sábado, 5 de noviembre de 2016

Un silencio vibrante

Son las seis de la mañana. El día amanece y el cielo lentamente va clareando. Hay mucha calma. Prácticamente no se oye nada. Quizás a lo lejos el ruido de un motor de coche. La luz de las farolas matiza el color del cielo, haciéndolo más oscuro. Todo está sereno.

El viento es fresquito y apetece la soledad. Esta es una hora muy buena para meditar. Solo en el patio parroquial, bajo la Morera, siento una paz inmensa. El silencio me envuelve y estoy preparado para oír la voz del maestro interior, como decía san Agustín.

Inicio un diálogo conmigo mismo, para terminar callando al cabo de un poco y aprender a escuchar. El alma, allí donde Dios habla, también enmudece. Es entonces cuando el silencio no es sólo ausencia de ruidos externos, sino también de esos ruidos que pueblan la mente, que nos aturden y nos empujan a un ritmo vital frenético.

Muchas veces nos da miedo experimentar la absoluta ausencia de ruido, porque con ella viene la soledad desnuda. El ruido marca nuestra estructura psíquica y nos inquieta. Nos cuesta parar y no hacer nada, no hablar, no mirar. Estamos inmersos en una cultura del ruido y del horror al vacío, y esta cultura nos esclaviza porque con el ruido vamos huyendo para no asumir nuestra pobre y mezquina realidad.

Cuando somos capaces de parar nos damos cuenta de la riqueza que hay en ese castillo interior que nos lleva al máximo deleite de la vida. Por eso me gusta madrugar, porque a esas horas tempranas puedo zambullirme en el misterio y sintonizar con una realidad que va más allá de mí mismo. Es entonces cuando el silencio y la soledad ya no asustan. Es más, se encuentra un placer cuando el silencio se convierte una experiencia vibrante donde todo resuena con mayor intensidad, como si uno mismo fuera una caja de resonancia que amplifica las frecuencias de esa realidad superior que le envuelve. No es un diálogo con la nada ni con la naturaleza, ni siquiera con uno mismo. Es un diálogo personal, aunque no se vea, ni se sienta, ni se toque. La comunicación con Dios va más allá de los sentidos físicos, pero no deja de sentirse de alguna manera que hay una presencia, tan real como el amanecer que contemplan tus ojos o la brisa que acaricia tu mejilla.

El diálogo del alma con Dios no necesita de una experiencia tangible, sino de una total certeza más allá de lo racional. Es un diálogo de alma a alma, donde la comunicación es tan intensa que desaparece toda experiencia sensitiva. Puedes pasar dos horas sin decir nada, pero los oídos del alma se agudizan para aumentar la conexión y dejarte poseer y habitar por Aquel que es el Señor del amanecer, de la vida y de tu existencia. Estás ahí, quieto, no sientes el frío, pero no estás dormido ni anestesiado; sientes que la vida fluye por tus venas con mayor intensidad. No haces nada, sólo escuchas. No ves nada, sólo le percibes a Él. No tocas nada, sólo te dejas tocar por Él. Su amor desbordante te envuelve.

Sientes una felicidad nueva, desconocida. Dios mismo te está hablando desde el más absoluto silencio. Su misteriosa presencia, llena de resonancias, convierte ese silencio en un espacio apasionante que, sin palabras, te lleva a lo más hondo de ti. Es un silencio que te ayuda a descubrir que estás tocando el cielo. Tocas su infinitud como criatura de Dios. Aquí estoy. Mi corazón es tuyo. Tú me permites vivir esta experiencia sublime. Nos abrazamos, y en este abrazo hay un sabor a eternidad.

Han pasado dos horas sin darme cuenta. Para mí ha sido un instante precioso… Por el reloj han pasado ciento ochenta minutos. Sereno, el silencio me ha llevado a saborear este rato de intimidad con Dios. Ha sido un exquisito deleite. Después de la noche oscura, el día se convierte en un regalo de luz y de gozo.

2 comentarios:

  1. ¡Formidable tu escrito!! Gracias Joaquín
    Javier

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  2. ¡Cuanta riqueza espiritual tiene Padre Joaquín!
    A esa felicidad no llegamos todos. A muchos nos falta paciencia y amor de verdad para poder tener esa experiencia tan maravillosa.
    Muchas graciaspo su escrito.

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