. La delicadeza armonizaba todo: exceso y sobriedad, fealdad y belleza. No había distancia entre aquellos dos rostros: los dos eran hermosos, como hermosa era la escena. Un minúsculo y sencillo gesto de amor que, más allá de la limosna en sí, era la dulzura con que la joven miraba al indigente.

De pronto, él lanzó un grito que le salió de lo más hondo, con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Eres fantástica!»

Este grito, que sólo podía salirle del alma, sacando todo el aire que podía, no era un grito de desgarro, sino de gratitud. Lo dedicó a aquella muchacha alargando el sonido, ¡fantáastica!

Me estremecí contemplando la escena. Era asombroso ver la figura escuálida del indigente sacando toda la potencia de su voz sólo porque una mujer de aspecto jovial y alegre se había detenido a mirarlo con ternura y le había dado una moneda.

Quizás muchos otros lo hacen. Pero él no da gritos por cada limosna que le dan. ¿Cómo se la dan? En aquel caso, no era la limosna, sino la delicadeza con que la joven lo había tratado, pese a su deterioro físico y moral. ¿Qué vio el indigente en la mirada de aquella mujer? Dos euros no pueden sacar de la miseria a nadie. Quizás en su mirada recuperó parte de su dignidad perdida. En la mirada de ella no había un «pobrecillo», no había simplemente compasión. Ella le hizo sentir que, aunque no tuviera nada, era persona. Que, aunque se marginara o lo marginaran, sólo por existir ya tiene una dignidad inapelable. No era un residuo social, un saldo de la vida. Era alguien con un nombre y una historia que lo había arrastrado hasta la calle, pero cuya dignidad permanecía intacta. Aquel grito desbordado desde su pozo oscuro expresaba que, por la rendija de su alma, aquel mediodía entró un rayo de luz. El sol penetró por las grietas de su ser sufriente. Su puño golpeó con suavidad los nudillos de la chica, que le alargó la mano sonriendo.

Quedé impactado. Una sonrisa amable basta para sacar del corazón la mejor música que lleva dentro. Aquella muchacha no hizo casi nada. No hizo más que mirarlo sin prejuicios y él respondió con todo lo que tenía: un canto de gratitud.

Los indigentes, en su soledad, poseen en su interior atisbos de lucidez. Pese a sus grietas emocionales, hay una zona dentro del ser que no queda dañada nunca. Todos podríamos ser un poco «fantásticos» si supiéramos mirar con verdadero aprecio a un ejército de pobres que sobrevive en nuestras calles.

Aquel mediodía, mientras el sol azotaba sin piedad, en el alma de aquel hombre cayó un rocío fresco, como presagio de un nuevo amanecer. Ojalá todos nosotros sepamos convertirnos en lluvia fina para tantos corazones secos y rotos que nos rodean.

1 comentario:

  1. Sin duda alguna.
    Después de ya bastantes años de repartir alimentos a los "sin techo", nuestro grupo tiene muy claro que lo mejor de todo es poder darles un apretón de manos, una sonrisa, un ¡que te vaya bien!
    Nos besan, nos explican sus cosas. Uno de ellos que falleció hace un par de meses que se llamaba Ignacio, me contaba que cada día rezaba a Dios para que nosotros estuviésemos bien pues ellos no podían hacer nada sin nosotros.
    ¡Que gran lección!
    Gracias otra vez Padre Joaquín.

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