domingo, 4 de febrero de 2018

Hedonismo intelectual

Gracias a la razón la ciencia ha avanzado exponencialmente en sus diferentes disciplinas. La sociedad del conocimiento está permitiendo grandes progresos tecnológicos y científicos. El progreso es imparable buscando mejoras en todos los ámbitos del saber, así como nuevos filones de negocios y la creación de una sólida estructura empresarial que permita cubrir todas las necesidades de la sociedad. La humanidad avanza y los retos son cada vez mayores. Potenciar la inteligencia ha permitido descubrir cosas insospechadas, tanto en biología como en medicina, física, ingeniería y astronomía. Los inventos se multiplican y muchos de ellos han mejorado nuestra vida ―aunque no todos―.

Teniendo todo esto un enorme valor, hemos caído en la idolatría de la razón, convirtiéndola en una diosa, sin caer en la cuenta de que hay otros aspectos de la vida del ser humano que quizás hemos descuidado y no les hemos dado el valor que se merecen, como por ejemplo, el cuerpo.

Hemos olvidado el cuerpo


Hemos sobrevalorado la inteligencia, la capacidad cognitiva del hombre, el saber y el conocimiento. Esto se ve claramente en nuestro sistema educativo. Incluso hemos valorado a las personas por su rendimiento intelectual. Pero hay otros tipos de inteligencia que tienen tanto valor como la capacidad de crear entelequias.

Podemos hablar de la inteligencia práctica, la inteligencia emocional, artística, creativa, incluso de una inteligencia relacional, de “saber ir por el mundo”, o la capacidad de adaptación, que sabe enfrentarse a cualquier situación de la vida. No es la inteligencia matemática que descodifica un logaritmo y extrae de él innumerables aplicaciones científicas. También existe la inteligencia doméstica, o “de andar por casa”.

Inteligencia es algo más que generar abstracciones. Es más que tener una buena memoria o la capacidad de vertebrar un discurso de forma amena y pedagógica. Existe también una inteligencia de lo pequeño, de las cosas sencillas, una inteligencia del orden, del cuidado, de la salud, del cuerpo, del bienestar.

Pero occidente, en su mentalidad dualista, ha separado el cuerpo y la mente de tal manera que en algunas ocasiones se ha producido un divorcio. Cuando se habla de hedonismo, uno tiende a pensar en alguien que vive pendiente de los instintos, de su aspecto físico y su bienestar corporal. Pero existe otro hedonismo, que es el que rinde culto al placer intelectual. Existe otra bulimia, que es la avidez de conocimiento y saber sin medida alguna. Existen otras adicciones, no ya a sustancias físicas, sino a la actividad intelectual. La mente es tan voraz como el estómago. Si no la educamos, no conoce límites.

Los límites del intelecto


He visto a grandes académicos con una capacidad y un brillo admirables, grandes intelectuales y profesores de inteligencia suprema, que de golpe lo perdían todo. Muchos de ellos estaban pasados de peso, estresados, aquejados de diferentes patologías cardiovasculares. No valoraban el cuerpo, su cuidado, la importancia de unos hábitos sanos. Idolatraron el estudio y despreciaron el mundo físico. Llevaron hasta el extremo sus capacidades cognitivas, ignorando que las neuronas y las conexiones nerviosas que les permiten razonar han de estar bien alimentadas, con oxígeno y nutrientes que posibiliten el buen funcionamiento cerebral. La capacidad de crear un discurso coherente no sólo depende de su inteligencia, sino de algo tan sencillo como el respirar bien y seguir una correcta alimentación.

El mundo intelectual, e incluso el científico y médico, ha minimizado el efecto de una buena nutrición del cuerpo para optimizar sus capacidades. Cuando estamos en la cresta de la ola olvidamos que un día podemos caer en las profundidades del mar. Cuando pisamos el vértice, la cima del éxito, y somos halagados por muchos, no nos percatamos de que estamos presos de una adicción poderosa que cada vez nos exige más. Podemos llegar a creernos dioses, inmunes a cualquier caída. El precio a pagar, a veces, es muy alto. La autoidolatría necesita un escenario para sobrevivir, y sin querer lo estamos creando a nuestro alrededor. Pero el realismo nos hace tocar de pies a tierra: el impacto de una enfermedad, el dolor, el cansancio, una ruptura o un accidente… todo esto nos hace ver cuán lejos estamos de nuestro cuerpo.

He conocido a grandes faros luminosos que se quedaban sin luz. Habían caído en la soberbia de sentirse poderosos e invulnerables, sin darse cuenta de que todos estamos hechos de barro, somos frágiles ánforas que en cualquier momento se pueden resquebrajar. Un día, sin saber cómo, esa vasija se rompe. El cerebro sufre una lesión, o el corazón padece un infarto, o enfermamos y corremos el riesgo de perder un órgano vital.

Reconciliar cuerpo y mente


Es entonces cuando tenemos que emprender el recorrido de vuelta, asumiendo con humildad las secuelas físicas, emocionales e intelectuales de nuestro accidente. No olvidemos que nuestro cerebro es materia y se aguanta por medio de sustancias que le vienen de una buena nutrición; no olvidemos que lo que sostiene el alma, nuestra energía y nuestra salud, es el cuerpo: un cuerpo bien alimentado, sano, equilibrado. El cerebro no sólo nos permite pensar, razonar y trazar estrategias, sino movernos, ver, oír, sentir y generar hormonas que impulsan nuestro metabolismo. Tiene una íntima relación con el aparato digestivo. Es mucho más que una sofisticada máquina intelectual: es el centro motor de todas nuestras funciones vitales, así como las emocionales y psíquicas.

La diosa razón, desde su poltrona, se ha convertido en una dictadora que ha sometido al cuerpo a un estrés brutal, convirtiéndolo en su esclavo. La tiranía de la inteligencia ha sacrificado el cuerpo.

La inteligencia, puesta en su lugar, ha de traducirse en un buen cuidado del cuerpo, de la salud, de las emociones, de nuestros pensamientos. Ojalá descubramos que mente y cuerpo han de estar unidos; que son aliados en la gran misión de construir una vida más armónica y feliz, que entre la mente y el cuerpo está el alma, a quien los dos tienen que servir, sin soberbia ni hedonismo.

Sólo así podremos llegar a una vejez lúcida y gozosa, preparados para dar el salto final, no enfermos, sino saludables y conscientes. Estar sanos es una obligación ética para poder disfrutar hasta el último momento del regalo de la vida. 

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