Mentes prodigiosas
Mi inquietud por el saber es insaciable y es un anhelo que
ha marcado toda mi vida. Aprender, conocer, investigar, sobre todo en el campo
del pensamiento y del alma humana. Siempre me he preguntado qué hay detrás de
todo y, en especial, quién mueve la realidad del mundo y del hombre. Quedo
maravillado ante los descubrimientos que aportan novedad, tanto en las ciencias
antropológicas como en la biología, la medicina y la física. Me asombra la
capacidad humana de penetrar en todo lo que le envuelve. Las dudas y los
interrogantes son consubstanciales al aprendizaje. De no ser así, las ciencias,
las relaciones, las preguntas por el más allá, se estancarían y no creceríamos
como seres humanos.
En el mundo de las ciencias y de la cultura han sobresalido
mentes muy privilegiadas y, gracias a ellas, el mundo evoluciona. La historia
de la humanidad está llena de grandes gestas, desde la invención de la
escritura, hasta el descubrimiento del ADN, el lenguaje de la vida; desde la
exploración de los astros hasta los primeros viajes espaciales.
Pero, siendo esto muy loable y crucial para el progreso
material de la humanidad, hay otro tipo de conocimiento que también es
necesario para que podamos crecer como seres humanos.
La sabiduría del corazón
Además de los cerebros brillantes que han marcado la
historia de la ciencia y la cultura, ha habido una infinidad de personas
anónimas que quizás no sobresalían tanto desde un punto de vista científico o
intelectual, pero su aportación a la humanidad ha sido esencial. Son todos
aquellos que, desde la intuición, desde ese olfato que trasciende la propia
humildad, han sabido unir de manera armónica la mente y el corazón.
La potencia del saber está limitada, o incluso se puede
desviar. Porque la mente es capaz de grandes inventos, pero también de crear
artilugios monstruosos que, en vez de ayudarnos a caminar, han causado un
enorme daño a la humanidad. Cuando las ciencias no se conjugan con la ética,
cuando la razón se divorcia del corazón, esas mentes maravillosas pueden
engendrar bombas atómicas que destruyan parte de nuestro planeta. A la mente
hay que ponerle límites y esto lo marca la ética y el corazón.
El saber conceptual no es suficiente. Será necesario también
el saber de las pequeñas cosas, el arte de mantener unas relaciones humanas
equilibradas y maduras, la humildad, la cortesía y la amabilidad, la
generosidad y, sobre todo, la ciencia de los afectos.
Si el ser humano vive en un ambiente hostil, su inteligencia
emocional se bloqueará y lo incapacitará, no sólo para pensar, sino para
relacionarse. Lo peor: le impedirá discernir y amar.
¿Qué hace que el mundo florezca? Ese impulso vocacional por
la vida. Esto significa apertura hacia los demás, fomentar la solidaridad y la
cooperación, el diálogo con el que es diferente, y una renuncia a nuestro yo idólatra.
Creemos que, porque sabemos algo, somos mejores y no se trata de saber más,
sino de amar más y escuchar más.
El inteligente humilde se convierte en un sabio que ha
sabido incorporar a su mente la potencia creativa e intuitiva de su corazón.
Cuando la ciencia incorpore la sabiduría del corazón, se hará un bien real a la
humanidad. Pero todo lo que no se realice desde la ética, la bondad, la ternura
y el amor, puede ser en alguna medida un daño potencial.
Necesitamos la dulzura
Aprendamos con sencillez a observar la naturaleza.
Aprendamos de la belleza de la amapola, que viste de rojo un trigal, y que tan
sólo dura dos o tres días, pues sus frágiles pétalos son de una sensibilidad
extrema. Tan sólo que le dé el viento, o que la arranques, se marchitará en
seguida. Pero no por ser tan sencilla pierde su valor. Lo que ensancha mi
corazón no es el análisis racional del hecho, sino el impacto estético que me
produce ver las flores, o aspirar su aroma. Lo que me conmueve no es el
conocimiento intelectual, sino la emoción estética que me produce.
En el plano humano esto tiene sus consecuencias. Las
relaciones humanas crecen cuando nos apeamos de la soberbia intelectual. Con
nuestra mente analítica diseccionamos al otro, lo criticamos y hasta queremos
amputarlo, sin que nos importe el daño que le podamos causar. La mente, en este
caso, se vuelve obtusa. Somos capaces de decir y hacer lo peor, y a veces
dejamos que nuestro corazón bombee toda la rabia, los celos y la envidia, en
nombre de nuestra claridad mental. Cuando a la mente se le va el brillo, la
oscuridad del egoísmo cabalgará en nuestra vida.
Pero cuando somos capaces de ver al otro más allá de sus
defectos, y descubrimos su potencial humano de bondad, lo trataremos con delicadeza,
como si fuera un pétalo de amapola, con dulzura de corazón.
La dulzura ha de formar parte de nuestro ser. Sin ella
tenderemos a reventarlo todo, especialmente lo que no nos gusta, o la persona
que no nos cae bien. Seremos como aquellos que arrojaron las bombas de
Hiroshima y Nagasaki, esperando exterminar a los supuestos enemigos,
contaminando el aire con el gas del odio. Una explosión de resentimiento asfixia
el alma. Cuando matamos la fama de una persona le estamos quitando la vida.
Sin amor, las ciencias no avanzarán hacia el bien. Con amor, el saber
producirá gozo y alegría, porque estaremos contribuyendo a todo aquello que
favorece el crecimiento y la expansión del ser humano, centro de toda ciencia.
Estoy leyendo y viendo a la vez que tras la lectura hay un hombre filósofo en sentido literal de la palabra, o sea, alguien que ama el saber y lo ejerce para repartir bonhomía a los demás.
ResponderEliminarQué importante cultivar las dos dimensiones. Porque a veces es difícil conjugarlas. Hay gente con la mente muy clara, pero dura de corazón; y al revés, gente de buen corazón pero con la mente confusa y volátil. Lo peor es cuando se unen la dureza de corazón y la "blandura de mente". Recuerdo una oración que vi escrita no sé dónde: "Mente sagrada de Cristo, únenos en la verdad". Se suele hablar del "corazón de Jesús", su calidez y su ternura, pero ¡también tuvo una mente muy clara!!
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