Fue el día 6 de enero. Había hecho un día luminoso y claro.
El cielo, de un color azul pastel, iba poco a poco apagándose, dejando entrever
la oscuridad de la noche que se acercaba. Paseaba tranquilo por la Avenida de
Gaudí hacia la basílica de la Sagrada Familia, rodeada por grupos de turistas
que admiraban el edificio. Hacia el final de la Avenida escuché una música y vi
a un hombre joven, de unos treinta años, moviéndose de un lado a otro en una
silla de ruedas. Cuando estuve más cerca, me di cuenta de que ¡estaba bailando!
Giraba, con movimientos ágiles y armónicos, abriendo los brazos y manejando la
silla con energía y elegancia. Era hermoso verlo, sonriente y entregado a la
danza, volteando en su silla con finura y lleno de vitalidad. Su mente volaba,
como sus brazos, como su cuerpo.
En un momento dado, saltó de la silla y siguió bailando en
el suelo. Entonces vi sus piernas amputadas por encima de la rodilla, moviéndose
con absoluta normalidad, bajando y subiendo, con agilidad y fuerza.
Algunos transeúntes miraban, entre sorprendidos y
extrañados. Otros se detenían a verlo. Yo lo admiré, impresionado, deleitándome
en aquella inesperada escena. En esa tarde, que muchas personas pasan en
familia disfrutando de los regalos de reyes o en una larga sobremesa, él estaba
solo, en la calle, ante algunos curiosos, dejándose llevar por una melodía que
salía de su corazón.
La belleza de sus movimientos me hizo ver que, aún sin piernas,
se puede bailar cuando el corazón está lleno de vida, porque lo que te lleva
más lejos no son los pies, sino lo que crees, lo que verdaderamente llena tu
alma.
Ese día recibí varios regalos de amigos. Pero aquel joven
danzarín fue el mayor regalo del día: comprender que una incapacidad no puede
limitar tu vida ni tu creatividad. Sin piernas, era capaz de reír, bailar,
vibrar y apasionarse. Aún sin una parte del cuerpo, todos podemos dar algo
bello, todos podemos amar. Ese día vi cómo realmente el hombre es capaz de
trascenderse a sí mismo e ir más allá de sus limitaciones físicas. Aquel joven
no concebía su vida sentada, anclada
en el victimismo emocional. Sí, estaba sentado, pero su corazón estaba en pie y
corría, bailaba y asía la vida, con la misma fuerza y elegancia con que movía
su silla. En realidad, se dejaba llevar por ella e intentaba comunicarnos algo
hermoso a todos cuantos pasábamos por allí, parándonos a mirar.
De camino a casa, iba reflexionando. ¿Qué le pudo haber
pasado para perder sus dos piernas? Era fácil caer en la compasión, “pobre
chico”. Pero él nos dio una lección a los que estábamos mirando. Es un joven
guerrero de la vida, no se rindió. Después de un accidente, no se contentó con
sobrevivir, sino que ha querido vivir con pasión.
Nunca hay que rendirse. A veces nos paralizan el miedo, la
inseguridad, los problemas, una circunstancia no esperada… Tenemos dos fuertes
piernas, pero no las movemos porque nos hemos hundido en nuestras propias
arenas movedizas. Si creemos que el mundo se acaba cuando nos falta algo,
nuestro egoísmo interior nos va tragando hasta dejarnos inertes, sin
respiración, sin fuerza.
Agradecí, esa tarde de enero, poder vivir ese momento y
recibir ese regalo de vida, ese testimonio, ese arte. Con las piernas te desplazas
de un sitio a otro, pero amar y vivir se hace sólo desde el corazón. Aunque
perdamos algo importante: piernas, brazos… amigos, padres, cónyuge; aunque nos
quedemos compungidos, no dejemos de bailar, de cantar, de soñar. Porque esa
danza, esa música, pueden convertirse en un revulsivo para quienes se están
rindiendo.
No sé quién era ese chico ni qué le pasó. Lo que sí sé es
que ese día iluminó mi alma. Hay guerreros de la vida que luchan contra lo
imposible porque tienen un sueño, y tienen madera para subir sin piernas las
cumbres más altas de su existencia. Su auténtico yo florece porque sabe que aún
puede dar mucho. En esa tarde pálida, cuando el sol ya se iba, el bailarín sin pies
me encendió el deseo de dar lo mejor de mí.
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