Gracias a la razón la
ciencia ha avanzado exponencialmente en sus diferentes disciplinas. La sociedad
del conocimiento está permitiendo grandes progresos tecnológicos y científicos.
El progreso es imparable buscando mejoras en todos los ámbitos del saber, así
como nuevos filones de negocios y la creación de una sólida estructura
empresarial que permita cubrir todas las necesidades de la sociedad. La
humanidad avanza y los retos son cada vez mayores. Potenciar la inteligencia ha
permitido descubrir cosas insospechadas, tanto en biología como en medicina,
física, ingeniería y astronomía. Los inventos se multiplican y muchos de ellos
han mejorado nuestra vida ―aunque no todos―.
Teniendo todo esto un
enorme valor, hemos caído en la idolatría de la razón, convirtiéndola en una
diosa, sin caer en la cuenta de que hay otros aspectos de la vida del ser
humano que quizás hemos descuidado y no les hemos dado el valor que se merecen,
como por ejemplo, el cuerpo.
Hemos olvidado el cuerpo
Hemos sobrevalorado la
inteligencia, la capacidad cognitiva del hombre, el saber y el conocimiento. Esto
se ve claramente en nuestro sistema educativo. Incluso hemos valorado a las
personas por su rendimiento intelectual. Pero hay otros tipos de inteligencia que
tienen tanto valor como la capacidad de crear entelequias.
Podemos hablar de la
inteligencia práctica, la inteligencia emocional, artística, creativa, incluso
de una inteligencia relacional, de “saber ir por el mundo”, o la capacidad de
adaptación, que sabe enfrentarse a cualquier situación de la vida. No es la
inteligencia matemática que descodifica un logaritmo y extrae de él
innumerables aplicaciones científicas. También existe la inteligencia
doméstica, o “de andar por casa”.
Inteligencia es algo más
que generar abstracciones. Es más que tener una buena memoria o la capacidad de
vertebrar un discurso de forma amena y pedagógica. Existe también una
inteligencia de lo pequeño, de las cosas sencillas, una inteligencia del orden,
del cuidado, de la salud, del cuerpo, del bienestar.
Pero occidente, en su
mentalidad dualista, ha separado el cuerpo y la mente de tal manera que en
algunas ocasiones se ha producido un divorcio. Cuando se habla de hedonismo,
uno tiende a pensar en alguien que vive pendiente de los instintos, de su
aspecto físico y su bienestar corporal. Pero existe otro hedonismo, que es el
que rinde culto al placer intelectual. Existe otra bulimia, que es la avidez de
conocimiento y saber sin medida alguna. Existen otras adicciones, no ya a
sustancias físicas, sino a la actividad intelectual. La mente es tan voraz como
el estómago. Si no la educamos, no conoce límites.
Los límites del intelecto
He visto a grandes
académicos con una capacidad y un brillo admirables, grandes intelectuales y
profesores de inteligencia suprema, que de golpe lo perdían todo. Muchos de
ellos estaban pasados de peso, estresados, aquejados de diferentes patologías
cardiovasculares. No valoraban el cuerpo, su cuidado, la importancia de unos
hábitos sanos. Idolatraron el estudio y despreciaron el mundo físico. Llevaron
hasta el extremo sus capacidades cognitivas, ignorando que las neuronas y las
conexiones nerviosas que les permiten razonar han de estar bien alimentadas,
con oxígeno y nutrientes que posibiliten el buen funcionamiento cerebral. La
capacidad de crear un discurso coherente no sólo depende de su inteligencia,
sino de algo tan sencillo como el respirar bien y seguir una correcta
alimentación.
El mundo intelectual, e
incluso el científico y médico, ha minimizado el efecto de una buena nutrición
del cuerpo para optimizar sus capacidades. Cuando estamos en la cresta de la
ola olvidamos que un día podemos caer en las profundidades del mar. Cuando pisamos
el vértice, la cima del éxito, y somos halagados por muchos, no nos percatamos
de que estamos presos de una adicción poderosa que cada vez nos exige más.
Podemos llegar a creernos dioses, inmunes a cualquier caída. El precio a pagar,
a veces, es muy alto. La autoidolatría necesita un escenario para sobrevivir, y
sin querer lo estamos creando a nuestro alrededor. Pero el realismo nos hace
tocar de pies a tierra: el impacto de una enfermedad, el dolor, el cansancio,
una ruptura o un accidente… todo esto nos hace ver cuán lejos estamos de
nuestro cuerpo.
He conocido a grandes
faros luminosos que se quedaban sin luz. Habían caído en la soberbia de
sentirse poderosos e invulnerables, sin darse cuenta de que todos estamos
hechos de barro, somos frágiles ánforas que en cualquier momento se pueden
resquebrajar. Un día, sin saber cómo, esa vasija se rompe. El cerebro sufre una
lesión, o el corazón padece un infarto, o enfermamos y corremos el riesgo de
perder un órgano vital.
Reconciliar cuerpo y mente
Es entonces cuando tenemos
que emprender el recorrido de vuelta, asumiendo con humildad las secuelas
físicas, emocionales e intelectuales de nuestro accidente. No olvidemos que
nuestro cerebro es materia y se aguanta por medio de sustancias que le vienen
de una buena nutrición; no olvidemos que lo que sostiene el alma, nuestra
energía y nuestra salud, es el cuerpo: un cuerpo bien alimentado, sano,
equilibrado. El cerebro no sólo nos permite pensar, razonar y trazar
estrategias, sino movernos, ver, oír, sentir y generar hormonas que impulsan
nuestro metabolismo. Tiene una íntima relación con el aparato digestivo. Es
mucho más que una sofisticada máquina intelectual: es el centro motor de todas
nuestras funciones vitales, así como las emocionales y psíquicas.
La diosa razón, desde su
poltrona, se ha convertido en una dictadora que ha sometido al cuerpo a un
estrés brutal, convirtiéndolo en su esclavo. La tiranía de la inteligencia ha
sacrificado el cuerpo.
La inteligencia, puesta en
su lugar, ha de traducirse en un buen cuidado del cuerpo, de la salud, de las
emociones, de nuestros pensamientos. Ojalá descubramos que mente y cuerpo han
de estar unidos; que son aliados en la gran misión de construir una vida más
armónica y feliz, que entre la mente y el cuerpo está el alma, a quien los dos
tienen que servir, sin soberbia ni hedonismo.
Sólo así podremos llegar
a una vejez lúcida y gozosa, preparados para dar el salto final, no enfermos,
sino saludables y conscientes. Estar sanos es una obligación ética para poder
disfrutar hasta el último momento del regalo de la vida.
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