Son las seis de la mañana. El día amanece y el cielo
lentamente va clareando. Hay mucha calma. Prácticamente no se oye nada. Quizás
a lo lejos el ruido de un motor de coche. La luz de las farolas matiza el color
del cielo, haciéndolo más oscuro. Todo está sereno.
El viento es fresquito y apetece la soledad. Esta es una
hora muy buena para meditar. Solo en el patio parroquial, bajo la Morera, siento
una paz inmensa. El silencio me envuelve y estoy preparado para oír la voz del maestro interior, como decía san
Agustín.
Inicio un diálogo conmigo mismo, para terminar callando al
cabo de un poco y aprender a escuchar. El alma, allí donde Dios habla, también
enmudece. Es entonces cuando el silencio no es sólo ausencia de ruidos externos,
sino también de esos ruidos que pueblan la mente, que nos aturden y nos empujan
a un ritmo vital frenético.
Muchas veces nos da miedo experimentar la absoluta ausencia
de ruido, porque con ella viene la soledad desnuda. El ruido marca nuestra
estructura psíquica y nos inquieta. Nos cuesta parar y no hacer nada, no
hablar, no mirar. Estamos inmersos en una cultura del ruido y del horror al
vacío, y esta cultura nos esclaviza porque con el ruido vamos huyendo para no
asumir nuestra pobre y mezquina realidad.
Cuando somos capaces de parar nos damos cuenta de la riqueza
que hay en ese castillo interior que nos lleva al máximo deleite de la vida.
Por eso me gusta madrugar, porque a esas horas tempranas puedo zambullirme en
el misterio y sintonizar con una realidad que va más allá de mí mismo. Es
entonces cuando el silencio y la soledad ya no asustan. Es más, se encuentra un
placer cuando el silencio se convierte una experiencia vibrante donde todo
resuena con mayor intensidad, como si uno mismo fuera una caja de resonancia
que amplifica las frecuencias de esa realidad superior que le envuelve. No es
un diálogo con la nada ni con la naturaleza, ni siquiera con uno mismo. Es un
diálogo personal, aunque no se vea, ni se sienta, ni se toque. La comunicación
con Dios va más allá de los sentidos físicos, pero no deja de sentirse de alguna manera que hay una
presencia, tan real como el amanecer que contemplan tus ojos o la brisa que
acaricia tu mejilla.
El diálogo del alma con Dios no necesita de una experiencia
tangible, sino de una total certeza más allá de lo racional. Es un diálogo de
alma a alma, donde la comunicación es tan intensa que desaparece toda
experiencia sensitiva. Puedes pasar dos horas sin decir nada, pero los oídos
del alma se agudizan para aumentar la conexión y dejarte poseer y habitar por
Aquel que es el Señor del amanecer, de la vida y de tu existencia. Estás ahí,
quieto, no sientes el frío, pero no estás dormido ni anestesiado; sientes que
la vida fluye por tus venas con mayor intensidad. No haces nada, sólo escuchas.
No ves nada, sólo le percibes a Él.
No tocas nada, sólo te dejas tocar por Él. Su amor desbordante te envuelve.
Sientes una felicidad nueva, desconocida. Dios mismo te está
hablando desde el más absoluto silencio. Su misteriosa presencia, llena de
resonancias, convierte ese silencio en un espacio apasionante que, sin
palabras, te lleva a lo más hondo de ti. Es un silencio que te ayuda a
descubrir que estás tocando el cielo. Tocas su infinitud como criatura de Dios.
Aquí estoy. Mi corazón es tuyo. Tú me permites vivir esta experiencia sublime.
Nos abrazamos, y en este abrazo hay un sabor a eternidad.
Han pasado dos horas sin darme cuenta. Para mí ha sido un
instante precioso… Por el reloj han pasado ciento ochenta minutos. Sereno, el
silencio me ha llevado a saborear este rato de intimidad con Dios. Ha sido un
exquisito deleite. Después de la noche oscura, el día se convierte en un regalo
de luz y de gozo.
¡Formidable tu escrito!! Gracias Joaquín
ResponderEliminarJavier
¡Cuanta riqueza espiritual tiene Padre Joaquín!
ResponderEliminarA esa felicidad no llegamos todos. A muchos nos falta paciencia y amor de verdad para poder tener esa experiencia tan maravillosa.
Muchas graciaspo su escrito.