domingo, 25 de junio de 2017

Lluvia dorada

Estos días luminosos el sol baña todo el patio parroquial. El cielo es de un intenso azul y los rayos cenitales acarician las expansivas ramas de la morera. Enfrente de ella, en el otro lado del patio, las acacias alargan sus ramas. Como si la morera y las acacias quisieran unir sus manos para cubrir con su sombra todo el patio.

Pese al calor pegajoso, la brisa que corre bajo las ramas hace más refrescante este espacio y lo convierte en lugar para reposo y diálogo de muchas personas que pasan por el recinto. Si la morera había sido inspiradora, ahora es el conjunto de los árboles el que embellece este lugar de paz.

Suelo madrugar antes de que salga el sol. Durante esta semana, en el tibio silencio matinal, el patio ha amanecido cada día cubierto de una alfombra dorada. Mis pies pisan el oro caído de estos árboles africanos, miles de flores que visten el patio de un color otoñal. El verano y el otoño se abrazan en el patio. Las hojas verdes de la morera y el amarillo intenso de las flores de las acacias tiñen el espacio de un color festivo que hace maravilloso el arranque del nuevo día.

Y me pregunto. Así como la morera se queda completamente desnuda en invierno, dando una imagen de indigencia desolada con sus delgadas ramas a merced del frío y del viento, las acacias tienen otro ritmo. Nunca se quedan sin hojas. En la primavera se secan un poco y adquieren un color grisáceo, pero nunca llegan a quedarse desnudas. En sus ramas anidan las pegas, que me despiertan a las seis de la mañana con sus graznidos. Más tarde, el trinar melodioso del mirlo se convierte en música que me invita a levantarme agradeciendo el nuevo día. Cada día disfruto de un trozo de naturaleza y de un auténtico concierto para los sentidos. Así como al ocaso el ritmo vital desciende para adentrarse en la inmensidad de la noche, al amanecer el día despierta con brío. Ni la noche ni el día son jamás iguales. Danzan en el cielo la luna y las estrellas, y el rumor entre las hojas de los árboles canta diferente cada día. Esos cánticos son un regalo de la creación que, como decía el papa Francisco, todos hemos de custodiar.

Si en el reino vegetal ya se da tal variedad de formas y colores y cada árbol tiene sus ciclos, pienso que también cada persona tiene su ritmo, y este se da de una manera natural y en función de sus momentos vitales. No todos somos iguales. Cuando unos caen otros se levantan, y aunque pueda parecer un contrasentido, esto forma parte del crecimiento humano y de nuestro propósito vital. Hay vida en la desnudez invernal de la morera, aunque sea latente, en su fragilidad. Y hay vida en las acacias que se desprenden de sus flores, alfombrando el suelo de color. Mientras la morera crece en primavera, las acacias sueltan sus hojas. Cuando la morera reposa, las acacias crecen más hacia arriba, como si quisieran tocar el cielo con sus ramas. Toda realidad es bella. Sea cual sea, siempre nos está aleccionando y cada día nos dice algo nuevo si somos capaces de parar y escuchar.

La morera y las acacias están creando una bóveda natural sobre el patio. Sólo faltan unos pocos metros para que sus ramas se toquen y puedan cubrir todo el espacio con su sombra refrescante. Es algo mágico: brazos que se abren para acoger, con dulzura protectora, creando un hábitat donde las personas podemos encontrarnos, convivir y fortalecer nuestros vínculos con los demás.

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